Varias personas nos han preguntado por los sínodos actuales: el sínodo en Alemania y el sínodo de la Amazonía (que es en alguna parte también otro sínodo alemán). ¿Hay motivos reales de preocupación? Un laico católico, muy bien formado, Bruno Moreno, escribe al respecto.
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Como ya sabrán los lectores, el Cardenal Burke y Mons. Schneider han pedido a los fieles que oren y ayunen para evitar que en el sínodo de la Amazonia se aprueben medidas y afirmaciones contrarias a la fe católica. Sin duda, se trata de una iniciativa encomiable, buena y, si Dios quiere, fructífera. No puedo, sin embargo, evitar la sensación de que el daño esencial que puede hacer este sínodo ya está hecho.
Consideremos un momento lo que ha sucedido: un sínodo de obispos católicos, que se va a celebrar en Roma, tiene un documento de trabajo frontalmente contrario a la fe. Sé que esta afirmación suena muy drástica, pero a mi juicio es evidente para cualquiera que lea el documento: está plagado de afirmaciones irreconciliables con la fe católica, coloca el catolicismo al mismo nivel que las religiones paganas (falsas) y, por lo tanto, a Jesucristo al mismo nivel que las supersticiones y los ídolos; promueve una visión panteísta de la naturaleza y del mundo ajena a la fe católica sobre la creación; relativiza la Revelación de Dios en su Hijo, igualándola a las (a menudo disparatadas) conclusiones de las distintas culturas amazónicas; y pone las bases para la abolición del celibato, la introducción del sacerdocio femenino y la desaparición de la distinción entre seglares y sacerdotes.
Esto es, por supuesto, un gran problema, pero no el más importante. Clérigos e incluso sínodos locales que dicen barbaridades y herejías los ha habido siempre y, si Dios no lo remedia, seguirán surgiendo hasta la segunda venida de Cristo. El problema, el verdadero problema, es que ese texto lleno de barbaridades y herejías no ha sido repudiado ni condenado en la Iglesia. Al contrario, a pesar de esas barbaridades y herejías se va a utilizar como instrumento de trabajo, con la aquiescencia de la Santa Sede y de la inmensa mayoría de los obispos del mundo, ya sea por acción u omisión.
Esto es terrible, porque, de hecho, sin necesidad de que se aprueben afirmaciones erróneas de este calibre al final del sínodo (que es lo que quieren evitar el cardenal Burke y Mons. Schneider), las más altas jerarquías no manifiestan ningún problema en que se niegue así la fe en documentos eclesiales. Es decir, incluso si no se aprobase ningún error en el sínodo, se está declarando que en la Iglesia se pueden negar las verdades fundamentales de la fe, que es admisible plantear que esas verdades no lo son y que es concebible que esas verdades se cambien si así lo deciden un sínodo, un número suficiente de obispos o un Papa. Dicho de otra forma, la fe se considera de facto en la Iglesia una opinión más. Es la opinión que ahora mismo defiende la Iglesia, pero mañana eso podría cambiar y la fe podría ser otra completamente distinta. Se puede discutir y plantear su cambio. Una vez que se ha aceptado eso, la batalla ya está perdida y se ha abandonado la fe católica. Da igual que materialmente se aprueben o no errores en el sínodo, porque tácitamente se ha aprobado algo mucho peor: el hecho de que no existe una fe católica, solo opiniones cambiantes con el correr de los tiempos.
No es la primera vez que esto sucede, por desgracia. Lo cierto es que este gran daño a la fe es fruto de otro anterior en el mismo sentido: cuando se celebró el sínodo de la familia, lo primero que se dijo es que se admitían todas las opiniones, se podía proponer cualquier cosa, y así se hizo: se defendieron barbaridades sin cuento sobre las relaciones prematrimoniales, los anticonceptivos, las parejas del mismo sexo, el matrimonio y el divorcio, sin que la Santa Sede condenara esas afirmaciones, cuyos defensores, lejos de ser reprendidos, han sido ascendidos y llamados a enseñar en nombre de la Iglesia. Al final, se aprobó confusamente, en un par de frases y una nota a pie de página, una carga de profundidad que destruye por completo la moral católica: la idea de que el fin justifica los medios y, por lo tanto, a veces Dios quiere que adulteremos y se puede dar la comunión a alguien que persiste en el pecado grave. Algo gravísimo, pero que era simplemente la consecuencia necesaria de un planteamiento contrario a la esencia misma de la fe.
Si la fe es solo una opinión más, antes o después prevalecerán las opiniones cómodas, las que no exigen dejarlo todo para seguir a Cristo, las que permiten llevarse bien con el mundo. Como sucede en economía, donde la moneda mala desplaza a la buena según la ley de Gresham, si no hay fe las opiniones mundanas y cómodas desplazan a las “opiniones” cristianas y difíciles. Al final, como si de un protestantismo “católico” se tratase, la única fe verdadera se cambia por quot capita, tot sententiae, tantas opiniones como cabezas.
De esta forma, el sínodo de la familia hizo posible el sínodo amazónico. En el primero, se pusieron los fundamentos que han hecho posible el segundo y que permiten que se nieguen ahora con claridad los fundamentos de la fe, del mismo modo que ya se negaron confusamente los fundamentos de la moral. También de estos barros vienen los lodos de la aparente (y de nuevo confusa) negación de la doctrina inmemorial de la Iglesia sobre la pena de muerte o la negación por altos responsables vaticanos de la doctrina católica sobre la guerra justa. Si se pueden cambiar los fundamentos de la moral y de la fe, ¿por qué no las doctrinas “menos importantes” que más les molestan a los biempensantes del mundo actual?
Lo mismo podríamos decir del sínodo alemán. Si la mayoría de los obispos alemanes se atreven a decir públicamente que van a discutir sobre diversas doctrinas y preceptos morales de la Iglesia para decidir si conviene cambiarlos, si la mayoría de los que participan en ese “camino sinodal” son laicos, teólogos y clérigos que ya han negado públicamente esos preceptos morales y doctrinas, si Roma refunfuña por tanta independencia pero no corta ese despropósito de raíz, es porque los presupuestos ya estaban ahí. El sínodo de la familia hizo lo mismo, pero menos abiertamente, y, como no pasó nada, como los obispos callaron, como prácticamente nadie protestó, lo normal es que los que desean destruir la fe pierdan el miedo y muestren abiertamente ese deseo, confiados en su impunidad. El mal de estos sínodos, por desgracia, ya está hecho.
Decía en el título, sin embargo, que el bien de estos sínodos también está ya hecho. Quizá a algunos les parezca muy poca cosa, pero lo cierto es que hay un importantísimo bien oculto en esas tristes constataciones de que la mayoría de los obispos callan. Si decimos que la mayoría callan es porque hay algunos obispos que se han levantado para decir públicamente que no aceptan las deformaciones de la fe y la moral que se están produciendo en estos sínodos.
De todos es conocido el caso de los cuatro cardenales que se atrevieron a presentar sus dubia al Papa sobre la nueva moral que subyace a Amoris Laetitia, aunque fuera sin ningún éxito y la mitad hayan muerto sin recibir respuesta. Otros obispos, aquí y allá en el mundo, y miles de teólogos, sacerdotes y simples laicos se sumaron públicamente a esas dudas a través de diferentes declaraciones y peticiones. Con respecto al sínodo de la Amazonia, varios obispos y cardenales (Brandmüller, Burke, Müller, Pell, Urosa, Azcona, Schneider, etc.) han dicho públicamente que el documento de trabajo es erróneo o herético o incluso una “apostasía”. El Cardenal Sarah ha señalado sin miedo que la crisis del clero es, en realidad, una “crisis de fe”, porque “toleramos todas las puestas en causa. La doctrina católica es puesta en duda. En nombre de posturas llamadas intelectuales, los teólogos se divierten deconstruyendo los dogmas, vaciando la moral de su sentido profundo”.
En la misma Alemania, donde todo parece ir tan mal (y no solo lo parece), doce obispos han votado contra la organización misma del sínodo y un obispo, Mons. Voderholzer, a quien Dios premiará abundantemente, ha dicho algo que yo ya desesperaba de oír en labios episcopales durante mi vida: que, como obispo y teólogo, ha jurado proclamar y defender la fe católica (por desgracia, lo contrario sí que lo había oído antes en boca de algún obispo). En ese sentido, Mons. Voderholzer se reserva el derecho a abandonar el sínodo si se vulnera la fidelidad a la doctrina de la Iglesia. Da gusto oír hablar así a los obispos, aunque sean pocos. Casi se diría que estamos oyendo ecos de Ambrosio, Atanasio, Agustín o Jerónimo.
Comprendo perfectamente que este bien parezca muy pequeño al lado del mal, que un puñadito de obispos con fe resulte poca cosa en comparación con la gran masa episcopal que calla o colabora entusiasta con la descatolización, pero así es como hace Dios las cosas. Dios actúa con medios pobres, pobrísimos y humanamente inútiles, para que se manifieste que una fuerza tan extraordinaria viene de Dios y no viene de nosotros. Cuanto más débiles sean humanamente los que defienden la fe, más podremos confiar en la fuerza de Dios. A fin de cuentas, el Reino de Dios es como una semilla de mostaza, al sembrarla en la tierra es la semilla más pequeña, pero después brota, se hace más alta que las hortalizas y echa ramas tan grandes, que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas.
Dios siempre se busca un resto fiel que no está dispuesto a doblar la rodilla ante Baal, que no quiere renunciar a la fe, aunque de esa renuncia dependan ascensos, comodidades, elogios y palmaditas en la espalda. Esa es la fe que mueve montañas, que hizo extenderse a la Iglesia por el mundo, por la que murieron nuestros padres y que es la única que nos puede salvar. ¿Está contra ella quizá la mayoría de los que se dicen católicos pero hace tiempo que dejaron de creer? ¿Incluso multitud de clérigos y obispos están contra ella? ¿El mundo odia esa fe y solo desea su destrucción? Que así sea. Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?