Un modo “suicida” de evangelizar
Una vez comprobadas las desconcertantes posibilidades misioneras de este santo fraile, le confían sus superiores un pueblecito situado en las estribaciones de los Andes, llamado Tubara. En aquella doctrina hay escuela e iglesia, y viven unos pocos españoles, en tanto que el núcleo principal de los indios, temerosos, no vive en el pueblo, sino en la selva, en el monte, donde en seguida va fray Luis a buscarlos. Siempre a su estilo, llega el santo fraile misionero hasta las chozas más escondidas, y no hay camino, por escarpado o peligroso que sea, que le arredre. A todas partes hace él que llegue la verdad y el amor de Cristo.
En los tres años que pasó en Tubara consiguió San Luis muchas conversiones de españoles y el bautizo de unos dos mil indios, siempre a su estilo, siempre suicida, al modo evangélico: grano de trigo que cae en tierra, muere, y da mucho fruto (Jn 12,24). Era suicida fray Luis cuando derribaba los ídolos a patadas o mandaba quemar las chozas que les servían de adoratorios. Era suicida cuando, al modo de San Juan Bautista, reprobaba públicamente a un indio muy principal, que vivía amancebado con una mujer casada.
En esta ocasión, el indio aludido le lanzó con todas sus fuerzas su macana, pero el Señor desvió el curso mortal de su trayectoria. Y se ve, pues, que San Luis Bertrán no hacía ningún caso de ese consejo que tantas veces suele darse y que también a él le habrían dado: «Tiene usted, padre, que cuidarse más». San Luis, en realidad, se cuidaba muy poco, lo mínimo exigido por la prudencia sobrenatural, y en cambio se arriesgaba mucho, muchísimo, hasta entrar de lleno en lo que para unos era locura y para otros escándalo (1Cor 1,23).
No tuvo San Luis gran cuidado de su propia vida cuando una vez, después de intentar reiteradas veces desengañar a los indios de Cepecoa y Petua, que daban culto a una arquilla que guardaba los huesos de un antiguo sacerdote, la sustrajo de noche. Llegó a saberse su acción, y un sacerdote indio, figiéndose amigo, le dio a beber un veneno mortal -el mismo veneno que había matado antes a un padre carmelita, después de unas pocas horas de atroces dolores-. Cinco días estuvo fray Luis entre la vida y la muerte, y en ellos dio claras señales de estar tan alegre como aquellos primeros apóstoles azotados, que se fueron «contentos porque habían sido dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús» (Hch 5,41).
Ni siquiera le quedó a San Luis Bertrán en adelante un gran temor a los posibles brebajes tóxicos, como pareciera psicológicamente inevitable. Lo vemos en ocasiones como ésta: un cacique le dijo que creería en Cristo si era capaz de resistir un veneno que él le prepararía. Fray Luis le tomó la palabra sin vacilar: «¿Matenéis vuestra palabra de convertiros si bebo sin daño vuestro veneno?». Y obtenida la afirmativa: «Venga ese veneno y sea lo que Dios quiera». Hizo fray Luis la señal de la cruz sobre la copa y bebió de un trago aquel veneno activísimo. Y a continuación pasó a ocuparse de lo que había que hacer para bautizar unos cuantos cientos más de indios asombrados y convertidos.
En aquella primera ocasión, cuando fue envenenado por el sacerdote indio, se supo en seguida que fray Luis no había muerto bajo la acción del veneno, y más de trescientos indios se reunieron amenazadores y bien armados, dispuestos a terminar la obra iniciada por el tósigo. Dos negros que se aprestaban a defenderle, uno de ellos armado de un arcabuz, fueron apartados, y el santo salió al encuentro de la muchedumbre amenazante sólo y sin temor alguno.
Cuenta un cronista que «entonces fray Luis les predicó con más fervorosa exhortación y se convirtieron gran parte de aquellos indios; los cuales, después de ser instruídos como acostumbraba el santo, fueron por él mismo bautizados». Pero otros indios, endurecidos en su hostilidad, raptaron a Luisito, un muchacho indio bautizado por fray Luis, y lo sacrificaron como moxa a los ídolos, lo que apenó mucho al santo, pues le tenía en gran estima.
En todo caso, nada de esto terminaba con los métodos suicidas de San Luis Bertrán. Poco después, tratando de persuadir a un cacique principal, éste se resistía diciendo: «No; tu religión me gusta, pero tengo miedo a mi ídolo». Fray Luis se mostró dispuesto a terminar con este miedo. Con el cacique se dirigió al adoratorio, y allí, ante el pánico de todos, la emprendió a patadas con el dicho ídolo, hasta que el cacique y los suyos se vieron libres del temor idolátrico, y aceptaron el Evangelio.
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.