Antropofagia entre los chibchas

Era en cambio ciertamente común entre los chibchas la costumbre de comer carne humana, sobre todo la de los enemigos vencidos en la guerra. En 1537, Cieza de León conoció cerca de Antioquia al gran cacique Nutibara, y pudo ver que «junto a su aposento, y lo mismo en todas las casas de sus capitanes, tenían puestas muchas cabezas de sus enemigos, que ya habían comido, las cuales tenían allí como en señal de triunfo. Todos los naturales de esta región comen carne humana, y no se perdonan en este caso; porque en tomándose unos a otros (como no sean naturales de un propio pueblo), se comen» (Crónica del Perú cp.11).

En esta región gustaban especialmente de la tierna carne de los niños, y por eso «oí decir que los señores o caciques de estos valles buscaban de las tierras de sus enemigos todas las mujeres que podían, las cuales traídas a sus casas, usaban con ellas como con las suyas propias; y si se empreñaban de ellos, los hijos que nacían los criaban con mucho regalo hasta que habían doce o trece años, y de esta edad, estando bien gordos, los comían con gran sabor, sin mirar que era su sustancia y carne propia; y desta manera tenían mujeres para solamente engrendrar hijos en ellas para después comer» (cp.12). Esta misma afición por la carne de niños se daba en los indios armas, cerca de Antioquía (cp.19).

Parece, sin embargo, que la antropofagia se practicaba sobre todo con los prisioneros de guerra, y que era costumbre, una vez comidos, disecarlos. Al poniente de Cali pudo Cieza ver un museo de hombres disecados: «Estaban puestos por orden muchos cuerpos de hombres muertos de los que habían vencido y preso en las guerras, todos abiertos; y abríanlos con cuchillos de pedernal y los desollaban, y después de haber comido la carne, henchían los cueros de ceniza y hacíanles rostros de cera con sus propias cabezas, poníanlos de tal manera que parescían hombres vivos. En las manos a unos les ponían dardos y a otros lanzas y a otros macanas. Sin estos cuerpos, había mucha cantidad de manos y pies colgados en el bohío o casa grande. De lo cual ellos se gloriaban y lo tenían por gran valentía, diciendo que de sus padres y mayores lo aprendieron» (cp.28; +cp.19). De los indios gorrones, de la región de Cali, cuenta Cieza también que abundaban en sus casas trofeos humanos disecados, y añade: «Y si yo no hubiera visto lo que escribo y supiera que en España hay tantos que lo saben y lo vieron muchas veces, cierto no contara que estos hombres hacían tan grandes carnecerías de otros hombres sólo para comer; y así, sabemos que estos gorrones son grandes carniceros de comer carne humana» (cp.26).

Según informaba Alejandro Humboldt, citando la carta de unos religiosos, todavía a comienzos del XIX duraba esta miseria en algunas regiones de evangelización más tardía: «Dicen nuestros Indios del Río Caura [afluente del Orinoco, en la actual Venezuela] cuando se confiesan que ya entienden que es pecado comer carne humana -escriben los padres-; pero piden que se les permita desacostumbrarse poco a poco; quieren comer la carne humana una vez al mes, después cada tres meses, hasta que sin sentirlo pierdan la costumbre» (Essai Politique 323: +Madariaga, Auge y ocaso 385).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.