Quiero hacer un sencillo contraste entre la manera como el mundo vive la navidad y la manera cómo propone este tiempo la Iglesia.
Creo que esta comparación resulta útil porque va más allá del hecho de la navidad, incluso sirve para que descubramos cómo estamos viviendo muchas cosas. Cuando hablamos de la navidad según el mundo, hablamos de algo que llega pronto, envuelve a todos, produce muchos gastos, deja algunos remordimientos y después se disuelve rápidamente. Podríamos decir que se va con la misma prisa con la que viene. Por el contrario, la Iglesia vive el misterio de la navidad con una preparación, relativamente prolongada, que es el adviento.
Hay una cumbre celebrativa que es la noche y el día de navidad, y después una octava que nos deleita con la contemplación del misterio del hijo de Dios y con una secuencia de Santos tan distintos y, sin embargo, tan apropiados para llevarnos a la gratitud. Después de esa octava, todavía tenemos otros días en los que una nueva celebración, la Epifanía, eleva nuestro corazón para que no nos quedemos solamente en el hecho de que Cristo nació, sino que vayamos al significado de su presencia entre nosotros.
Por último, este tiempo litúrgico de navidad nos conduce al misterio de su ocultamiento en la humildad de Nazaret, a la vez que prepara su manifestación definitiva a partir del bautismo.
Así que, el contraste entre la manera mundana y la manera de la Iglesia es bastante fuerte porque lo del mundo es todo acelerado y la propuesta de la Iglesia es pausada y llena de ritmo. En la lógica del mundo está la exterioridad y el espectáculo; en el camino de la Iglesia está la interioridad y la transformación. En la lógica del mundo está el gasto y el oropel; en la lógica de la Iglesia está la humildad y la acogida de la salvación.
Creo que es un contraste que nos enseña mucho de la manera como vivimos y sobre lo que realmente deseamos.