La muerte de Fray Martín de Porres

La muerte de un santo

En 1639 sucedió algo nunca visto: fray Martín estrenó un hábito nuevo, planchado y limpio, de cordellate, más áspero que cualquiero otro de los que antes tuvo. Fray Juan de Barbazán le felicitó con solemnidad irónica: «Enhorabuena, fray Martín». Y éste le contestó: «Padre mío, con este mismo hábito me han de enterrar».

A mediados de octubre, San Martín, con sus sesenta años muy trabajados y mortificados, se puso enfermo con grandes fiebres y dolores. Nunca se quejó ni pidió alivios. Se confesó varias veces, comulgó con suma devoción y recibió la unción de los enfermos. El 3 de noviembre, según atestigua el padre Fernando de Valdés, «estando ya parar morir, ordenaron los Prelados y médicos que le quitasen una túnica de jerga basta, de que suelen hacerse las albardas. Y fue tan grandísimo el sentimiento que tuvo por ello, tanto por la ocasión que se le quitaba de mortificarse, como por la ocasión de vanagloria que de ahí se podía seguir al ser vista, que hizo todo lo que pudo para impedirlo. Y los circunstantes, así religiosos como seglares, cedieron de buen grado a sus ruegos al ver la repugnancia del Siervo de Dios a que se la quitasen».

Algún rato se le vio angustiado, como tentado por el Demonio, que le turbaba, y un religioso le dijo que no entrara en discusión con él. «No tenga cuidado -le dijo fray Martín-. El demonio no empleará sus sofismas con quien no es maestro en Teología: es demasiado soberbio para emplearse así con un pobre mulato». Por la tarde acudió el virrey, el Conde de Chinchón, pero el Santo, extático, tenía la mirada fija en la mesa donde había estado hace poco el Santísimo. Cuando volvió en sí, el virrey se arrodilló junto al lecho y besó la mano del moribundo: «Fray Martín, cuando esté en la Gloria, no se olvide de mí, para que el Señor me ayude y me dé luz a fin de que pueda gobernar estos reinos con justicia y amor, con objeto de que algún día también me reciba a mí en el Cielo». Se fue el virrey, y fray Gaspar de Saldaña le reprochó en broma al enfermo: «Fray Martín ¿cómo ha hecho esperar al virrey?». El contestó: «Padre, entonces tenía otras visitas de más importancia». «¿Quiénes eran?». «La Virgen Santísima, Santo Domingo, San José, Santa Catalina virgen y mártir y San Vicente Ferrer».

En tan santa compañía murió el 3 de noviembre de 1639.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.