Cuando Martín de Porres entró a la Orden de Santo Domingo

Martín dominico

El convento dominico de Nuestra Señora del Rosario, edificado en Lima sobre un solar donado por Francisco Pizarro y ampliado por el Consejo municipal en 1540, era un edificio inmenso, en el que había múltiples dependencias -iglesia, capillas, portería, talleres, escuela, enfermería, corrales, depósitos y amplia huerta-, y en donde vivían con rigurosa observancia unos doscientos religiosos, y un buen número de donados y también esclavos o criados.

Entre los dominicos de entonces había tres clases: los padres sacerdotes, dedicados al culto y a la predicación, los hermanos legos, que hacían trabajos auxiliares muy diversos, y donados, también llamados oblatos, que eran miembros de la Orden Tercera dominicana, recibían alojamiento y se ocupaban en muchos trabajos como criados. Padres y hermanos llevaban el hábito completo, y en aquella provincia era costumbre llevar dos rosarios, uno al cuello y otro al cinto. Los donados llevaban túnica blanca y sobrehábito negro, pero no llevaban escapulario ni capucho.

Cuando Martín, un muchacho mulato de 16 años, en 1595, solicitó ser recibido como donado en el convento del Rosario, el prior, fray Francisco de Vega y el provincial, fray Juan de Lorenzana, que ya debían conocerle, le admitieron sin ninguna dificultad. No tardó en enterarse don Juan Porres de que su hijo había dado este paso, y aunque aprobaba que se hiciera religioso, hizo cuanto pudo para que fuera hermano lego, y no se quedara como donado, ya que esto era como hacerse un criado para siempre. Pero Martín se resistió decididamente: «Mi deseo es imitar lo más posible a Nuestro Señor, que se hizo siervo por nosotros». Tomó, pues, el hábito dominico de donado, y al día siguiente recibió ya su primer ministerio conventual: barrer la casa.

Un fraile humilde

Conocemos muchas anécdotas de la vida de fray Martín, recogidas como testimonios jurados en los Procesos diocesano (1660-1664) y apostólico (1679-1686), abiertos para promover su beatificación. Buena parte de estos testimonios proceden de los mismos religiosos dominicos que convivieron con él, pero también los hay de otras muchas personas, pues fray Martín trató con gentes de todas clases.

Pues bien, de las informaciones recibidas destaca sobremanera la humildad de San Martín. Acerca de ella tenemos datos impresionantes.

Fray Francisco Velasco testificó que, siendo él novicio, acudió a la barbería del convento, y como fray Martín no le hiciera el arreglo como él quería, se enojó mucho y le llamó «perro mulato». Respuesta: «Sí, es verdad que soy un perro mulato. Merezco que me lo recuerde y mucho más merezco por mis maldades». Y dicho esto, le obsequió luego con aguacates y un melocotón.

En otra ocasión, no habiendo podido acudir inmediatamente a atender a un fraile enfermo que reclamaba sus servicios, éste le dijo cuando por fin llegó: «¿Esta es su caridad, hipocritón embustero? Yo pudiera ya haberlo conocido». A lo que fray Martín le respondió: «Ése es el daño, padre mío; que no me conozco yo después de tantos años ha que trabajo en eso y quiere vuestra paternidad conocerme en cuatro días que ha que me sufre. Como esas maldades e imperfecciones irá descubriendo en mí cada día, porque soy el peor del mundo».

Otra vez estaba fray Martín limpiando las letrinas, y un fraile le dijo medio en broma si no estaría mejor en el arzobispado de México, a donde quería llevarlo el Arzobispo electo. El respondió: «Estimo más un momento de los que empleo en este ejercicio que muchos días en el palacio arzobispal».

Pero una de las muestras más conmovedoras de su humildad fue la siguiente. En el convento del Rosario se produjo un día un grave aprieto económico, y el prior tuvo que salir con algunos objetos preciosos para tratar de conseguir algún préstamo. Enterado fray Martín, corrió a alcanzarle para evitarlo. El sabía que los negros vendidos como esclavos eran bien pagados, hasta unos mil pesos. Y recordaba que Santo Domingo se ofreció como esclavo a los moros para sustituir al hermano de una pobre viuda. Mejor, pues, que desprenderse de objetos preciosos del convento, era otra solución: «Padre, yo pertenezco al convento. Disponga de mí y véndame como esclavo, que algo querrán pagar por este perro mulato y yo quedaré muy contento de haber podido servir para algo a mis hermanos». Al prior se le saltaron las lágrimas: «Dios se lo pague, hermano Martín, pero el mismo Señor que lo ha traído aquí se encargará de remediarlo todo».


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.