Martín niño
En el año 1962 fue canonizado en Roma, con gran alegría del mundo cristiano, fray Martín de Porres, peruano mulato y dominico. En ese mismo año Jesús Sánchez Díaz y José María Sánchez-Silva publicaron las biografías suyas, que aquí seguimos.
Don Juan Porres, hidalgo burgalés, caballero de la Orden Militar de Alcántara, estando en Panamá, se enamoró de una joven negra y convivió con ella. Cuando se trasladó al Perú, buscando en la cabeza del virreinato obtener alguna gobernación, se la llevó consigo, y allí, en Lima, nació su hijo Martín, de tez morena y rasgos africanos. No quiso reconocerlo como hijo, y en la partida de bautismo de la iglesia de San Sebastián se lee: «Miércoles 9 de diciembre de 1579 baptice a martin hijo de padre no conocido y de ana velazquez, horra [negra libre] fueron padrinos jn. de huesca y ana de escarcena y firmelo. Antonio Polanco». Dos años después nació un niña, Juana, ésta con rasgos de raza blanca.
Ana Velázquez fue una buena madre y dio cuidadosa educación cristiana a sus dos hijos, que no asistían a ningún centro docente, aunque en Lima había muchos. Con ellos vivía sola, y el padre, que estaba destinado en Guayaquil, de vez en cuando les visitaba, proveía el sustento de la familia y se interesaba por los niños.
Viendo la situación precaria en que iban creciendo, sin padre ni maestros, decidió reconocerlos como hijos suyos ante la ley, y se los llevó consigo a Guayaquil, donde se ocupó de ellos como padre, dándoles maestros que les instruyeran. Un día, teniendo ocho años Martín y seis Juanita, iban de paseo con su padre, y se encontraron con su tío abuelo don Diego de Miranda, que preguntó quiénes eran aquellos niños. Don Juan contestó: «Son hijos míos y de Ana Velázquez. Los mantengo y cuido de su educación».
Don Juan, a los cuatro años de tener consigo a sus hijos en Guayaquil, fue nombrado gobernador de Panamá. Dejó entonces sus hijos con su madre en Lima, les dio una ayuda económica suficiente, y confió a los tres al cuidado de don Diego de Miranda.
Martín muchacho
Confirmado Martín por el santo arzobispo don Toribio de Mogrovejo, se mostró muy bueno desde chico. Al cumplir los recados que le encargaba su madre, volvía a veces con la compra hecha a medias o sin hacer: había tenido lástima de algún pobre. Mateo Pastor y su esposa Francisca Vélez, unos vecinos, querían mucho al chico, y le trataban como a hijo, viendo que su madre estaba sin marido.
Este matrimonio fue siempre para él como una segunda familia. Mateo tenía una farmacia, con especias y hierbas medicinales, y allí solía acudir, a la tertulia, Marcelo Ribera, maestro barbero y cirujano, médico y practicante. Este se fijó en seguida en las buenas disposiciones de Martín, hizo de él su ayudante, y pronto el aprendiz supo tanto o más que su maestro. Tenía dotes naturales muy notables para curar y sanar. Con ese oficio hubiera podido ganarse muy bien la vida.
Pero la inclinación interna de Martín apuntaba más alto. Muy de madrugada, se iba a la iglesia de San Lázaro, donde ayudaba a misa. Después de trabajar todo el día en la clínica-barbería de Ribera, por la noche, a la luz de unos cabos de vela, estaba largas horas dedicado a la lectura, preferentemente religiosa, y a la oración ante la imagen de Cristo crucificado. Como ya sabemos, había en Lima entonces dominicos, franciscanos, agustinos, mercedarios y jesuítas, pero a él le atraían especialmente los primeros. Y a los 16 años de edad decidió buscar la perfección evangélica bajo la regla de Santo Domingo.
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.