La ordenación sacerdotal no es un asunto “privado” que se limite al interior de una persona. La Iglesia entera se empeña, se entrega, ora y hace sacrificios por aquellos varones en quienes espera ver algo del rostro de su Amado. ¿No cuenta eso?
Por eso, dar la espalda al ministerio no es un asunto individual que se resuelva o discierna simplemente en “cómo me estoy sintiendo YO…” ¿No importan acaso los gemidos de los que se ven confundidos y abandonados? ¿No importa la Iglesia y su larga fila de menesterosos?
San Pablo resume así la vida y obra de Cristo: “Él amó a la Iglesia, y se entregó por Ella…” (Efesios 5,25). Los fieles esperan eso de nosotros, los sacerdotes: que nuestra pasión, nuestra compañía, nuestra tarea cotidiana y descanso bendito estén en Ella.
El amor de Cristo por su Amada se hace visible en cada eucaristía, cuando el rostro de un humano se transfigura y deja ver un destello del “más hermoso de los hombres, en cuyos labios se derrama la gracia” (Salmo 45,2) ¡Los fieles TIENEN DERECHO de ver eso!
Yo sé muy bien que estos misterios, los propios del sacramento del Orden, rebasan nuestra naturaleza, pero no como exigencia exterior y opresiva, sino como llamarada de amor agradecido, como torrente encajonado que solo descansa dándose por Cristo y en Cristo.
Y por eso, porque el misterio de nuestra ordenación nos supera, entonces es verdad que a nosotros sacerdotes, más que a nadie, nos competen la fe, la humildad, la oración continua, la prudencia sobrenatural, y el recurso frecuente al sacramento de la confesión.
No se equivoca la gente cuando espera tanto de nosotros. Hermano sacerdote: cuidado con aquel o aquella que quiere disminuir el don. Ese o esa no te ama bien, aunque sea amable y dulce contigo. Bien te ama quien te ayuda a ser lo que fuiste el día de tu ordenación.