Padre, ¿cómo ofrecés los dolores? Yo siempre lo hago pero siempre tengo la duda de cómo hacerlo… — L.M.G.
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Hay tres momentos:
1. No negamos lo que nos duele, perturba o incomoda. Reconocemos que el fastidio y el dolor están ahí pero nos serenamos. Evitamos el pánico, la queja excesiva, el traslado de nuestra impaciencia hacia otras personas en forma de agresividad o indiferencia.
2. Renunciamos de corazón a toda forma de blasfemia o cualquier otra tentación contra la fe, de la forma: “Dios se olvidó de mí; no le importo; en realidad nadie escucha al otro lado; pierdo mi tiempo rezando…” Al contrario, renovamos nuestra fe diciendo con amor el Credo y volviendo al ejemplo de Cristo y de sus mártires. Suplicamos el auxilio divino, diciéndole a menudo: “¡Señor, ten piedad! Tú prometiste que no seríamos probados más allá de nuestras fuerzas; dame pues esas fuerzas tuyas que son las únicas que pueden darme la victoria.”
3. Ya más serenos y renovados, repetimos frases sencillas como: “Por amor a ti, Jesús” “Uno mi dolor a tu Cruz, Señor” “Como tu apóstol Pablo, completo en mí lo que falta a tu Pasión” “Esta hora te la ofrezco por las misiones” “Este dolor lo ofrezco por la conversión de los más endurecidos” Y así, con otros otros pensamientos semejantes.
Puedes encontrar más inspiración en este impactante testimonio.