Si nos hubiéramos encontrado por las calles de Jerusalén a algunos de los discípulos de Jesucristo, después del terrible acontecimiento de la Cruz, ¿qué hubiéramos visto en ellos? Hubiéramos visto solamente los ojos del fracaso; hubiéramos visto el rostro del miedo, y hubiéramos visto la actitud del fugitivo: aquel que huye de su pasado tratando de preservar lo poco que cree que llevar consigo.
La impotencia y las limitaciones de esos hombres nos están mostrando en el fondo nuestras propias impotencias: siempre nos quedamos cortos ante la grandeza de nuestra vocación, ante la grandeza de la santidad a la que Dios nos llama, ante la grandeza del verdadero amor y misericordia hacia el prójimo: ¡siempre nos quedamos cortos!
Pero lo realmente maravilloso es descubrir que nuestra limitación no es la última palabra en esta historia. Dios ha querido abrazar nuestros límites y reventando su propia carne ha reventado las barreras que nos mantenían prisioneros: somos libres por su Pascua y tenemos nueva vida por la gracia de su espíritu!