Qué debe hacer una comunidad cristiana para crecer en Cristo

La vida cristiana está llamada a crecer y madurar. Estamos llamados a ser como los soldados, que defienden los tesoros de la gracia, y también como enamorados, que agradecen y disfrutan la dulzura que han recibido de su Señor.

El amor y el combate son entonces dos dimensiones inseparables de nuestro ser de cristianos.

Ese combate podemos decir que se realiza en tres grandes frentes: espiritual, externo y comunitario.

El frente espiritual es la base de todo. Es allí donde tenemos que enfrentar las tentaciones que quieren llevarnos a la confusión, al desánimo o a la incoherencia. Esos son los tres principales desafíos y por eso son también tres las defensas que tenemos que utilizar en este frente.

Primero está la oración, que debe ser perseverante, humilde, confiada y alimentada en las fuentes de la Iglesia. Luego está la formación, que preferiblemente debe ser realizada en comunidad aunque también es bueno que se complemente con lo que cada uno puede hacer a partir de la Biblia, el catecismo y tantos otros caminos de formación que por ejemplo nos ofrece internet. En tercer lugar, hemos de cultivar las virtudes, centrándonos principalmente en las tres teologales y las cuatro cardinales.

Un buen método para evaluarnos con frecuencia en estas virtudes es dedicar un día de la semana a cada una de ellas. Por ejemplo: el domingo, al amor; el lunes, a la fortaleza; el martes, a la prudencia; el miércoles, a la justicia; el jueves, a la fe; el viernes, al dominio de nosotros mismos; y el sábado, a la esperanza. Si se quiere seguir este método, la pregunta que debe hacerse uno, con respecto a cada virtud, es muy sencilla: ¿Qué he hecho esta semana para crecer en esta virtud?

En el frente externo debemos considerar cuál es nuestro papel en el servicio ante la sociedad, ante la Iglesia y particularmente ante las personas necesitadas.

Con respecto a la sociedad, se espera que seamos buenos ciudadanos y además personas que buscan la excelencia; personas que respetan a otros y que también saben hacer valer sus propias convicciones. Con respecto a la Iglesia lo más importante es fortalecer nuestro sentido de pertenencia con la oración constante por nuestros legítimos pastores y también con un lenguaje que invite siempre a la unidad y que no estimule la división. En cuanto a los necesitados, debemos recordar con frecuencia que el egoísmo es como el monóxido de carbono: uno no se da cuenta de que lo está envenenando y se está adueñando de uno. Por eso debemos luchar activamente para vencer el egoísmo preguntándonos con frecuencia cuáles son aquellas personas a las que hemos servido sin otro interés que hacerles el bien que más necesitaban.

En el frente comunitario hay tres cosas que debemos tener en cuenta: el dinero, los afectos y el poder.

Con respecto al dinero, debemos recordar que todos somos responsables de la solidez económica de las obras de la iglesia y no debemos delegar esta responsabilidad sólo en unas pocas personas. En cuanto a los afectos, hay dos casos que hay que considerar. Con respecto a las relaciones de pareja debe haber claridad, pureza, sentido de la presencia de Dios y gran respeto hacia todos, especialmente hacia la sagrada institución del matrimonio. Pero el mundo de los afectos tiene que ver también con las simpatías y las antipatías. Para no dejarnos llevar simplemente por nuestros gustos es necesario que aprendamos a tratar siempre de la mejor manera a todos y también es necesario que estemos dispuestos a trabajar con todos. En cuanto al poder, hay que evitar varios peligros: el autoritarismo, la anarquía, la manipulación de la autoridad y la murmuración. Si estamos atentos a evitar estos males podremos cultivar grandes bienes que Dios promete para su pueblo, y la bendición del Señor será abundante entre nosotros.

Así suena el himno de la JMJ de Panamá 2019

“«He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra», con este versículo del Evangelio de San Lucas (1, 38), inicia el Himno Oficial de la 34° Jornada Mundial de la Juventud (JMJ), Panamá 2019, que se celebrará entre el 22 y el 27 de enero. Himno que fue presentado este 3 de julio en la capital de esta ciudad centroamericana. Un canto que tiene ritmos característicos de la cultura panameña y hace referencia al lema elegido por el Papa Francisco para la JMJ, Panamá 2019…”

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LA GRACIA del Viernes 13 de Abril de 2018

Jesucristo nos muestra poco a poco la diferencia entre una religión que simplemente resuelve las cosas de la tierra y otra religión que se abre a la gloria del cielo.

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ROSARIO de las Semanas 20180411

#RosarioFrayNelson para el Miércoles:
Contemplamos los Misterios de la Infancia de Jesús

Usamos esta versión de las oraciones.

  1. En el primer misterio de la infancia contemplamos la Anunciación a María Santísima y la Encarnación del Hijo de Dios.
  2. En el segundo misterio de la infancia contemplamos la visita de la Virgen Madre a su pariente Isabel.
  3. En el tercer misterio de la infancia contemplamos el sufrimiento que pasó San José, y la fe amorosa que tuvo.
  4. En el cuarto misterio de la infancia contemplamos el Nacimiento del Hijo de Dios en el humilde portal de Belén.
  5. En el quinto misterio de la infancia contemplamos la Epifanía: Jesús es luz para las naciones, y así es adorado por unos magos venidos de Oriente.
  6. En el sexto misterio de la infancia contemplamos la Presentación del Niño Jesús en el templo de Jerusalén.
  7. En el séptimo misterio de la infancia contemplamos a Jesús Niño en el templo, ocupado de las cosas de su Padre del Cielo.

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Perfil de un obispo

«No es nuestro el tiempo»

Su apasionado amor pastoral le llevaba a una entrega tan total que excluía todo descanso. Ni se le pasó por la mente tomar nunca vacaciones, por cortas que fueran. Y nunca viajó a España, aunque asuntos muy graves lo hubieran justificado a veces. Prefería enviar un delegado en su nombre. El sabía aquello de San Pablo, «el tiempo es corto» (1Cor 7,29).

Y no se le ocurría invertir una semana o un día o medio en visitas de cumplido, en conmemoraciones, bodas de plata, oro o diamante, inauguraciones diversas o fiestucas piadosas. Incluso para ordenar obispos suyos sufragáneos, estando de visita pastoral en lugares alejados de Lima, hacía llegar al presbítero electo a donde él estaba; así lo hizo, por ejemplo, con fray Luis López, a quien consagró como obispo de Quito. El tenía claro que «no es nuestro el tiempo».

La Providencia divina le hizo superar muchos peligros graves. Contaremos sólo un par de ejemplos. Una vez, queriendo llegar a Taquilpón, anejo a la doctrina de Macate, había de atravesar el río Santa, que estaba en crecida impetuosa. Allí no servían ni balsas de enea, ni flotadores de calabazas, ni los demás trucos habituales. Allí hubo que tender un cable de lado a lado, bien tenso entre dos postes, y atado el cuerpo del arzobispo con unas cuerdas y suspendido así del cable, fueron tirando de él desde la orilla contraria, con el estruendo vertiginoso del potente río a sus pies. Y una vez cumplida y bien cumplida su misión pastoral, con visita y muchas confirmaciones, otra vez la misma operación a la inversa.

En otra ocasión, bajando de las montañas, descendía a caballo una cuesta larguísima, «de más de cuatro leguas», La Cacallada, que le decían los indios, la pedregosa. Ya a oscuro, les pilló el estallido de una tormenta andina, con fragor de truenos, ecos redoblados, lluvia, oscuridad, estruendo. El arzobispo, acompañado de su criado Diego de Rojas, iba adelante, con tenacidad obstinada, y Diego se maravillaba «viendo la paciencia y contento con que el dicho señor arzobispo iba animando a los demás». A pesar de sus voces, se iba dispersando el grupo, todos a ciegas, «se fueron todos quedando, unos caídos y otros derrumbados con sus caballos». A una de éstas, el arzobispo se vió descalabrado en una caída aparatosa, tan fuerte que al criado «se le quebró el corazón de ver al señor arzobispo echado, desmayado en el lodo, donde entendió muchas veces que pereciera». Acudieron algunos a sus gritos, y todos pensaron que Santo Toribio estaba muerto, «helado y hecho todo una sopa de agua». Pero cuando le levantaron, cobró conocimiento y algo de ánimo, y sostenido por los compañeros, descalzo -había perdido las botas hundidas en el barro-, retomó la subida, desmayándose varias veces por el camino. Cesó la tormenta, asomó la luna de parte de Dios, y allí divisaron un tambo, al que llegaron como pudieron. No había nadie. Sólo había silencio y soledad, noche y frío. Tumbado el arzobispo, helado, exangüe, quedó como muerto. Cuando así le vio su paje Sancho Dávila «se hartó de llorar al verlo de aquella suerte». Todos le daban por perdido, pero a él, a Sanchico, se le ocurrió sacar la lana de una almohada, y calentándola a la lumbre, frotar y calentar con ella al arzobispo, hasta que logró que volviera en sí. Ya de día comenzaron a llegar algunos indios, y el Santo se encontraba de nuevo dispuesto a todo. Celebró la misa, predicó en lengua indígena «con tanto fervor y agradable cara como si por él no hubiera pasado cosa alguna». Allí dejó, en aquellas desolaciones de montaña, dos doctrinas que integraron a 600 indios.

Mogrovejo, como Zumárraga, era un ministro apasionado de la confirmación sacramental. Su capellán Diego de Morales cuenta que, acompañándole él en la visita de 1598 y 1599, con Juan de Cepeda, capellán también, y el negro Domingo, se les hizo la noche a orillas de un río muy caudaloso. Como no tenían más que un pan, el arzobispo lo dividió en cuatro, y así cenaron. Rezó el breviario, paseó un poco, y se acostó a dormir en el suelo, con la silla de la mula como cabezal. Al poco rato, se inició «un aguacero muy terrible», que duró hasta el amanecer, y él «no tuvo otro reparo más que taparse con el caparazón de la silla».

Muy de mañana, en ayunas, emprendieron la marcha a pie, y el arzobispo iba rezando las Horas mientras subían una gran cuesta. Y «como había pasado tan mala noche, se sintió fatigado», y hubieron de ofrecerle un bastón, pero él «no le quiso admitir hasta que pagaron a un indio, cuyo era, cuatro reales por él, y entonces le tomó». Llegó por fin, «sudando y fatigado del camino», a la doctrina que llevaba el dominico fray Melchor de Monzón. Allí fue a la iglesia, hizo oración, predicó a los indios en la misa, y estuvo confirmando hasta las dos del mediodía. Cuando se sentó a comer eran ya las tres, y estaba «bien cansado y trabajado».

Entonces se le ocurrió preguntar al padre doctrinero si faltaba alguno por confirmar. Tras algunas evasivas de éste, el arzobispo le exigió la verdad, y el padre hubo de decirle que a un cuarto de legua, en un huaico, había un indio enfermo. El arzobispo «se levantó de la mesa» y se fue allá con el capellán Cepeda. El indio estaba en un altillo, «que si no era con una escalera, no pudieran subir». Le animó y le confirmó con toda solemnidad, como si hubiera «un millón de personas». Regresó después, a las seis de la tarde, y se sentó a comer…

Bien podían quererle los indios, que «no le saben otro nombre más que Padre santo». Cuando el señor arzobispo, una vez celebrada la misa en el claro del bosque, o junto al río fragoroso, o en una capilla perdida en las alturas andinas, bajo el vuelo circular de los cóndores, se despedía de los indios y después de bendecirlos se iba alejando, «lloraban con muchas veras su partida como si se les ausentase su verdadero padre». Y es que realmente lo era: «aunque tengáis diez mil pedagogos en Cristo, pero no muchos padres, que quien os engendró en Cristo por el Evangelio fui yo» (1Cor 4,15).

«Confirmó más de ochocientas mil almas», afirma su sobrino clérigo, Luis de Quiñones, ateniéndose a los registros. Hizo más de medio millón de bautismos. Anduvo 40.000 kilómetros… A veces la cantidad es tan enorme que se trasforma en calidad, en dato cualitativo. Bien pudo decir quien llegó a ser su fiel capellán, Sancho Dávila: «Conoció este testigo que el amor de verdadero pastor y gran santidad de dicho señor arzobispo le hacía sufrir y hacer lo que… ni persona particular pudiera hacer».

Considerando estas enormidades -más allá de la norma- que produce la caridad pastoral extrema, no faltará alguno que se diga: «Qué cosas es necesario hacer para llegar a ser santo»… Pero el santo no es santo porque hace esas cosas, sino que hace esas cosas porque es santo.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.