Socialismo imperial
Crónicas antiguas hablan de una serie de Incas legendarios, pero propiamente el imperio incaico histórico dura un siglo, en el que se suceden cuatro Incas, o cinco si incluimos a Atahualpa. El primero de ellos es Titu-Manco-Capac, que con sus conquistas extendió mucho el imperio, y que fue llamado Pachacutec, el reformador del mundo (pacha, mundo; cutec, cambiado). Este gran Inca, a partir de 1438 -un siglo antes de la llegada de los españoles-, organiza por completo el imperio incaico con un criterio que podríamos llamar socialista.
En efecto, el imperio inca no debe sus formas a unas tradiciones seculares, que se van desarrollando naturalmente, por decirlo así, sino que se configura exactamente según una idea previa. El individuo, pieza anónima de una máquina muy compleja, queda absorbido en un Estado que le garantiza el pan y la seguridad, y una autoridad política absoluta, servida por innumerables funcionarios, hace llegar el intervencionismo gubernativo hasta las más nimias modalidades de la vida social.
Una parte de la tierra se dedica al culto religioso, otra parte es propiedad del Inca, y según explica el jesuita José de Acosta (1540-1600) «la tercera parte de tierra daba el Inca para la comunidad. De esta tercera parte ningún particular poseía cosa propia, ni jamás poseyeron los indios cosa propia, si no era por merced especial del Inca, y aquello no se podía enajenar, ni aun dividir entre dos herederos. Estas tierras de comunidad se repartían cada año, según era la familia, para lo cual había ya sus medidas determinadas» (Historia natural VI, 15).
La reconstrucción de Cuzco, por ejemplo, es una muestra muy significativa de este socialismo imperial. Pachacutec hace primero levantar un plano en relieve de la ciudad soñada, en seguida vacía de sus habitantes la ciudad real, y una vez reconstruída completamente, adjudica los lugares de residencia a cada familia de antiguos o nuevos habitantes, al mismo tiempo que prohibe a cualquier otro indio establecerse en la ciudad insigne. Éste es el planteamiento que el Inca sigue en el gobierno de todos los asuntos: elabora un plan, y dispone luego su aplicación práctica por medio de funcionarios, que al ostentar una delegación del poder divino, no pueden ser resistidos por el pueblo. De este modo el Inca reforma el calendario, impone el quechua, regula detalladamente la organización del trabajo, los modos de producción y el comercio, reforma el ejército, funda ciudades y templos, precisa el modo de vestir o de comer o el número de esposas que corresponde a cada uno según su grado en la escala social, sujeta todo a número y estadística, y consigue así que apenas sector alguno de la vida personal o comunitaria escape al control de la sagrada voluntad del Inca, el Hijo del Sol.
Por lo demás, siendo divino el Inca, la obediencia cívica adquiere una significación profundamente religiosa, pues toda resistencia a los decretos reales es un sacrilegio, no sólo un delito. Esta divinización del Inca fue creciente, y culminó con Huayna Capac -padre de Atahualpa-, que reinó casi hasta la entrada de los españoles. Según informa Acosta, este Inca «extendió su reino mucho más que todos sus antepasados juntos», y «fue adorado de los suyos por dios en vida», cosa que no se había hecho con los Incas anteriores. Y por cierto, cuando murió, en las solemnes celebraciones funerarias, «mataron mil personas de su casa, que le fuesen a servir en la otra vida» (Hist. natural VI,22).
Ambiente social
Los niños incas debían ser educados, ya desde su primera infancia, en la vida disciplinada que habían de llevar siendo adultos. Las madres no los tomaban nunca en brazos, les daban baños de agua fría, no les toleraban caprichos ni rebeldías, y quizá por motivo estético, les deformaban el cráneo, apretándolo entre dos planchas. El incesto era proscrito al pueblo con pena de muerte, pero en cambio, a partir de Tupac Inca Yupanqui, abuelo de Atahualpa, era obligado que el Inca se casara con una hermana carnal. A esta norma contraria a la naturaleza atribuye en parte el padre Acosta la caída del imperio incaico (Hist. natural VI,18).
A los hombres adultos se les asignaba el trabajo sin discusión, y también podían ser trasladados (mitimaes) según las conveniencias políticas o laborales. Como dice la profesora Concepción Bravo Guerreira, «el desplazamiento de familias, de ayllus completos o de grupos étnicos en masa, fue práctica común entre los incas» (en AV, Cultura y religión… 272). El ayllu, mucho más organizado que el calpulli azteca, era el clan que enmarcaba toda la vida familiar y laboral del individuo.
Las mujeres eran tratadas con cierta consideración -mejor que en otros pueblos integrados al imperio-, pero eran consideradas como bienes del Estado. Ciertos funcionarios las seleccionaban y distribuían, de manera que las nobles o las elegidas, instruídas en acllahuasi, eran entregadas como esposas a señores y curacas, o destinadas para vírgenes del Sol; y las otras, dadas como esposas o concubinas a hombres del pueblo o incluso a esclavos.
Éstos, los yanacunas, a diferencia de los servidores, no estaban registrados, ya que el Estado no los consideraba personas, sino cosas de sus dueños. A veces procedían de origen hereditario, y otras veces eran reclutados de los ayllus, y en ocasiones se trataba de prisioneros de guerra no sacrificados. Su número, para atender las necesidades políticas o productivas, fue creciendo al paso de los siglos.
Sobre este pueblo, y distante de él como corresponde al Sol, gobernaba con gran esplendor el Inca sagrado, rodeado de una panaca o ayllu real, es decir, de una gran corte de familiares y servidores -de Tupac Inca Yupanqui, sucesor de Pachacutec, se dice que tuvo ciento cincuenta hijos-, y auxiliado en las tareas políticas por un cuerpo aristocrático de orejones de sangre real -así llamados después por los españoles a causa de sus orejas, estiradas por adornos-, que extendían a las provincias la autoridad imperial por medio de una compleja red de curacas y funcionarios.
Orden implacable
La antigua legislación incaica establecía un régimen muy duro, que recuerda al azteca en no pocos aspectos. Podemos evocarla recordando algunos textos del indio cristiano Felipe Guamán Poma de Ayala, yarovilca por su padre e inca por su madre, nacido en 1534, el cual transmite, en su extraño español mezclado de quechua, muchas tradiciones orales andinas:
«Mandamos que no haiga ladrones en este reino, y que por la primera [vez], fuesen castigados a quinientos azotes, y por la segunda, que fuese apedreado y muerto, y que no entierren su cuerpo, sino que lo comiesen las zorras y cóndores» (Nueva crónica 187). El adulterio tiene pena de muerte (307), y también la fornicación puede tenerla: «doncellas y donceles» deben guardarse castos, pues si no el culpable es «colgado vivo de los cabellos de una peña llamada arauay [horca]. Allí penan hasta morir» (309). Está ordenado que quienes atentan contra el Inca o le traicionan «fuesen hechos tambor de [la piel de la] persona, de los huesos flauta, de los dientes y muelas gargantilla, y y de la cabeza mate de tener chicha» (187; +334). Esta pena es aplicada también a los prisioneros de guerra que no son perdonados a convertidos en yanacuna. El aborto es duramente castigado: «Mandamos la mujer que moviese a su hijo, que muriese, y si es hija, que le castiguen doscientos azotes y destierren a ellas… Mandamos que la mujer que fuese puta, que fuese colgada de los cabellos o de las manos en una peña y que le dejen allí morir»… (188).
Las normas del Inca, al ser sagradas, eran muy estrictas, y estaban urgidas por un régimen penal extraordinariamente severo. Además de las penas ya aludidas, existían otras también terribles, como el «zancay debajo de la tierra, hecho bóveda muy oscura, y dentro serpientes, culebras ponzoñosas, animales de leones y tigre, oso, zorra, perros, gatos de monte, buitre, águila, lechuzas, sapo, lagartos. De estos animales tenía muy muchos para castigar a los bellacos y malhechores delincuentes». Allí eran arrojados «para que les comiesen vivos», y si alguno, «por milagro de Dios», sobrevivía a los dos días, entonces era liberado y recibía del Inca honras y privilegios. «Con este miedo no se alzaba la tierra, pues había señores descendientes de los reyes antiguos que eran más que el Inca. Con este miedo callaban» (303).
Al parecer, el imperio de los incas, férreamente sujetado con normas y castigos, consiguió reducir el índice de delincuencia a un mínimo: «Y así andaba la tierra muy justa con temoridad de justicia y castigos y buenos ejemplos. Con esto parece que eran obedientes a la justicia y al Inca, y no había matadores ni pleitos ni mentiras ni peticiones ni proculadrones ni protector ni curador interesado ni ladrón, sino todo verdad y buena justicia y ley» (307). Guamán, sin poder evitarlo, recuerda aquellos tiempos, que él no conoció directamente, con una cierta nostalgia…
Artes y ciencias
La arquitectura de los incas, realizada con una gran perfección técnica, apenas tiene concesiones al adorno decorativo, y se caracteriza por la sobria simplicidad de líneas, la solidez imponente y la proporción armoniosa. Esta misma tendencia a la simetría de un orden elegante se aprecia en la cerámica, de adornos normalmente geométricos. La orfebrería llegó a niveles supremos de técnica, belleza y refinamiento. Los instrumentos musicales más usuales, en los que sonaban melancólicas melodías, fueron silbatos y ocarinas, cascabeles y tambores, y sobre todo las flautas, muy perfectas. Los incas no conocieron la escritura, pero sí alcanzaron notables expresiones en canto, poesía y leyendas de tradición oral.
En el campo científico permanecieron los incas en un nivel bastante rudimentario, y casi siempre práctico. Empleaban el sistema decimal en cuentas y estadísticas, hábilmente llevadas en los quipos, cuerdas con nudos. Sus conocimientos astronómicos eran considerables, pero muy inferiores a los de los aztecas. Conocían el círculo, comenzando por la imagen del Sol, pero no alcanzaron a aplicarlo ni a la rueda ni al torno, ni a bóvedas ni a columnas. Sin estos medios fundamentales, hicieron los incas, sin embargo, notables obras de caminos y puentes, canales y terrazas de cultivo. En la organización de la ganadería -llamas y alpacas, principalmente-, alcanzaron un desarrollo importantee, y también en el de la agricultura, aunque no conocieran el arado.
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.