Mediado el año, recibió fray Junípero una noticia muy dura. El obispo fray Antonio de los Reyes pensaba ahora entregar a los dominicos las misiones de la alta California, aquellas fundaciones que habían costado a los franciscanos trabajo y sangre durante años.
Fray Junípero estimó injusta e inconveniente la medida, y así lo manifestó con todo respeto; sin embargo, si era preciso beber cáliz tan amargo, la obediencia era en él una actitud absoluta, incondicional: «Así se hará con el favor de Dios, por mi parte, y procuraré lo hagan todos». En todo caso, sea cual fuera la solución final, las misiones debían seguir siendo atendidas con la mayor solicitud: «aunque sepan cierto que nos han de echar… y mientras hacemos la cosa, hagámosla bien».
Fray Junípero, en este tiempo, seguía en Monterrey su vida misionera con los indios, con una alegría y dedicación que hacían suponer, como pensó Palou al visitarle, una salud mejorada. Pero un soldado que conocía al padre hacía años le hizo pensar de otro modo: «Padre, no hay que fiar; él está malo. Este santo Padre, en hablar de rezar y cantar, siempre está bueno, pero se va acabando». El 22 de agosto el San Carlos ancló en el puerto, y su cirujano se apresuró a visitar al padre Serra, que le dejó aplicar sus remedios, sin hacer mayor caso de ellos ni quejarse.
El 26 pidió que todo el día le dejasen a solas en recogimiento, y por la noche repitió su confesión general. El 27 todavía rezó el Oficio Divino, y para recibir el viático, no quiso permitir que Jesús viniera a él, sino que insistió en ir él a su encuentro. Sostenido por los suyos, se llegó como pudo a la iglesia, y allí cantó el Tantum ergo como si estuviera sano, y recibió al Señor de manos del padre Palou, retirándose después todo el día en oración silenciosa. Por la noche, recibió la unción de los enfermos, sentado en una silla de cañas, de las que hacían los indios, y rezó con sus frailes los salmos penitenciales y las Letanías de los santos. En estos días últimos, fray Junípero mantenía siempre entre sus manos una cruz de madera, de un tercio de vara, la que había llevado siempre consigo en sus viajes misionales. Como Cristo, quiso pasar de esta vida a la otra agarrado a la cruz.
El día 28, después de prometer al padre Palou que si Dios, por su misericordia, le concedía llegar al cielo, desde él había de pedir mucho por los religiosos y los indios que dejaba en las misiones, quedó tranquilo, pero poco después le pidió que rociase la celda con agua bendita: «Mucho miedo me ha entrado, mucho miedo tengo, léame la recomendación del alma, y que sea en alta voz, que yo la oiga». Sentado en la silla de cañas, él fue contestando con toda devoción la oración que rezaban el padre Palou, fray Matías Noriega, el cirujano y la oficialidad del San Carlos.
Al final dijo: «Gracias a Dios, gracias a Dios, ya se me quitó totalmente el miedo; gracias a Dios ya no hay miedo, y así vamos fuera». Salieron todos, volvió él a su libro de rezos, tomó una taza de caldo, y al mediodía, después de decirle al padre Palou: «Y ahora vamos a descansar», se retiró a su celda, y vestido con su sayal franciscano, se tumbó sobre las tablas de su catre, cubriéndose con una manta, abrazado a su cruz. Así se durmió en el Señor.
Fray Junípero Serra, a los setenta años y nueve meses de edad, después de casi cincuenta y cuatro años de franciscano, y treinta y cinco años de misionero, habiendo fundado nueve misiones, bautizado más de siete mil indios, y viajado unos nueve mil kilómetros, muchísimos de ellos a pie, consumó santamente la ofrenda de su vida en Monterrey, con toda humildad. Sus pobres sandalias gastadas, el cilicio de cerdas que solía usar, su escasa ropa, que fue partida en trozos, todo fue distribuído estimándolo como reliquias de un santo, aunque el padre Palou recurrió al truco de decir que aquello era «escapulario y cordón de Nuestro Padre San Francisco».
En los funerales solemnes, mientras las campanas sonaban tristemente, un cañón del buque disparaba cada media hora una salva en su honor, y el cañón del fuerte contestaba con otra. Los religiosos de las misiones vecinas, todos los españoles y unos seiscientos indios, asistían emocionados a la despedida de un santo fraile que en su palabra y en su vida les había manifestado a Jesucristo.
En 1948 se inició en Monterrey el proceso para la beatificación de fray Junípero, declarado venerable en 1958, y beatificado por Juan Pablo II el 25 de septiembre de 1988.
Y la historia sigue
Tras la muerte de fray Junípero Serra, la historia de las misiones por él fundadas está marcada por la evolución general de los acontecimientos políticos. La implantación progresiva de la revolución liberal en la mayoría de las naciones cristianas europeas, con las consiguientes persecuciones religiosas, afecta también a América, e incluso de un modo especial, pues las mismas contiendas de la Independencia, a pesar del indiscutible sentimiento católico de la inmensa mayoría de la población, radicalizan aún más la hostilidad antirreligiosa propia del liberalismo.
En México, concretamente, un gobierno liberal de fuerte connotación masónica decreta en 1827 la expulsión de todos los religiosos. Y el 2 de febrero 1848, tras una guerra lamentable, llena de complicidades políticas, México cede a los Estados Unidos por el Tratado de Guadalupe Hidalgo una enorme parte de su territorio nacional, la alta California, Nuevo México y Texas, vastas regiones en las que la presencia hispano-mexicana se había afirmado casi exclusivamente por las fundaciones misionales.
Por cierto que, unos días antes, el 29 de enero, en las ruinas del Desierto de los Leones, el general Scott y sus oficiales victoriosos fueron agasajados por un grupo del Ayuntamiento de México, encabezados por el alcalde, un liberal notorio. Estos patriotas pidieron a los norteamericanos que «no salieran de México sin destruir antes «la influencia del clero y del ejército», y aun hubo quien habló de la anexión nacional a los Estados Unidos» (Alvear Acevedo 258-259)…
El descubrimiento posterior del oro en Sierra Nevada, atrajo una avalancha de aventureros e inmigrantes, que acabó prácticamente con lo poco que quedaba de las misiones, deshaciendo cuanto se había hecho por la población indígena. Los indios, los que no fueron exterminados, se dispersaron y regresaron a su estado primitivo. Y California, concretamente, entró a formar parte en 1850 de los Estados Unidos de América.
Un siglo después de esas fechas, en estos últimos decenios, se produjo en los Estados Unidos una revalorización del legado hispánico, y se restauraron con gran cuidado aquellas históricas misiones franciscanas que, desde su humildad evangélica, dieron origen en la Costa Oeste a grandes ciudades, que hoy están en la vanguardia mundial tanto en técnica y riqueza, como en algunos vicios.
Pero la historia sigue, y «Dios reina sobre las naciones» (Sal 46,9). A pesar de la radical política laicista de los gobiernos de México, casi continua hasta hoy desde los tiempos de Juárez (1857-1872), nunca los hombres han podido desarraigar la fe que Dios allí sembró por los misioneros. Por el contrario, si hoy la fe tiene en México tanta vitalidad y pujanza es porque muchas generaciones, resistiendo tan prolongada persecución, la han afirmado en su vida, y también han sabido morir por ella, al grito de ¡Viva Cristo Rey!
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.