Beata Laura Montoya (1874-1949).-
La Madre Laura Montoya Upegui, estando en la Basílica de San Pedro en el mes de noviembre del año 1930, después de una viva oración eucarística, escribió:
“Sentí fuerte deseo de tener tres largas vidas: la una, para dedicarla a la adoración, la otra, para pasarla en las humillaciones, y la tercera, para las misiones.”
“Pero, al ofrecerle al Señor estos imposibles, me pareció demasiado poco una existencia para las misiones, y le ofrecí el deseo de tener un millón de vidas con el fin de sacrificarlas en aquellas misiones entre infieles! Mas, he quedado muy triste, y le he repetido mucho al Señor de mi alma esta saetilla: ¡Ay! ¡Que yo me muero al ver que nada soy y que te quiero!”
Esta gran mujer que así escribió, la Madre Laura Montoya, Maestra de misión en América Latina, Servidora de la verdad y de la luz del Evangelio, nació en Jericó, Antioquia, pequeña población colombiana, el 26 de Mayo de 1874 en el hogar de Juan de la Cruz Montoya y Dolores Upegui, una familia profundamente cristiana.
Recibió las aguas regeneradoras del bautismo cuatro horas después de su nacimiento. El sacerdote le dio el nombre de María Laura de Jesús. Dos años tenía Laura, cuando su padre fue asesinado en cruenta guerra fratricida por defender la religión y la patria.
Dejó a su esposa y sus tres hijos en orfandad y dura pobreza, a causa de la confiscación de los bienes por parte de sus enemigos. De labios de su madre, Laura aprendió a perdonar y a fortalecer su carácter con cristianos sentimientos.
Desde los primeros años, su vida fue de incomprensiones y dolores. Supo lo que es sufrir como pobre huérfana al mendigar cariño entre sus mismos familiares. Aceptando con amor el sacrificio, dominó las dificultades del camino.
La acción del Espíritu de Dios y la lectura espiritual, especialmente de la Sagrada Escritura, la llevaron por los senderos de la oración contemplativa, penitencia y el deseo de hacerse religiosa en el claustro carmelitano. Tenía sed de Dios y quería ir a Él “como bala de cañón ”.
Esta mujer admirable creció sin estudios, por las dificultades de pobreza e itinerancia a causa de su orfandad. Esta situación se prolongó hasta la edad de 16 años, cuando ingresó en la Normal de Institutoras de Medellín, para ser maestra elemental, y de esta manera, ganarse el sustento diario.
Sin embargo, llegó a ser una erudita en su tiempo, una pedagoga connotada, formadora de cristianas generaciones, escritora castiza de alto vuelo y sabroso estilo, mística profunda por su experiencia de oración contemplativa.
En 1914, apoyada por Monseñor Maximiliano Crespo, Obispo de Santa Fe de Antioquia, fundó una familia religiosa: Las Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Siena.
Esta obra religiosa rompió moldes y estructuras insuficientes para llevar a cabo su ideal misionero, según lo expresa en su autobiografía: “Necesitaba mujeres intrépidas, valientes, inflamadas en el amor de Dios, que pudieran asimilar su vida a la de los pobres habitantes de la selva, para levantarlos hacia Él”.
MAESTRA CATEQUISTA DE LOS INDIOS
Su profesión de maestra la llevó por varias poblaciones de Antioquia y luego al Colegio de La Inmaculada en Medellín. En su magisterio no se contentó con el saber humano, sino que expuso magistralmente la doctrina del Evangelio.
Formó con la palabra y el ejemplo el corazón de sus discípulas en el amor a la Eucaristía y en los valores cristianos. En un momento de su trayectoria como maestra, se sintió llamada a realizar lo que ella denominaba “la Obra de los indios”.
En 1907, estando en la población de Marinilla, escribió: “Me vi en Dios, y como que me arropaba con su paternidad, haciéndome madre de los infieles del modo más intenso. Me dolían como verdaderos hijos”.
Este fuego de amor la impulsó a un trabajo heroico al servicio de los indígenas de las selvas de América. Buscó recursos humanos, fomentó el celo misionero entre sus discípulas, escogió cinco compañeras, a quienes prendió el fuego apostólico de su propia alma.
Aceptando de antemano los sacrificios, humillaciones, pruebas y contradicciones que se ven venir, acompañadas por su madre Doloritas Upegui, el grupo de “Misioneras catequistas de los indios” salió de Medellín hacia Dabeiba el 5 de Mayo de 1914.
Partieron hacia lo desconocido para abrirse paso en la tupida selva. Iban, no con la fuerza de las armas, sino con la debilidad femenina apoyada en el Crucifijo y sostenida por un gran amor a María, la Madre y Maestra de esta Obra Misionera.
“Ella, la Señora Inmaculada, me atrajo de tal modo, que ya me es imposible pensar siquiera en que no sea Ella como el centro de mi vida”.
La celda carmelitana, objeto de sus ansias en el tiempo de su juventud, le pareció demasiado fría ante aquellas selvas pobladas de seres humanos sumidos en la infidelidad, pero amados tiernamente por Dios.
“Siento la suprema impotencia de mi nada y el supremo dolor de verte desconocido, como un peso que me agobia”.
Comprendió la dignidad humana y la vocación divina del indígena. Quiso insertarse en su cultura, vivir como ellos en pobreza, sencillez y humildad, para de esta manera derribar el muro de discriminación racial que mantenían algunos líderes civiles y religiosos de su tiempo.
La solidez de su virtud fue probada y purificada por la incomprensión y el desprecio de los que la rodeaban, por los prejuicios y las acusaciones de algunos prelados de la Iglesia.
Ellos no comprendieron en su momento, aquel estilo de ser “religiosas cabras”, según su expresión. Estaban llevadas por el anhelo de extender la fe y el conocimiento de Dios hasta los más remotos e inaccesibles lugares, brindando una catequesis vivencial del Evangelio.
La obra de Laura rompió esquemas, lanzando a la mujer como misionera en la vanguardia de la evangelización en América Latina.
El quemante “SITIO”, – Tengo sed- , de Cristo en la Cruz , la impulsó a saciar esta sed del Crucificado: ”¡Cuánta sed tengo! ¡Sed de saciar la vuestra Señor! Al comulgar nos hemos juntado dos sedientos, Vos, de la gloria de vuestro Padre y yo, de la de vuestro Corazón Eucarístico! Vos, de venir a mí, y yo, de ir a Vos.”
Mujer de avanzada, eligió como celda la selva enmarañada y como sagrario la naturaleza andina, los bosques y cañadas, la exhuberante vegetación en donde encontró a Dios.
Escribió a las Hermanas: ”No tienen Sagrario, pero tienen naturaleza. Aunque la presencia de Dios es distinta, en las dos partes está, y el amor debe saber buscarlo y hallarlo en donde quiera que se encuentre.”
Redactó para ellas las “Voces Místicas”, inspirada en la contemplación de la naturaleza, y otros libros, como “El Directorio” o “Guía de Perfección”, que ayudaban a las Hermanas a vivir en armonía entre la vida apostólica y la contemplativa.
“La Autobiografía” es su obra cumbre, libro de confidencias íntimas, experiencia de sus angustias, desolaciones e ideales, vibraciones de su alma al contacto con la divinidad, vivencias de su lucha titánica por llevar a cabo la vocación misionera.
Allí mostró su “pedagogía del amor”, pedagogía acomodada a la mente del indígena, que le permitió adentrarse en la cultura y el corazón del indio y del negro de nuestro continente.
La Madre Laura centró su eclesiología en el amor y la obediencia a la Iglesia. Vivió para ella, a quien amó entrañablemente. Para extender sus fronteras, no midió dificultades, sacrificios, humillaciones y calumnias.
Esta infatigable misionera pasó nueve años en silla de ruedas sin dejar su Apostolado de la palabra y de la pluma.
Después de una larga y penosa agonía, murió en Medellín el 21 de octubre de 1949. A su muerte, dejó extendida la Congregación de Misioneras en 90 casas distribuidas en tres países, con un número de 467 religiosas. Actualmente, las Misioneras trabajan en 19 países de América, África y Europa.
Por todo lo que vivió, hizo y significó la Madre Laura en su época, y por todo lo que seguirá significando para la sociedad, la Congregación y la Iglesia se llenan de alegría al ver concretizado y culminado su proceso de Beatificación.
Éste fue abierto el 4 de julio de 1963 en la Capilla de la Curia Arquidiocesana de Medellín, en la cual se nombró el tribunal eclesiástico para buscar diligentemente los escritos de la Sierva de Dios, Laura Montoya Upegui, instruir el proceso informativo sobre su fama de santidad, virtudes en general, y posibles milagros realizados por ella.
Hoy, este proceso que duró cuarenta años, ha llegado a su culminación, cuando en Roma un 7 de julio en la Sala Clementina, SS. Juan Pablo II, en presencia de los miembros de la Congregación para las Causas de los Santos y de los Postuladores de las respectivas causas, promulgó el decreto de Beatificación de la Madre Laura Montoya Upegui.
Fue beatificada por Juan Pablo II el 25 de abril de 2004.