Somos una familia católica integrada por mi esposo, Jaime Tinajero, beneficiado por el gran milagro que a continuación voy a relatar, yo misma, Albina Jaramillo, y nuestros hijos Yesia, Jaime y Violeta.
A principio de marzo de 2000, mi marido enfermó gravemente y hubo que ingresarlo de urgencia en el hospital.
Su sistema inmunológico estaba muy debilitado; padecía unos dolores muy fuertes que le obligaban a permanecer postrado en cama entre gritos y lamentos.
En el hospital le hicieron todo tipo de pruebas: tomografías, radiografías, análisis de sangre y la pertinente biopsia. Diagnostico: “Metástesis de cáncer en los huesos”.
Por más morfina que le administraban, tan sólo servía para calmarle el dolor durante tres o cuatro horas.
El médico, resignado, me dijo: “Señora, usted misma ve cómo está su marido; no podemos hacer ya nada más por él. Si tiene fe, rece”.
Me asustaba pensar que mi esposo, de 38 años, pudiera dejarme viuda con nuestra hija pequeña, Violeta, de sólo dos años.
Pero, tres meses después de su ingreso, la cruda realidad acrecentaba ese temor: mi marido ya apenas comía, al borde de la muerte.
Uno de esos días, mi hermano Pablo, fraile capuchino, me dijo que rezase la novena al Padre Pío con mucha fe. Me entregó una estampa, la cual coloque en el cabecera de la cama de mi marido. También me regaló una biografía titulada Padre Pío, místico y apóstol, que leí junto a mi esposo en aquellos interminables días. Ambos rezamos juntos la novena con gran fervor. Yo misma oraba sin cesar, en medio de mi propia desesperación e impotencia, consciente de que él empeoraba cada día.
Extenuada, tras más de tres meses acompañándole día y noche, le dije al Señor: “Si no quieres dejarle aquí, llévatelo; pero si decídes que permanezca con nosotros, aliviano. ¡Dios mío, yo he aprendido que Tú siempre escuchas cuando se te pide algo con fe! ¡Ayúdame, por favor, pero que no se haga mi voluntad sino la Tuya!”
Al mismo tiempo, imploraba al Padre Pío su intercesión. Me agarre fuertemente a él, pidiéndole que tuviste compasión. Hasta que a finales de julio, el cáncer desapareció sin dejar la menor huella en las pruebas que los médicos, incrédulos al principio, le repitieron una y otra vez.
Es un verdadero milagro, admitió finalmente el doctor, preguntándome a que santo mu había encomendado. Le dije, por supuesto, que al Padre Pío.
En junio de 2010, cuando redacto esta líneas, mi esposo sigue en pie, trabajando con absoluta normalidad. Su milagrosa curación nos ha servido para acercarnos más a Dios y dar testimonio de que, cuando algo se le pide con fe, por difícil que resulte, Él siempre nos escucha.
Nunca agradeceremos bastante al Padre Pío -San Pillito, como lo apodamos cariñosamente en familia- lo que ha hecho por nosotros, ni le daremos a conocer lo suficiente. Pero él sabe cuánto le amamos. El 23 de septiembre asistiremos de nuevo a Misa en su honor. ¡Gracias, Padre Pío!