De dónde viene el nombre California y cómo empezó a poblarse

Durante casi dos siglos, hasta fines del XVII, la isla o península de California se mantuvo ajena a México, apenas conocida, y desde luego inconquistable. Hernán Cortés fue el descubridor de California, así llamada por primera vez en 1552 por el historiador Francisco López de Gómara, capellán de Cortés.

Dos expediciones organizadas por Cortés, otra conducida por él mismo en 1535, y una cuarta en la que confió el mando a Francisco de Ulloa, sirvieron para descubrir California, pero se mostraron incapaces de poblarla. Aquella era tierra inhabitable (calida fornax, horno ardiente), áspera y estéril, en la que no podían mantenerse los pobladores, que a los meses se veían obligados a regresar a México. El Virrey Mendoza intentó de nuevo su conquista, y después Pedro de Alvarado y Juan Rodríguez Cabrillo. Felipe II, ante el peligro que corría California a causa del pirata Drake, mandó poblar aquella región. Sebastián Vizcaíno fundó entonces el puerto de la Paz, pero en 1596 hubo que desistir de la empresa una vez más. Felipe III da la misma orden, Vizcaíno funda Monterrey, y regresa con las manos vacías en 1603. Años después, en 1615, se da licencia al capitán Juan Iturbi, sin resultados. Ortega, Carboneli y otros fracasaron igualmente en los años siguientes. El impulso que parecía decisivo para poblar California fue conducido, con grandes medios, por el almirante Pedro Portal de Casanate en 1648, pero también sin éxito.

Carlos II, en fin, ordena un nuevo intento, y en 1683 parten dos naves conducidas por al almirante Atondo, y en ellas van el padre Kino y dos jesuitas más. Pero tras año y medio de trabajos y misiones, se ven obligados todos a abandonar California. Fue entonces cuando una junta muy competente reunida en México por el Virrey, después de 20 expediciones marítimas realizadas en casi dos siglos, declaró que California era inconquistable.

California

El padre Baegert, que sirvió 17 años en la misión de San Luis Gonzaga, dice que California «es una extensa roca que emerge del agua, cubierta de inmensos zarzales, y donde no hay praderas, ni montes, ni sombras, ni ríos, ni lluvias» (+Trueba, Ensanchadores 16). En realidad existían en la península de California algunas regiones en las que había tierra cultivable, pero con frecuencia sin agua, y donde había agua, faltaba tierra… Por eso hasta fines del XVII la exploración de California se hacía normalmente en barco, costeando el litoral. Las travesías por tierra a pie o a caballo, con aquel calor ardiente, sin sombras y con grave escasez de agua, resultaban apenas soportables.

Los californios

Los indios californios eran nómadas, dormían sobre el suelo, y casi nunca tres noches en el mismo lugar. Andaban desnudos, las mujeres con una especie de cinturón, y no tenían construcciones. Su alimentación era un prodigio de supervivencia: comían raíces, semillitas que juntaban, algo de pescado o de carne -grillos, orugas, murciélagos, serpientes, ratones, lagartijas, etc.-, e incluso ciertas materias, como maderas tiernas o cuero curtido.

El padre Baegert cuenta que una vez vió cómo un anciano indio ciego despedazaba entre dos piedras un zapato viejo, y comía laboriosamente luego los trozos duros y rasposos del cuero. Echaban al fuego la carne o pescado que conseguían, sacándolo luego y comiéndolo «sin despellejar el ratón, ni destripar la rata, ni lavar los intestinos del ganado».

Más aún, cuenta que en la época de las pitayas, que contienen gran cantidad de pequeñas semillas que el hombre evacúa intactas, los indios juntaban los excrementos, recogían de ellos las semillas, las tostaban y molían, y se las comían. Los españoles apelaban esta operación segunda cosecha o de repaso (Ensanchadores 21). Quizá fue en estos indios en los que se inspiró Juan Jacobo Rousseau (1712-1778) para elaborar el mito del Buen salvaje y de la idílica vida primitiva, en plena comunión con la naturaleza…

Los californios tenían tantas mujeres como podían, en ocasión tomadas de entre sus propias hijas. No tenían organización política o religiosa, y según fueran guaicuras, pericúes, cochimíes u otros, hablaban diversos idiomas. Eran unos cuarenta mil indios en toda la península, normalmente sucios, torpes y holgazanes.

Siendo así la tierra y siendo así los indios, nada justificaba los gastos y esfuerzos enormes que serían necesarios para poblar y civilizar California, empresa que, por lo demás, se mostraba imposible. Aquella tierra presentaba un rostro tan duro y miserable que sólamente los misioneros cristianos podían buscarla y amarla, pues ellos no buscaban sino la gloria de Dios y el bien temporal y eterno de los indios.

En efecto, los jesuitas, en 1697, entraron allí para servir a Cristo en sus hermanos más pequeños: «Lo que hicisteis con alguno de estos mis más pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Y cuando fueron expulsados en 1767, tenían ya 12.000 indios reunidos en 18 centros misionales.

El padre Juan María Salvatierra (1644-1717)

El apóstol primero y principal de California fue el jesuita Juan María Salvatierra, nacido en Milán, de familia noble, en 1644. Llegó a México a los 30 años de edad, en 1675, con otros miembros de la Compañía. A partir de 1680, hizo durante diez años una gran labor misionera en Chínipas. En 1690 fue nombrado Visitador, y al año siguiente visitó la misiones de Sonora, donde habló de California largamente con el padre Kino. Desde entonces el padre Salvatierra hizo cuanto pudo para que se intentase de nuevo la evangelización de California, y siguiendo una inspiración del venerado misionero padre Zappa, hizo pintar el tránsito de la Casa de la Virgen de Loreto por los aires, con los indios californios en actitud de espera y acogida.

Por fin, en 1697 consiguió Salvatierra licencia real para intentar la evangelización de California, con la condición de no hacer gasto alguno a costa de la Real Hacienda, y de tomar posesión de aquellas tierras en nombre de la Corona. A los misioneros se les concedió como escolta un pequeño número de soldados, que habían de ser mantenidos por la propia misión. El padre Kino, retenido a última hora en la Pimería, no pudo acompañar a Salvatierra, que partió con el padre Francisco María Píccolo, misionero doce años en la Tarahumara.

Señalemos una vez más que en esta misión de California, como en tantas otras, hubo laicos cristianos que con su celo apostólico hicieron posible la empresa, suministrando a fondo perdido los medios económicos necesarios. Alonso Dávalos, conde de Miravalles, y Mateo Fernández de la Cruz, marqués de Buena Vista, juntaron con otros 17.000 pesos. El vecino de Querétaro, don Juan Caballero de Ozio, contribuyó con 20.000; la Congregación de los Dolores, de México, con 10.000; y don Pedro Gil de la Sierpe, tesorero de Acapulco, ofreció una lancha grande y una galeota de transporte (Ensanchadores 28). Más adelante ayudó también el marqués de Villa Puente, «cuyos cofres siempre estaban abiertos para la misiones de California y China» (50).

Después del fracaso de veinte expediciones civiles o militares, a veces muy potentes, la armada del Señor que había de hacer la conquista espiritual de California estaba compuesta por dos jesuitas, cinco soldados con su cabo, y tres indios, de Sinaloa, Sonora y Guadalajara, más treinta vacas, once caballos, diez ovejas y cuatro cerdos -que, por cierto, hubieron éstos de ser sacrificados, pues inspiraban a los indios un terror invencible-.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.