Conozca más sobre el heroísmo de los antiguos jesuitas en México

Más violencias y martirios

Hacia 1682 el número de bautizados de la Tarahumara -que en la visita del padre Zapata, en 1678, apenas llegaba a 5.000-, era ya de 14.000. Ratkay, concretamente, en Carichic, estaba haciendo un admirable trabajo misionero, pero en 1683 cayó enfermo y murió. En 1685 el padre Guadalajara pudo abrir por fin el deseado colegio de la Compañía en Parral. Por esos años se construyeron hermosas iglesias, y puede decirse que en el decenio 1680-1690 «la Misión de la Alta Tarahumara [la más difícil de las dos] se había asentado bastante bien en la vida cristiana y en la civilización española» (Dunne 249).

En 1690 grupos de indios conchos alzados cayeron sobre la misión de Yepómera, mataron al jesuita Juan Ortiz Foronda y a dos españoles, y cometieron toda clase de estragos. Se les unieron tarahumares, y más tarde jovas, de modo que tres pueblos del noroeste quedaron en pie de guerra. Poco después el padre Manuel Sánchez, que estaba al cuidado de Tutuaca, fue también asesinado. Controlada la rebelión por las armas, de nuevo los misioneros volvieron a sus puestos… a esperar, evangelizando y civilizando, el próximo estallido de violencia. El padre Neuman fue nombrado entonces superior de toda la Alta Tarahumara.

La próxima rebelión fue la de 1697, causada ésta, una vez más, por instigación de los indios tobosos. A éstos los describía así el padre Neuman:

«Viven como bestias salvajes. Van completamente desnudos, pintan su rostro de un modo horrible, de modo que parecen más demonios que hombres; sus únicas armas son arcos y flechas envenenadas… Comen la carne humana y beben la sangre. No tienen un lugar fijo para vivir; casi cada día cambian de residencia con el objeto de no ser descubiertos. Algunas veces corren unas veinte leguas en veinticuatro horas, porque con su agilidad para trepar por las montañas y su velocidad en la carrera parecen cabras o venados. Invaden los caminos, atacan a los viajeros y con sus gritos salvajes llegan a espantar a las mulas y a los caballos».

Muchos indios, incluso los más cristianos, seguían siendo vulnerables a las mentiras de los hechiceros y a la solidaridad con los caciques alzados de su propia raza, de tal modo que llegó un momento en que estos alzamientos iniciados por tobosos y tarahumares prendió también en tribus de guazapares y de pimas.

Como otras veces, también en esta ocasión hubo numerosos indios que fueron leales a la autoridad española, y que ayudaron a los soldados a sofocar la rebelión, ya apagada a mediados de 1698. El padre Neuman, por ejemplo, hizo saber que «ni siquiera la mitad de toda la Tarahumara había tomado parte en la rebelión y que veinticuatro pueblos habían permanecido por completo al margen de ella» (Dunne 269).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.