Los misioneros jesuitas habían recibido avisos del alzamiento que se preparaba entre los tepehuanes, pero no quisieron desamparar la Misión, y permanecieron en sus puestos. El padre Andrés Tutino, que misionaba a los acaxees, cuando supo de la rebelión, decía en una carta: «Doy infinitas gracias a Dios por hallarme en tal ocasión, que nunca he dado por tan bien empleada mi venida a las Indias como en este tiempo».
El gobernador don Gaspar de Alvear salió en busca de los alzados, pero inútilmente, pues se habían refugiado y dispersado por los montes. Por otra parte, para tan extensas regiones conquistadas pacíficamente por los misioneros apenas había soldados de escolta, de tal modo que el gobernador, para esta expedición de castigo, no pudo reunir más que a 120 indios amigos y a diez soldados españoles. Del temple cristiano de algunos de estos soldados dan idea estas palabras, escritas por el capitán Juárez durante la rebelión de los indios:
«El padre Andrés Gonzáles y yo estamos en este pueblo de las Vegas esperando cada noche la muerte: porque aunque estos indios entre quienes ando muestran alguna quietud por ahora, como la doctrina del falso dios de los tepeguanes les ha prometido su favor, no sabemos lo que durará esta quietud. A la mira estamos de lo que sucediere; y si la santísima voluntad de Nuestro Señor es que muramos en esta ocasión, nunca mejor empleada la vida; sírvase su divina Majestad con ella y con la pronta voluntad de morir por su santa fe, como han muerto nuestros Padres» (+Cabalgata 88).
Recuperados los cuerpos de los misioneros mártires, el gobernador formó un cortejo que los llevó solemnemente a la capital de la Nueva Vizcaya, Durango. Los soldados delante, a caballo; a los lados 300 indios, en dos hileras, los más a caballo con arcos y flechas; detrás las mulas con los restos de los mártires, que fueron sepultados en la iglesia de la Compañía.
Restauración
Los indios fugitivos, ahuyentados de todas partes, llegaron a desencantarse de las falsas esperanzas dadas por los hechiceros de sus falsos dioses. Y el padre Andrés López, el único jesuita superviviente, consiguió que se les ofreciera la paz y el perdón. Una india anciana y coja, con un papel escrito y el Breviario del padre, fue buscando a los indios culpables, y volvió con muchos de ellos. El padre José de Lomas, que sabía el tepehuano, fue enviado con el padre López para restaurar la misión. Él lo cuenta en una carta:
«Llegué a este pueblo de Papasquiaro a 8 de este mes de febrero de 1618, donde con notables muestras de alegría y gusto me recibieron como a su mismo padre, aunque hallé todo aquello destruido, la iglesia destechada y quemada… Luego que llegué llevé conmigo toda la gente a la cruz del patio de la iglesia, que había sido ultrajada; allí cantamos las oraciones de la doctrina cristiana, continuando lo mismo todos los días… El juicio que puede echar de estos tepeguanes es que están bien escarmentados, pero no reducidos todos a nuestra santa fe» (+Cabalgata 94).
Llegaron más misioneros, y Guanaceví, Papasquiaro y la Sauceda volvieron a poblarse con más indios y españoles que antes. San Simón, que había sido pueblo muy pequeño, se hizo uno de los más grandes. En Zape se formó una gran población, y allí, en 1618, se entronizó, con gran devoción, la Virgen de los mártires. Con todo esto, la nación tepehuana mejoró en cristiandad, y se mantuvo en paz gracias a la sangre de Cristo, vertida por sus mártires jesuitas.
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.