Sigue la misión
Los tres jesuitas restantes no se desalentaron, y continuaron adelante con la obra misionera, para la que llegaron también los padres Méndez, Santarén, del que más tarde hablaremos, y Hernando de Villafañe, paisano y compañero del padre Tapia, que fue treinta años apóstol de los guazaves. Por otra parte, a partir de 1599 la misión de Sinaloa se vio muy ayudada por la presencia del capitán Diego Martínez de Hurdaide, muy bueno con los indios pacíficos y hábil luchador contra los alzados.
En sólo treinta años, no habiendo más que 46 soldados españoles en un fuerte, unos pocos jesuitas conquistaron pacíficamente para Dios y para México la región de Sinaloa. Allí pacificaron tribus, evangelizaron y enseñaron artes agrícolas y ganaderas, organizando pueblos cristianos que aún hoy subsisten. El esfuerzo que costó tan gran obra se refleja en un escrito del padre Miguel Godínez, uno de los misioneros jesuitas:
«Muchos años me ocupó la obediencia en este ministerio de la conversión de los gentiles, en una provincia llamada Sinaloa. Siendo la tierra sumamente caliente, caminaban los misioneros a todas horas del día y de la noche, acompañados de bárbaros desnudos, rodeados de fieras, durmiendo en despoblados. La tierra, las más veces, sirve de cama, la sombra de un árbol de casa, la comida un poco de maíz tostado o cocido, la bebida el agua del arroyo que se topa, los vestidos eran rotos, bastos, remendados. Pan, carnero, frutas y conservas jamás se veían sino en los libros escritos. La vida siempre vendida entre hechiceros que, con pacto que tenían con el demonio, nos hacían cruda guerra.
«A dos religiosos, compañeros míos, flecharon e hirieron, y yo dos veces escapé por los montes, aunque mataron a un mozo mío. Andaban aquellos primeros Padres rotos, despedazados, hambrientos, tristes, cansados, perseguidos, pasando a nado los ríos más crecidos, a pie montes bien ásperos y encumbrados, por los bosques, valles, brezos, riscos y quebradas, faltando muchas veces lo necesario para la vida humana, cargados de achaques, sin médicos, medicina, regalos ni amigos y, con todos estos trabajos, se servía muy bien a Dios y se convertían muchos infieles.
«Cuando nos juntábamos una vez al año, en la cabecera, donde estaba el Superior, para darle cuenta del número de bautizados y sucesos más notables que nos acontecían, ningún año en mi tiempo bajaba el número de los bautizados de 5.000 y algunos subió a 10.000, y en el año de 1624 quedaban en toda la provincia bautizados arriba de 82.000, y después pasaron a 120.000. Verdad que después entraron unas pestilencias que mataban millares de ellos, y nosotros trabajábamos sumamente con los apestados» (Cabalgata 32,35).
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.