Rasgos de un enamorado de Dios

Consolador y apóstol

El Beato Pedro, por otra parte, no limitó su caridad al cuidado de los cuerpos enfermos, sino que desempeñó siempre un ministerio de consolación muy singular, ayudando a sanar, con el amor de Cristo, los corazones heridos y afligidos. En aquellas noches cálidas y estrelladas de Guatemala, era una costumbre muy personal del Hermano Pedro salir a callejear por la ciudad en busca de pecadores o desgraciados. Mientras tocaba una campanilla, lanzaba su pregón: «¡Un padrenuestro y un avemaría por las benditas ánimas del purgatorio y por los que están en pecado mortal!»; y añadía como cantilena: «Acordaos, hermanos, / que un alma tenemos, / y si la perdemos, / no la recobramos»…

En este extraño ministerio el Hermano Pedro dio, por la gracia de Cristo, frutos muy notables. Una vez halló en la noche una prostituta, y él le dijo sólamente: «Lástima os tengo». Eso bastó para que ella rompiera a llorar con amargura, marchara a su casa y dejara su mala vida. La humildad no daba al Hermano Pedro ninguna timidez o encogimiento a la hora de obrar el bien de sus hermanos; al contrario, le quitaba todo temor y le hacía libre.

En otra ocasión, con la excusa de repartir unas cedulitas de difuntos, se entró en la casa de una mala mujer, y alejando a los admiradores de la bella, se limitó a decirle en privado «de parte de Dios» que estaba «condenada» si no cambiaba de vida, cosa que ella hizo luego. Es algo muy cierto que los santos con acciones apostólicas mínimas han conseguido grandes efectos de conversión, mientras que las actividades apostólicas de los pecadores, aun cuando sean numerosas -que no suelen serlo-, apenas causan nada, como no sea ruidos y gastos.

La caridad sin límites del Hermano Pedro llegaba también, y muy especialmente, a los difuntos. El padre Lobo decía que Pedro «fue tan solícito procurador de las almas del purgatorio, que parece que no daba paso ni hacía obra que no fuese ordenada a abreviarles las penas y trasladarlas a la gloria». El Hermano escribía en pequeñas cédulas los nombres de los difuntos, las metía en un bolso, y pedía a los fieles que sacaran alguna cédula, y que se encargaran de encomendar a aquel difunto. Por las ánimas del purgatorio, como hemos visto, pedía oraciones de noche, por las calles, a toque de campanilla. Y para procurar la salvación de los difuntos construyó dos ermitas en las salidas principales de la ciudad, con aposentos para los guardianes, y las limosnas que se recogían en ellas daban para más de mil misas anuales en favor de los difuntos.

Devoto de la Virgen María

Iniciado de niño en la devoción a Nuestra Señora de la Candelaria, fue el Beato Pedro por la vida siempre acogido al amparo de la Virgen, venerándola en sus santuarios y diversas advocaciones. En el Hospital de Belén tenía entronizada la pequeña y hermosa imagen que, en aquel mismo lugar, cuando apenas era un tugurio, había recibido ya culto privado de María Esquivel. A esta Virgen de Belén, del 24 de enero al 2 de febrero, la Candelaria, se le rezaba a dos coros un rosario continuo, y Pedro se encargaba de que siempre hubiera fieles rezándolo.

En sus continuas correrías, era el Hermano Pedro un peregrino incansable de todos los templos y altares de la Virgen, aunque también él tenía sus preferencias, por ejemplo, hacia la Virgen de las Mercedes, a la que dedicaba todos los meses una noche entera. «Sus negocios leves, decía su amigo, el sacerdote Armengol, los ventilaba Pedro ante la imagen de su oratorio; pero en siendo negocio grave se iba a Nuestra Señora de las Mercedes».

Poco después de 1600, con motivo de la disputa teológica sobre la Inmaculada, en España y también en América muchas personas, e incluso Cabildos enteros, se comprometieron con el voto de sangre a defender la limpia Concepción hasta la muerte. Así lo hizo también el Beato Pedro, escribiendo la firma con su propia sangre en el año 1654. Pocos años más tarde llegó noticia de que el papa Alejandro VII, en una Bula de 1661, había declarado a la Virgen María inmune de toda mancha de pecado desde el primer momento de su concepción. Hubo con este motivo muchos festejos religiosos en Guatemala, y muy especiales entre los franciscanos, que en esto siempre habían seguido la sentencia de Duns Scoto. ¿Y el Hermano Pedro qué hizo en esta ocasión?

«Lo que hizo, cuenta su biógrafo Vázquez de Herrera, fue perder el juicio; andar de aquí para allí, componiendo altares, ideando símbolos, practicando ideas, saltando, corriendo, suspendiéndose, hablando solo, escribiendo en el aire, componiendo coplas, cantando a voces, alabando la concepción purísima, sin acordarse de comer, beber, dormir en todo el tiempo que duraron las fiestas, que no fueron pocos días. Y esto es lo que vimos que hacía; lo que no vimos, Dios lo sabe»…

El Hermano Pedro veía la devoción a María como el camino real para la perfecta unión con Dios, y así decía a todos: «Buscad la amistad de Dios por medio de la Virgen». Habiendo apreciado que no siempre los fieles atendían con devoción el toque nocturno de las campanas, fue de casa en casa exhortando a que «en amor y reverencia de Nuestra Señora» se rezase el avemaría de rodillas al toque de prima noche, «en la calle o en su casa o donde le cogiere», y lo mismo pidió a los sacerdotes que fomentasen en sus feligreses.

La devoción del Rosario perpetuo, que los dominicos iniciaron con los fieles de Bolonia en 1647, y que comenzó en 1651 en Guatemala, recibió del Hermano Pedro un impulso decisivo, pues él animó a muchas personas y familias, para que en días y horas señalados, se comprometieran a mantener siempre viva la corona de oraciones a la Virgen.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.