Somos conscientes de que el tiempo que vive nuestra Iglesia Católica está marcado por tensiones e incluso divisiones. Con facilidad el lenguaje se vuelve agresivo, descalificador y crispado.
Es evidente también que las dificultades doctrinales y disciplinarias que están detrás de esas tensiones no se van a resolver en poco tiempo, por lo que es preciso preparar el corazón para un proceso largo, que pide fe, paciencia y gran amor a Cristo y a la Iglesia.
Por eso puedo decir que el lenguaje de “cisma” no ayuda a resolver ni siquiera eso mismo que quiere denunciar. Propongo un ejemplo: el caso de una pareja que está pasando por una crisis fuerte. Abundan las peleas y cada uno se concentra cada vez más en el modo de ganarle las discusiones al otro, o aún peor: cómo herirlo. ¿Ayuda en ese ambiente que, cada vez que logran sentarse a hablar, el esposo empiece siempre diciendo algo como: “Llevamos tres semanas y cuatro días insultándonos;” para luego decir a la mañana siguiente: “Llevamos tres semanas y cinco días insultándonos”? Lo que está diciendo es verdad pero ¿ayuda a mejorar las cosas?
Lo que quiero destacar es precisamente eso: no todo lo que es verdad ayuda por el solo hecho de ser verdad. No es difícil encontrar ejemplos en que la repetición de una verdad se convierte en un arma arrojadiza, útil para herir, y nada más. Así por ejemplo una mujer casada puede recordarle al esposo los detalles de las infidelidades que él ya ha confesado y que supuestamente ella ya le ha perdonado. Y al hablar así ella está diciendo la verdad pero a la vez está usando la verdad para lastimar y destruir.
El desafío que tenemos entonces los católicos es inmenso. No podemos ceder en el terreno de cuál es la verdad de nuestra fe, ni cuál es la verdad del matrimonio, ni cual es la verdad de la Eucaristía. En eso no podemos ceder. Pero a la vez, hemos de cuidarnos de no convertir la doctrina sana en un arma de soberbia, agresión o humillación.
De aquí la importancia de la oración perseverante: esa que implora y logra del Cielo que haya la claridad y la caridad en todos, pero principalmente en nuestros legítimos pastores, empezando por el Papa Francisco.
En cuanto a los temas dudosos, lo mejor es afirmar con sencillez algo como esto: “La doctrina de la Iglesia ha sido muy clara sobre esos temas. Si el Papa de verdad quiere cambiar algo en lo que se ha dicho tan claramente en encíclicas como Familiaris consortio, o como se lee en el Catecismo de la Iglesia, tendrá que decirlo expresa y unívocamente porque una orden ambigua no obliga.” Y parar ahí. Y no ir más allá ni más acá. Y volver a orar, y ofrecer caridad, escucha, amor de comprensión a todos, sin movernos un milímetro de la sana enseñanza que la Iglesia nos ha dado desde siempre.
Mis oraciones están siempre con ustedes.