Vive de la Providencia
Era entonces obispo un buen religioso agustino, fray Payo Enríquez de Rivera, que fue más tarde obispo de Michoacán, y después arzobispo y Virrey de México. El obispo, buen amigo del Hermano Pedro, le preguntó cómo pensaba sacar adelante su Hospital. «¿Qué sé yo, señor?», le respondió Pedro con toda tranquilidad. «¿Pues quién lo sabe, Hermano?», le replicó el obispo. «Eso, Dios lo sabe; yo, no». A lo que el obispo dijo: «Pues vaya, Hermano, y haga lo que Dios le inspire, y avise lo que se ofreciere, que somos amigos».
Conseguida licencia del obispo y del Presidente de la gobernación de Guatemala, el Hermano Pedro escribió al rey Felipe IV, encargando en 1663 al Hermano terciario Antonio de la Cruz que viajase a España para conseguir del Consejo de Indias las autorizaciones necesarias. Así fue el Hospital adelante, siempre con limosnas y con la colaboración directa de los Hermanos terciarios, uno de los cuales, el Hermano Nicolás de León, le avisó un día que estaban debiendo una buena cantidad de pesos. «¿Cómo debemos?», le contestó Pedro extrañado: «Yo no debo nada». Y concluyó: «Dios lo debe».
En efecto, la obra realizada por iniciativa divina, era Dios quien día a día la llevaba adelante con el Hermano Pedro. Unas veces era el Señor quien por su santo siervo movía el corazón de los buenos cristianos, y así Pedro, en carta de febrero de 1666, comunicaba a don Agustín Ponce de León, funcionario del Real Consejo, que un buen número de «vecinos, movidos por Dios», se habían comprometido a servir al Hospital, dando «de comer en el día que cada uno tiene señalado, que es un día de cada mes, tocándole a cada uno doce comidas cada año». Otras veces sin estas ayudas humanas, el Señor ayudaba al Hospital, como vemos en el Evangelio, multiplicando los panes y peces, los pesos y los materiales de construcción…
Un día hubo de salir el Hermano Pedro a pedir limosna urgente para pagar una deuda de 50 pesos, pues rebuscando dinero, sólo había reunido 30 pesos. En la primera casa visitada, la de María Ramírez, contaron el dinero que llevaba, y comprobaron que tenía ya los 50 pesos. El Hermano se puso de rodillas ante un crucifijo que había en la casa, y con la cara en el suelo permaneció inmóvil largo rato, y luego regreso al Hospital. Otro día fue a la casa de doña Isabel de Astorga, a pedirle «enviado de San José» un cierto número de maderos que ella tenía guardados, sin que nadie lo supiese. Ante el asombro de la señora, el Hermano Pedro le dijo: «Por ahí verá, hermana, que vengo enviado de aquel divino carpintero, tan maestro en hacer las cruces, que sólo la que él cargó no hizo, porque esa la hicieron mis pecados». Y al hacer este recuerdo de la Pasión, el Hermano se echó a llorar.
La señora, viéndole medio desmayado, le exigió que aceptara un poco de chocolate. Obedeció Pedro, y tomó tres tragos en nombre de la Sagrada Familia, y dice el cronista que «quedó con el rostro florido y alegre». Se llevó luego los maderos, y aún le sobraron catorce… En la vida del Hermano Pedro, como en la de Jesús, o en la de santos como Juan de Dios, Juan Macías, Martín de Porres, Juan Bosco y tantos otros, hubo muchas de estas multiplicaciones milagrosas en favor de pobres y necesitados.
En una ocasión, había ido el Hermano Pedro con su alforja a pedir a la tienda de Miguel de Ochoa, y mientras este buen cristiano le iba dando panes, las alforjas engullían más y más sin acabar de llenarse nunca. Ante el asombro del donante, el Hermano Pedro le dijo muy tranquilo: «Si apuesta a largueza con Dios, sepa que Dios es infinito en dar y para recibir tiene muchos pobres». En casos como éste, cuando el Hermano Pedro advertía estos milagros, no se extrañaba lo más mínimo, pero, emocionado a veces hasta las lágrimas, solía postrarse rostro en tierra o se retiraba a la oración una noche entera.
Los vecinos de Guatemala, que eran buenos limosneros, conociendo la bondad del Hermano Pedro y la de su Hospital, le ofrecieron fundar unas rentas fijas. Pero aquel santo varón, que tanto gozaba en depender inmediatamente de la Providencia divina, no quiso aceptarlo: «Les agradezco, hermanos, pero prefiero la limosna de cada día, gota a gota. La renta fija me parece que viene en menoscabo de la confianza que hemos de librar en la Divina Providencia».
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.