Hermano terciario franciscano
Un día el padre Espino, viendo la orientación que iba tomando la vida de Pedro, le ofreció ser lego de la orden franciscana; pero éste quería ser simplemente terciario: «Quedaré muy contento, padre Espino, con el hábito de tercero descubierto. En imaginándome con hábito de lego me hallo súbitamente seco y desabrido. Creo será más discreto me quede con obligaciones de religioso y con libertad de secular».
El 8 de julio de 1656 fue recibido el Hermano Pedro en la Orden Tercera franciscana. Y como él no tenía los veinte pesos precisos para adquirir el hábito, un buen caballero, Esteban de Salazar, se los dio, y así pudo vestir su hábito con inmensa satisfacción: «Estimo más este saco de jerga que un Toisón». Y se diría que, con aquel santo hábito, pasó de un salto de la bondad a la santidad.
El padre Espino contaba que por entonces «dobló las mortificaciones», y aunque las hacía muy grandes, «tenía el rostro lleno y muy rojo». A veces este padre espiritual le negaba permiso para ciertas penitencias, y él obedecía con toda docilidad. El, que de su madre había aprendido el arte de hacer coplas y aforismos, solía decir: «Más vale el gordo alegre, humilde y obediente, que el flaco triste, soberbio y penitente».
En quince días sabía ya el Hermano Pedro de memoria los veinte capítulos de la Regla que dio San Francisco a los terceros, aprobada por el papa Nicolás IV. Y cuando el padre Espino le explicó que ninguno de aquellos preceptos le obligaban bajo pecado, ni siquiera venial, él respondía muy prudente: «Así es, padre, pero Regla es la que regula el vivir».
Guardián del Calvario
Con los Hermanos terciarios inició Pedro una profunda fraternidad espiritual. Para hacer sus oraciones y para tomar sus disciplinas penitenciales solían reunirse en el Calvario, donde Pedro vivía, a extramuros de la ciudad, en un lugar frondoso, lleno de encanto religioso. Y en una de estas reuniones el santo Cristo comenzó a sudar sangre.
Quisieron los Hermanos llamar un notario que diera fe del patente milagro, pero Pedro se opuso vivamente: «Por el amor de Dios, Hermanos, no hagáis tal diligencia. Que el sudar de este Santo Cristo es efecto de mis culpas y pecados. ¿No veis que la ciudad ha de sufrir alboroto?». Años después refería este suceso a su amigo Pedro Armengol, el joven, pidiéndole secreto. Y en su cuadernillo aparece escrito por esas fechas: «Desde nueve de enero me acompaña mi Jesús Nazareno. Año de 1655». Tenía entonces 29 años, y le quedaban doce de vida.
Como ermitaño del Calvario, el Hermano Pedro barría y arreglaba la ermita, y atendía pequeños cultos. El inició la costumbre de rezar el rosario cantado y en forma procesional, y esta práctica se extendió por la ciudad, de modo que cada sábado se rezaba así el rosario por un barrio distinto. Su confesor, el padre Espino, solía decir misa en el Calvario viernes y domingos. La gente comenzó a acudir a la ermita cada vez en mayor número, y aprovechaba para tratar con aquel santo terciario.
Un hombre que recibe consejos
El Calvario era para el Hermano Pedro como un oasis de paz y gozo espiritual, pero cada vez que bajaba a la ciudad, cada vez que visitaba los hospitales o pedía limosna para los pobres, volvía con el corazón destrozado: «¿Qué he de hacer, Señor, por estas gentes necesitadas?»… Una vez y otra daba vueltas en su interior a esta pregunta, sin saber cómo orientar en concreto la pujanza inmensa de su caridad interior. Hasta que por fin, como otras veces, recibió el Hermano Pedro respuesta a sus preguntas más profundas por una luz que Dios quiso darle a través de personas.
Ya dice San Juan de la Cruz que «el alma humilde no se puede acabar de satisfacer sin gobierno de consejo humano» (2 Subida 22,11). Pues bien, así procedió siempre el Hermano Pedro, cuando en Tenerife consultó con aquella señora espiritual, tía suya, si debía casarse, y permanecer en casa con su madre, o salir del pueblo para dedicarse a la Iglesia.
Un día, en la puerta del Calvario, un negro anciano que vivía del socorro del Hermano Pedro, viéndole a éste preocupado, se atrevió a decirle: «No os trajo Dios a esta tierra sólo para cuidar del Calvario. Andad y salid de aquí, que hay muchos pobres y necesitados a quienes podéis ser de mucho provecho y en que sirváis a Dios y os aprovechéis a vos mismo y a ellos». Estas palabras atravesaron el corazón de Pedro, siempre alerta a los signos que Dios pudiera darle por medio de otras personas.
Otro día llegó al Calvario arrastrándose un personaje popular, Marquitos, un impedido medio simple y balbuciente, muy dado a la oración y la penitencia. A él le consultó el Hermano Pedro si no sería ya el momento de «buscar edificio a propósito para enseñar a niños y abrigar pobres forasteros». Marquitos contestó que para conocer la voluntad de Dios hacía falta oraciones y penitencias: «Recorramos veintisiete santuarios de esta ciudad en honor de las veintisiete leguas que dicen que hay desde Jerusalén a Nazareth, y veréis cómo en el recorrido nos mostrará Dios el lugar de sus preferencias». El negro quedó de guardia en el Calvario, y al atardecer ellos partieron como mendigos de la voluntad de Dios providente. Al amanecer regresaron agotados, Marquitos por tullido, y Pedro porque la mayor parte del camino había tenido que cargar con él.
De allí partió el Hermano Pedro, sin descansar, para oir misa en la iglesia de los Remedios. Y pasó después a visitar a una anciana moribunda, María Esquivel, cuya casita quedaba junto al santuario de Santa Cruz. Aquella mujer dispuso entonces, por testamento verbal, que su casa y lugar se vendieran para pagar su entierro y decir misas por ella. Murió en seguida, el Hermano la enterró, y se procuró en limosnas los 40 pesos necesarios para adquirir aquel lugar.
«De esta manera llegaba a su desenlace la idea lanzada por un negro bozal, apoyada por un tullido y facilitada por una vieja agonizante. ¡Caminos misteriosos de la Providencia!» (Mesa 96).
El Hospital de Belén
En aquella pobre casita con techo de paja no se podía hacer mucho, pero se hizo. En primer lugar, se dispuso un oratorio en honor de la Virgen, presidido por una imagen de Nuestra Señora legada por María Esquivel. En seguida se compraron unas camas para convalecientes o forasteros pobres. Durante el día, se recogían las camas, y aquello se transformaba en escuela, de niñas por la mañana, y de niños por la tarde.
Un maestro pagado y un vecino voluntario -Pablo Sánchez, más tarde franciscano, y autor de un Catecismo cristiano-, se ocupaban de la enseñanza. El Hermano Pedro daba a los niños instrucciones religiosas, y se mezclaba con ellos en la algazara de las recreaciones. Con ellos bailaba y cantaba una copla de su invención: «Aves, vengan todas, / vengan a danzar, / que aunque tengan alas / les he de ganar».
El amor preferente del Hermano Pedro iba hacia los enfermos, y especialmente hacia los convalecientes, que apenas podían acabar de sanar a causa de su miseria y abandono. Había entonces en la ciudad el Hospital Real de Santiago, el de San Lázaro para leprosos, el de San Pedro para clérigos, y el de San Alejo, en el que los dominicos atendían a los indios. Todos ellos eran apenas suficientes, pues estaban escasamente dotados por la Corona y por los donativos de particulares.
A ellos acudía sólamente la gente pobre, los negros, y sobre todo los indios, muchos más en número. Cuando acudían éstos, humildes y acobardados por la enfermedad, apenas entendían la lengua con frecuencia, y en cuanto sanaban, aún convalecientes, se veían en la calle, sin asistencia, trabajo ni albergue. Este abismo de miseria era el que atraía a Pedro de Betancur con el vértigo apasionado de la caridad de Cristo.
Un día en que el Hermano Pedro hacía su ronda como limosnero de su pobre albergue, encontró en la portería de San Francisco una viejecita negra, antigua esclava abandonada. «¿Quién cuida de vos, señora?», le preguntó, y cuando supo que estaba completamente desamparada, cargó con ella. Esta fue la primera cliente del santo Hospital, pero pronto hubo muchos más convalecientes, y en 1661 pudo el Hermano Pedro adquirir un solar contiguo para ampliar la casa de Belén.
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.