He conocido personas que viven en los confines de sí mismas.
Se han vuelto ajenas a sus mejores sueños y se han dejado exiliar de sus más preciados tesoros.
Da la impresión de que el centro de su existencia les resulta desconocido, como un lugar al que se tiene miedo, y entonces huyen de las preguntas fundamentales mientras van dejando pasar el tiempo en el ciclo asfixiante de producir, consumir y entretenerse.
Para no escuchar las voces profundas–el llamado mismo de la eternidad, que se acerca inexorablemente–han poblado de ruidos su día y su noche, de principio a fin. Si alguna cuestión ardua golpea su conciencia, como queriendo despertarla, entonces se vuelven instintivamente a los murmullos de la masa, y pronto encuentran una semejanza de tranquilidad en las cobijas de la opinión del momento.
Por ese camino se llama “verdad” a la noticia que más suene; es “bello” lo que más se vende en el centro comercial de moda; es “bueno” lo que todos hacen; es “feliz” el que sale con mayor frecuencia en los medios; lo “normal” lo define la estadística y ser “agradable” significa estar bien domesticado.
¡Tantos hombres y mujeres, celosamente moldeados por estas definiciones, siempre mudables y desechables, se consideran relevados de pensar, de preguntar, de disentir, de oponerse! ¿Y para qué oponerse, al fin y al cabo, si nada que uno diga o haga podrá importar? Por ello esta gente, vestida de una sonrisa a medias, que igual significa resignación que alegría fugaz, huyen del día hundiéndose en los torbellinos de la noche. La vida, según este esquema, es aguantar, jugar bien las cartas, reírse del absurdo, colgar sobre el vacío, y tener solo admiración por aquellos que un día cortan el hilo y se lanzan a la nada.
Como en el mito de Platón, hay, sin embargo, algunos que han visto más que sombras en movimiento.
Yo admiro a todo aquel que sabe hacer una pausa, tomar una distancia, buscar la fórmula de aquella pregunta que puede abrir un mundo.
Yo admiro a los que saben sustraerse del torbellino y dejar en paz la tarjeta de crédito. Mi respeto va para aquellos que pueden entrar a una habitación y respetar su silencio antes de rasgarlo con mil palabras, ruidos, música y publicidad. Aplauso merecen los héroes de la honradez al pensar y la prudencia al hablar.
Bienaventurados los que toman un tiempo para dejar que sus lágrimas lamenten al niño abortado, al inmigrante rechazado, a la mujer violentada, al obrero explotado, al inocente burlado, al joven a quien se le han robado las mejores esperanzas hasta convertirlo en un burdo consumidor.
Bienaventurados los que cierran la puerta de su habitación y oran al Padre, que ve en lo escondido.
Bienaventurados los que van recuperando la capacidad de oír la voz de su conciencia y en ella se abren a la voz del Dios Altísimo.
Bienaventurados los que encuentran en sus propias fragilidades el alfabeto básico de la ternura que todo ser humano un día necesita.
Bienaventurados, mil veces, si en ese camino un día descubren que no están, que nunca estuvieron solos, porque Cristo Jesús caminó siempre a su lado.