Con buena razón la gente se preocupa cuando se extingue una especie animal en algún exótico lugar del mundo.
De modo análogo, es lógico que muchos sientan dolor o indignación cuando se sabe que un idioma que fue hablado y que sirvió de vehículo de ricas tradiciones y de experiencias irrecuperables ha desaparecido de la faz de la tierra.
Hoy quiero referirme a otra especie en vía de extinción. Sólo que no estoy seguro de que la voy a echar de menos. Me refiero a los católicos que se imaginaban que podían permanecer católicos con algunas oraciones de algunos días, y con algunas misas de domingo. Si conoces católicos de esos que creen que su vida de fe se va a poder sostener con tan poquito alimento, tómales una foto para el museo. Muy pronto dejarán de existir.
Los católicos que no estén alimentándose, este año y todos los años, con una oración viva, a partir de un encuentro personal y gozoso con el señorío real y sin fronteras de Jesucristo, esos católicos muy pronto se sentirán tan abrumados por la presión exterior, tan ridiculizados por sus amigos y tan atacados por los enemigos de la fe, que apostatarán en un proceso rápido y sin mucho escándalo. La señal de su apostasía es que ya se sentirán incapaces de transmitir la fe a la próxima generación. Muchos ya no se casarán y muchos entre ellos considerarán que no se debe “imponer” el bautismo a los hijos que tengan.
¿Por qué digo que no me duele mucho la extinción de esa especie? Porque esa supuesta fe se parece a una fachada elegante… que no tenía ni tiene mucho detrás de sí. Por eso no pido duelo por esa desaparición.
Pido en cambio vigor y entusiasmo con la predicación y el testimonio, con la oración y la misión que engendren los nuevos católicos: los que saben que su vida será combate pero no tienen miedo porque ven el ejemplo de los santos, y saben que les aguarda la corona merecida.