Homilía del Provincial de los Dominicos en Colombia, con ocasión del Jubileo por los 800 años de la fundación de la Orden de Predicadores – 7 de noviembre de 2015
Querida Familia Dominicana:
Reunidos a los pies de la Santa Virgen María, Madre de los Predicadores y Reina de Colombia, a quien invocamos como Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, asistimos todos a un momento histórico: con profundo gozo, y en mi condición de prior provincial de los dominicos en Colombia, declaro inaugurado el Año Jubilar con motivo del Octavo Centenario de la Fundación de la Orden de Predicadores.
Jubileo: palabra derivada de “júbilo,” con la que el Maestro de la Orden, fray Bruno Cadoré, ha querido sellar este tiempo de gracia, que se inicia con una fecha notable en nuestro calendario litúrgico: la Fiesta de Todos los Santos de la Orden.
En el contexto de esta bella celebración litúrgica, les invito a que reflexionemos unos minutos en el motivo que nos congrega y también en el camino que tenemos por delante. Cómo predicar el Evangelio en un mundo marcado por la violencia, tanto en Colombia como en el mundo: hemos visto las crisis en Siria, la persecución a los cristianos, la corrupción mundial que permea a todas las instituciones; en Colombia, la pobreza, leyes en contra de Dios que destrozan a la familia misma, los diálogos de paz en medio del posconflicto.
Es ahora cuando nuestros ojos y nuestra voz de predicadores deben fijarse en la santidad de nuestro Padre Domingo como obra del Espíritu Santo. Hay un claro paralelo entre la fiesta litúrgica de hoy y la Solemnidad de todos los Santos, que abrió este mes de noviembre.
Podemos decir que así como la Solemnidad del 1° de noviembre contempla el eco y la plenitud de la santidad de Jesucristo en el conjunto de la Iglesia, así esta Fiesta de Todos los Santos de la Orden nos invita a contemplar la riqueza interior de la santidad de Domingo de Guzmán en sus hijos más fieles y generosos, aquellos que han vivido el carisma a plenitud. A través del lente de la historia, apreciamos con mayor claridad y amplitud la grandeza de los dones que, estando en Domingo como en semilla, han florecido y fructificado en sus hijos e hijas espirituales, a lo largo de un camino que ya llega a sus ochocientos años de anunciar el amor de Dios por la humanidad. De esta consideración podemos sacar algunas ideas y aplicarlas a nuestra vida.
1. Hemos venido a la Orden para agradar a Dios en santidad.
Estas palabras debemos tomarlas con todo su peso y por supuesto con toda su hermosura. No son simplemente un lema vocacional o un ideal lejano o pasajero, es un llamado y una advertencia de Dios en la Carta a los Hebreos: “sin santidad nadie podrá ver a Dios”. Para el cristiano, alcanzar la santidad no es algo secundario, poco importante o que no tenga que ver con la salvación, sino que, por el contrario, es un requisito imprescindible para encontrarse con Dios. Si no se lucha por alcanzar esta gracia somos infieles a una Orden que es santa y embellece a la Iglesia con este don de Dios. Lo que la Iglesia, en sus pastores y en sus fieles, espera de nosotros es santidad, es decir, que en nosotros se reflejen de un modo convincente y contagioso las páginas del Evangelio.
Domingo y los santos de la Orden han impregnado al mundo de esta santidad, de este buen olor de Cristo y recordemos lo que bellamente describe el autor de la Divina Comedia: “Se llamó Domingo, de él hablo como de labrador escogido por Cristo para ayudarle en su huerto: con la doctrina y la voluntad juntas, se puso en marcha para su tarea apostólica cual torrente que baja de la alta cumbre. De él se formaron diversos riachuelos, con los que se riega el huerto católico”.
Ante semejante testimonio de vida, no puedo dejar pasar esta oportunidad para recordar a toda la familia dominicana, la gran exigencia que tenemos por ser una Orden fundada por Domingo de Guzmán, quien ha regado a la Iglesia con la fuerza del Espíritu Santo y de esos riachuelos que describe Dante Alighieri brota gracia, santidad y predicación.
Precisamente eso es lo que admiramos en los santos, como un Martín de Porres o una Rosa de Lima: que la humildad, la caridad o la pureza no son palabras sobre un papel sino realidades vividas y posibles, a la vez profundamente humanas y exquisitamente divinas.
2. El camino de nuestra santificación pasa por nuestra vida de comunidad.
La Doctora de la Iglesia, santa Catalina de Siena, dice que quien pertenece a una comunidad religiosa no pasa el océano a nado sino ayudado por los remos de la nave en que se ha embarcado. Nuestro ideal no es llegar a la santidad a pesar de los hermanos, sino con ellos y en cierto sentido por ellos y para ellos. La santidad de uno enriquece y ayuda a los otros y la santidad de todos en comunidad hace que la plenitud y la felicidad llenen el corazón mismo de la comunidad.
Recordemos lo que nos dice fr. Juan González Arintero en el libro La Evolución Mística:
Según sea mayor el número de los miembros que obrando de esta manera se esfuercen en santificarse se hace más completa la manifestación de los tesoros de virtud y vida que están encerrados en Jesucristo, y los santos hacen exterior lo que hay en lo interior de Cristo a través del Espíritu Santo que fluye en ellos.
Tengamos muy en claro, que en la Orden Dominicana no cabe una oposición entre “realización personal” y “bien común.” Algo se ha desquiciado en nuestra comprensión del carisma cuando el individualismo se considera como una especie de altar en el que habría que sacrificarlo todo. Hay algunos que piensan que sus gustos académicos, su línea de especialización o sus preferencias apostólicas son límites absolutos ante los cuales los superiores locales o provinciales tendrían que aceptarlo todo sin condiciones.
Cada uno hace parte de un proyecto de Dios, todos somos comunidad, somos familia de predicación. Sabiamente la Lumen Gentium número 9 afirma: “fue voluntad de Dios el santificary salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente”.
3. Cada uno está llamado a ser “predicación de la gracia.”
Desde el noviciado hemos escuchado y hemos cantado que Domingo fue “predicador de la gracia”. Se me ocurre que debemos también ser “predicación” de la gracia, es decir, expresiones vivas del triunfo de Dios.
Los mártires, las vírgenes consagradas, los sabios doctores o ardientes misioneros que ya tiene nuestra Orden en su peregrinación de ocho siglos son proclamaciones muy fuertes y muy creíbles de la victoria del Resucitado. Ellos tuvieron sus luchas, como nosotros, y por eso nos inspira y alienta verlos vencedores: ver que en ellos ganó la gracia de Dios.
Cada uno fue “predicador” con su boca porque fue “predicación” con su vida. Por ello le clamo a Jesucristo vivo que no nos dejemos hundir en las aguas cenagosas de la mediocridad sino que, bien atentos al poder de la gracia divina, lleguemos a ser un día espejos donde también se refleje lo que Dios puede en aquellos que confían en Él.
4. Un camino de renovación…
El Año Jubilar es un espacio de gracia, de reflexión y de renovación. Lo mismo que nuestros más eximios predecesores, también nosotros necesitamos tiempo y perseverancia para llegar a nuestra meta.
El Apóstol Santiago (5,7) nos recuerda que el buen agricultor espera las lluvias “tempranas y tardías,” indicando así la suave guía de la Providencia que quiera alcanzar el mayor y mejor fruto. Los exégetas nos dicen que se trata de las lluvias características del otoño y de la primavera.
Pero más allá de la meteorología, esa imagen es útil para recordar que Dios está siempre al frente y a cargo, como el más interesado en el pleno desarrollo y cumbre de nuestra vocación.
Me pregunto entonces cómo hemos de acoger esta paciencia de Aquél a quien Santiago llama “agricultor” y de quien Cristo mismo dijo: “Mi Padre es el viñador” (Juan 15,1).
Propongo algunos pensamientos en la línea de este año jubilar:
Este es tiempo de conversión.
En diálogo personal con algunos de mis hermanos de la Provincia me he atrevido a hacer una pregunta que hoy quisiera hacer extensiva a todos: “¿Eres libre para emprender nuevas rutas de misión, o estás aferrado al lugar, a tus gustos y comodidades que te han envuelto en la esclavitud y no ves otros horizontes de predicación? ¿Estás dispuesto a dejar que este jubileo sea jubileo de libertad y de disponibilidad?” ¡Son tantas las maravillas que Dios quiere hacer en nosotros y a través de nosotros!
¿Por qué no vivir a fondo el sentido de la indulgencia plenaria precisamente llevando nuestra vida religiosa a un nuevo comienzo o un volver al primer amor que nos habla el libro del Apocalipsis?
Este es tiempo de volver a la Palabra de Dios.
En sus largas jornadas de soledad, oración y penitencia, atento a las necesidades de su prójimo, Domingo llevaba consigo poco equipaje pero no le faltaban los textos del Evangelio de San Mateo y las Cartas de San Pablo. Domingo no pretende ser un pensador original sino un hermano en la fe que saca del tesoro común para bien de todos. Y su palabra humana, afianzada y alimentada en la Palabra Divina, ya sabemos qué impacto tuvo.
En una época de tantos estudios, especializaciones y teorías, ¿no es verdad que se echa de menos la sencillez y maravillosa eficacia de la Palabra de Dios?
Este es el tiempo para abrirnos a un nuevo Pentecostés.
Invito de corazón a cada hermano y a cada casa y convento a que hagamos de este Año Jubilar el año de la renovación en nuestra oración personal y comunitaria. No como un simple deber sino como una oportunidad. ¿Debo presentar algún argumento en favor de mi petición o basta con que abramos el libro de los Hechos de los Apóstoles para saber la acción poderosa del Espíritu que todo lo llena de su amor?
Este es el tiempo para amar a la Iglesia y sentir con Ella.
Cuando abrí las páginas de la “Historia de Santo Domingo” del P. Vicaire, me impactó el título de toda la segunda parte: In medio Ecclesiae. La diferencia principal entre los herejes y Domingo es que aquellos quieren cambiar la Iglesia saliendo de la Iglesia para poder juzgarla y cambiarla a su antojo. Por contraste, Domingo hace su obra en espíritu de servicio, humildad y amor a la Iglesia. Y hay lógica en ello: ¿qué otro mensaje se puede deducir de aquello que dijo San Pablo: “Cristo amó a la iglesia y se entregó por ella” (Efesios 5,25)?
¿Podrá alguien decir que ama a Jesucristo si no se desvive por limpiar, sanar, iluminar y embellecer a la Iglesia?
Este es tiempo de predicar, especialmente, tiempo de anunciar la misericordia.
Felizmente coincide, casi incluso por fechas, nuestro Año Jubilar de la Orden con el Año de la Misericordia decretado por el Papa Francisco. Miremos en esa coincidencia una providencia más del Señor, de modo que, habiendo experimentado nosotros mismos la compasión, sobre todo recibiendo el sacramento de la confesión, seamos testigos del amor misericordioso de Dios Padre y de su Hijo Jesucristo.
5. Nuestra mirada en la Eucaristía…
Tenemos la alegría de abrir este tiempo de gracia junto a la fuente de toda gracia, que es la Eucaristía. Los abundantes testimonios del fervor de Domingo por el sacrificio de la Santa Misa no dan lugar a confusión sobre dónde está el amor que mueve su alma y de dónde saca fuerzas en sus jornadas extenuantes.
A todos invito, en el mismo espíritu, a que participemos y celebremos la Eucaristía con particular atención y renovado amor durante este año. En la Eucaristía está todo nuestro júbilo; está todo lo que hemos de predicar y sobre todo está Aquel que nos ha enviado y de quien queremos ser testigos.
Que la comunión digna, fervorosa y frecuente del Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor nos configuren con los sentimientos de su corazón y singularmente, su pasión por la gloria del Padre y la llegada del Reino de Dios. No nos olvidemos en este año tan especial por los difuntos, oremos por ellos, la Orden y la Iglesia siempre nos han enseñado el amor por ellos en la oración.
Pido la intercesión de la Virgen María, nuestra Señora del Rosario para que nos proteja y nos anime en la misión de predicar el Evangelio. Amén.
fr. Said LEÓN AMAYA, O.P.
Prior Provincial
de la Provincia de San Luis Bertrán de Colombia
Fr. Nelson M.
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