Estos frailes, sin la dura arrogancia de los primeros conquistadores, se ganaron el afecto y la confianza de los indios. En efecto, los indios veían con admiración el modo de vivir de los frailes: descalzos, con un viejo sayal, durmiendo sobre un petate, comiendo como ellos su tortilla de maíz y chile, viviendo en casas bajas y pobres. Veían también su honestidad, su laboriosidad infatigable, el trato a un tiempo firme y amoroso que tenían con ellos, los trabajos que se tomaban por enseñarles, y también por defenderles de aquellos españoles que les hacían agravios.
Con todo esto, según dice Motolinía, los indios llegaron a querer tanto a sus frailes que al obispo Ramírez, presidente de la excelente II Audiencia, le pidieron que no les diesen otros «sino los de San Francisco, porque los conocían y amaban, y eran de ellos amados». Y cuando él les preguntó la causa, respondieron: «Porque éstos andan pobres y descalzos como nosotros, comen de lo que nosotros, asiéntanse entre nosotros, conversan entre nosotros mansamente». Y se dieron casos en que, teniendo los frailes que dejar un lugar, iban llorando los indios a decirles: «Que si se iban y los dejaban, que también ellos dejarían sus casas y se irían tras ellos; y de hecho lo hacían y se iban tras los frailes. Esto yo lo vi por mis ojos» (III,4, 323).
Nunca aceptaron ser obispos cuando les fue ofrecido, «aunque en esto hay diversos pareceres en si acertaron o no», pues, como dice Motolinía, «para esta nueva tierra y entre esta humilde generación convenía mucho que fueran obispos como en la primitiva Iglesia, pobres y humildes, que no buscaran rentas sino ánimas, ni fuera menester llevar tras sí más de su pontifical, y que los indios no vieran obispos regalados, vestidos de camisas delgadas y dormir en sábanas y colchones, y vestirse de muelles vestiduras, porque los que tienen ánimas a su cargo han de imitar a Jesucristo en humildad y pobreza, y traer su cruz a cuestas y desear morir en ella» (III,4, 324).
A la hora de comer iban los frailes al mercado, a pedir por amor de Dios algo de comer, y eso comían. Tampoco quisieron beber vino, que venía entonces de España y era caro. Ropa apenas tenían otra que la que llevaban puesta, y como no encontraban allí sayal ni lana para remendar la que trajeron de España, que se iba cayendo a pedazos, acudieron al expediente de pedir a las indias que les deshiciesen los hábitos viejos, cardasen e hilasen la lana, y tejieran otros nuevos, que tiñieron de azul por ser el tinte más común que había entre los indios.
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.