Para millones de católicos la Navidad será tiempo de comidas especiales, reuniones familiares e intercambio de regalos más o menos útiles. Para los católicos en Siria, Nigeria, Pakistán o Iraq, las cosas serán muy distintas. Un número no pequeño de quienes viven en esos países, y también en otros sitios, sentirán en su carne que son excluidos, odiados, expulsados a la noche fría, obligados a buscar afecto lejos de los humanos, como el Niño en el portal de Belén.
Será diferente también la Navidad en las familias que este año perdieron un ser querido, o tienen ahora un pariente secuestrado. Para 43 familias en México estas fechas serán espantosamente duras. Y en México y en otros lugares, muchas mujeres no querrán ver al niño Jesús porque no quieren ver bebés, y su única razón, aunque no se atrevan a decírsela, es un aborto que cometieron hace un tiempo.
No todo será superficialidad o dureza. Para muchos católicos esta será su primera Navidad después de haber reencontrado la fe. Un buen retiro espiritual, una confesión bien hecha, la evangelización recibida en un buen grupo de oración, les han permitido encontrarse con un Dios vivo. Para ellos Jesús ha pasado a ser el motivo verdadero y real de la Navidad, y por ello, con comidas especiales o no, con regalos o no, se sienten privilegiados de recordar y celebrar que “el Verbo se hizo carne y acampó entre nosotros…”
Un porcentaje pequeño pero muy significativo de hombres consagrados celebrarán por primera vez la Navidad como diáconos o sacerdotes. Su mente, perfumada todavía con el reciente crisma, no podrá dejar de comparar la humildad del Niño en el pesebre con la humildad de la Santísima Eucaristía en sus propias manos–manos que todo sacerdote sabe que son infinitamente indignas de portar al Rey de Reyes.
Aquellas mujeres que han llegado a la maternidad este año, sobre todo si este don les ha sido dado por primera vez, no podrán dejar de hacer otra comparación válida y bellísima: su bebé les va a parecer como un Niño-Dios, un don inefable que les recuerda el Don todavía mayor del Hijo de Dios encarnado.
Con los ojos de la mente podríamos aún evocar muchas otras escenas: los que están en cárceles y hospitales; los que por su trabajo o profesión prácticamente deben hacer caso omiso de todo lo religioso y concentrarse en sus labores, por ejemplo de cuidado de la salud, o de vigilancia; los que tienen a todos sus parientes y amigos muy lejos; los que son creyentes y están en países o realidades ateas o secularizadas al extremo…
Siempre me llamó la atención el nombre de la especial bendición que el Papa da en Navidad y en Pascua: “Urbi et Orbi,” es decir, para la Urbe–Roma, que es su rebaño propio–y para el Orbe, para el mundo entero. En el mismo sentido, propongo yo: cuando llegue el momento de abrazarnos en Navidad, no olvidemos a los que estando lejos de nuestros brazos jamás deben salir de nuestro amor y de nuestra oración. Amén.