Huitzilopochtli
El espanto mayor iban a tenerlo [los españoles llegados a lo que hoy es México] en Tenochtitlán, en el corazón mismo del imperio azteca. Aquel imperio formidable, construído sobre el mesianismo religioso azteca, tenía, como hemos visto, un centro espiritual indudable: el gran teocali de Tenochtitlán, desde el cual imperaba Huitzilopochtli. Este ídolo temible, que al principio había recibido culto en una modesta cabaña, y posteriormente en templos más dignos, finalmente en 1487, cinco años antes del descubrimiento de América, fue entronizado solemnemente en el teocali máximo del imperio.
Durante cuatro años, millares de esclavos indios lo habían edificado, mientras el emperador Ahuitzotl guerreaba contra varios pueblos, para reunir prisioneros destinados al sacrificio. La pirámide truncada, de una altura de más de 70 metros, sostenía en la terraza dos templetes, en uno de los cuales presidía el terrible Huitzilopochtli, y en el otro Tezcalipoca. Ciento catorce empinados escalones conducía a la cima por la fachada principal labrada de la pirámide. En torno al templo, muchos otros palacios y templos, el juego de pelota y los mercados, formaban una inmensa plaza. En lo alto del teocali, frente al altar de cada ídolo, había una piedra redonda o téchcatl, dispuesta para los sacrificios humanos.
A la multitud de dioses y templos mexicanos correspondía una cantidad innumerable de sacerdotes. Sólamente en este templo mayor había unos 5.000, y según dice Trueba, «no había menos de un millón en todo el imperio» (Huichilobos 33). Entre estos sacerdotes existían jerarquías y grados diversos, y todos ellos se tiznaban diariamente de hollín, vestían mantas largas, se dejaban crecer los cabellos indefinidamente, los trenzaban y los untaban con tinta y sangre. Su aspecto era tan espantoso como impresionante.
Los sacrificios humanos
Los aztecas vivían regidos continuamente por un Calendario religioso de 18 meses, compuesto cada uno de 20 días, y muchas de las celebraciones litúrgicas incluían sacrificios humanos. Otros acontecimientos, como la inauguración de templos, también exigían ser santificados con sangre humana. Por ejemplo, en tiempos de Axayáctl (1469-1482), cuando se inauguró el Calendario Azteca, esa enorme y preciosa piedra de 25 toneladas que es hoy admiración de los turistas, se sacrificaron 700 víctimas (Alvear 92). Y poco después Ahítzotl, para inaugurar su reinado, en 1487, consagró el gran teocali de Tenochtitlán. En catorce templos y durante cuatro días, ante los señores de Tezcoco y Tlacopan, que habían sido invitados a la solemne ceremonia, se sacrificaron innumerables prisioneros, hombres, mujeres y niños, quizá 20.000, según el Códice Telleriano, aunque debieron ser muchos más, según otros autores, y como se afirma en la crónica del noble mestizo Alva Ixtlilxochitl:
«Fueron ochenta mil cuatrocientos hombres en este modo: de la nación tzapoteca 16.000, de los tlapanecas 24.000, de los huexotzincas y atlixcas otros 16.000, de los de Tizauhcóac 24.4000, que vienen a montar el número referido, todos los cuales fueron sacrificados ante este estatuario del demonio [Huitzilipochtli], y las cabezas fueron encajadas en unos huecos que de intento se hicieron en las paredes del templo mayor, sin [contar] otros cautivos de otras guerras de menos cuantía que después en el discurso del año fueron sacrificados, que vinieron a ser más de 100.000 hombres; y así los autores que exceden en el número, se entiende con los que después se sacrificaron» (cp.60).
Treinta años después, cuando llegaron los soldados españoles a la aún no conquistada Tenechtitlan, pudieron ver con indecible espanto cómo un grupo de compañeros apresados en combate eran sacrificados al modo ritual. Bernal Díaz del Castillo, sin poder reprimir un temblor retrospectivo, hace de aquellos sacrificios humanos una descripción alucinante (cp.102). Pocos años después, el franciscano Motolinía los describe así:
«Tenían una piedra larga, la mitad hincada en tierra, en lo alto encima de las gradas, delante del altar de los ídolos. En esta piedra tendían a los desventurados de espaldas para los sacrificar, y el pecho muy tenso, porque los tenían atados los pies y las manos, y el principal sacerdote de los ídolos o su lugarteniente, que eran los que más ordinariamente sacrificaban, y si algunas veces había tantos que sacrificar que éstos se cansasen, entraban otros que estaban ya diestros en el sacrificio, y de presto con una piedra de pedernal, hecho un navajón como hierro de lanza, con aquel cruel navajón, con mucha fuerza abrían al desventurado y de presto sacábanle el corazón, y el oficial de esta maldad daba con el corazón encima del umbral del altar de parte de fuera, y allí dejaba hecha una mancha de sangre; y caído el corazón, estaba un poco bullendo en la tierra, y luego poníanle en una escudilla [cuauhxicalli] delante del altar.
«Otras veces tomaban el corazón y levantábanle hacia el sol, y a las veces untaban los labios de los ídolos con la sangre. Los corazones a las veces los comían los ministros viejos; otras los enterraban, y luego tomaban el cuerpo y echábanle por la gradas abajo a rodar; y allegado abajo, si era de los presos en guerra, el que lo prendió, con sus amigos y parientes, llevábanlo, y aparejaban aquella carne humana con otras comidas, y otro día hacían fiesta y le comían; y si el sacrificado era esclavo no le echaban a rodar, sino abajábanle a brazos, y hacían la misma fiesta y convite que con el preso en guerra.
«En esta fiesta [Panquetzaliztli] sacrificaban de los tomados en guerra o esclavos, porque casi siempre eran éstos los que sacrificaban, según el pueblo, en unos veinte, en otros treinta, o en otros cuarenta y hasta cincuenta y sesenta; en México se sacrificaban ciento y de ahí arriba.
«Y nadie piense que ninguno de los que sacrificaban matándolos y sacándoles el corazón, o cualquiera otra muerte, que era de su propia voluntad, sino por fuerza, y sintiendo muy sentida la muerte y su espantoso dolor.
«De aquellos que así sacrificaban, desollaban algunos; en unas partes, dos o tres; en otras, cuatro o cinco; y en México, hasta doce o quince; y vestían aquellos cueros, que por las espaldas y encima de los hombros dejaban abiertos, y vestido lo más justo que podían, como quien viste jubón y calzas, bailaban con aquel cruel y espantoso vestido.
«En México para este día guardaban alguno de los presos en la guerra que fuese señor o persona principal, y a aquél desollaban para vestir el cuero de él el gran señor de México, Moctezuma, el cual con aquel cuero vestido bailaba con mucha gravedad, pensando que hacía gran servicio al demonio [Huitzilopochtli] que aquel día honraban; y esto iban muchos a ver como cosa de gran maravilla, porque en los otros pueblos no se vestían los señores los cueros de los desollados, sino otros principales. Otro día de la fiesta, en cada parte sacrificaban una mujer y desollábanla, y vestíase uno el cuero de ella y bailaba con todos los otros del pueblo; aquél con el cuero de la mujer vestido, y los otros con sus plumajes» (Historia I,6, 85-86).
Diego Muñoz Camargo, mestizo, en su Historia de Tlaxcala escribe: «Contábame uno que había sido sacerdote del demonio, y que después se había convertido a Dios y a su santa fe católica y bautizado, que cuando arrancaba el corazón de las entrañas y costado del miserable sacrificado era tan grande la fuerza con que pulsaba y palpitaba que le alzaba del suelo tres o cuatro veces hasta que se había el corazón enfriado» (I,20).
Estos sacrificios humanos estaban más o menos difundidos por la mayor parte de los pueblos que hoy forman México. En el nuevo imperio de los mayas, según cuenta Diego de Landa, se sacrificaba a los prisioneros de guerra, a los esclavos comprados para ello, y a los propios hijos en ciertos casos de calamidades, y el sacrificio se realizaba normalmente por extración del corazón, por decapitación, flechando a las víctimas, o ahogándolas en agua (Relación de las cosas de Yucatán, cp.5; +M. Rivera 172-178).
En la religión de los tarascos, cuando moría el representante del dios principal, se daba muerte a siete de sus mujeres y a cuarenta de sus servidores para que le acompañasen en el más allá (Alvear 54)…
Las calaveras de los sacrificados eran guardadas de diversos modos. Por ejemplo, el capitán Andrés Tapia, compañero de Cortés, describe el tzompantli (muro de cráneos) que vio en el gran teocali de Tenochtitlán, y dice que había en él «muchas cabezas de muertos pegadas con cal, y los dientes hacia fuera». Y describe también cómo vieron muchos palos verticales, y «en cada palo cinco cabezas de muerto ensartadas por las sienes. Y quien esto escribe, y un Gonzalo de Umbría, contaron los palos que había, y multiplicando a cinco cabezas cada palo de los que entre viga y viga estaban, hallamos haber 136.000 cabezas» (Relación: AV, La conquista 108-109; +López de Gómara, Conquista p.350; Alvear 88).
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.