Nerviosos, algunos no se atrevían a entrar en la sinagoga. Abriéndose paso entre el tumulto que casi bloqueaba la entrada, la figura respetada de Ananías avanzaba entre continuas preguntas y un murmullo que se hacía más fuerte con cada paso. Finalmente, alguno le preguntó lo que todos revolvían en sus cabezas:
– Oye, ¿qué es lo que has hecho? ¡Nos has dejado en bandeja para que nos devore ese tal Saulo! ¿Es verdad que viene hoy aquí?
Ananías levantó la mano para pedir un poco de silencio pero el murmullo se convirtió en gritería. Una voz se alzó con fuerza, como un rugido:
– ¿Qué hay contigo, Ananías? ¿Es que no te quedan entrañas de compasión? Bien sabes que los del Camino somos pocos aquí, y las cargas se han vuelto más duras con la llegada de los hermanos perseguidos que vienen de Jerusalén.
Nuevamente el buen hombre levantó su mano y trató de empezar a hablar pero era sencillamente imposible. Pasando de las palabras a los hechos, algunos ya le tiraban del manto o le empujaban sin que el aludido lograra explicarse ni ser escuchado. Esta vez se oyó la voz de una mujer que punzó los oídos de todos:
– ¡Que el Padre de Nuestro Señor Jesús sea tu juez, Ananías! Tendrás que dar cuennta de lo que has hecho. ¡Sobre ti y tu familia me advirtió muy bien mi madre, que tiene la voz de Débora! Ahora, responde: ¿Es verdad que le diste la Iluminación del Bautismo a Saulo de Tarso! ¡Responde, si es que de verdad eres hijo del Nuevo israel!
Ananías asintió con la cabeza, y por tercera vez iba a empezar a hablar, sin conseguirlo aún. Ya parecía que iban a lincharlo cuando de repente una ola de silencio golpeó al grupo que se había congregado a la puerta de la sinagoga de Damasco. El silencio lo rompió la voz de un muchacho:
– ¡Es él! ¡Ahí lo tenéis, en persona! ¡Ese es Saulo de Tarso, y viene desarmado! ¡Aprisa, atraparlo!
Unos tres o cuatro hombres, de entre los más robustos del grupo, reaccionaron a la voz y sujetaron firmemente al forastero, que no opuso resistencia. Su calma y porte humilde causaron desconcierto aunque no confianza.
– Hermanos–dijo Saulo con voz firme pero no altiva; y cuando usó esa palabra, una oleada de extrañeza se produjo en los rostros de todos los presentes. Alguno interrumpió:
– ¿Por qué nos llamas así? Si lo dices por Abraham, pase. Pero para nosotros, los del Camino, esa palabra es mucho más…
– Hermanos, Jesús es el Mesías–acotó con voz más clara y más firme Saulo–. Dios me ha mostrado que las promesas miran todas hacia Jesús, el que fue crucificado… y que ahora vive resucitado de entre los muertos.
Aquellos cristianos no podían creer lo que estaban viendo y oyendo. Por eso alguno gritó:
– ¿Y si esto es una trampa? ¡Ya se sabe que este Saulo trae autorización de los sumos sacerdotes para encarcelarnos! ¿Y quién creéis que nos va a salvar? ¿Pilatos? De estas historias yo me sé doce mil: este cuento se llama el perseguidor convertido. ¡Es un espía! Después de que sepa quiénes sois o somos del Camino, él mismo pasará la información a los de la espada!
Ananías lo interrumpió con un fuerte grito:
– ¿Es que no crees en el poder de la gracia de Dios? Todos aquí sabemos dos cosas: que somos unos pecadores y que nos ha rescatado el puro amor de Dios. ¿Por qué le vamos a impedir a Dios que siga obrando en otros como ya obró en nosotros?
– Ananías: los muchos años o los demasiados rezos te están ablandando. ¿No dijo el Señor que había que ser “astutos como serpientes”? ¿Qué pasa con tu astucia, hombre? ¿O es que has dado marcha atrás, y te has pasado al bando de Herodes?
Saulo interrumpió con voz muy clara:
– No hay necesidad de maltratar a este buen hermano, Ananías, que ya harto ha debido sufrir en su corazón antes de regalarme la luz del bautismo. Aquí me tenéis: estoy en vuestro poder. Pero primero estoy en manos del Cristo, que es Señor de todos. Yo sé que todos tendremos que comparecer ante el juicio de Jesús, el Cristo de Dios, el Mesías esperado. En asunto tan grave no cabe mentir.
– Y si es verdad lo que dices, Saulo, ¿quieres contarnos por qué venías aquí para encadenarnos y ahora resultas dándonos sermones sobre el Mesías?
– Ananías lo ha dicho primero, y lo ha dicho mejor que yo. Es solamente el regalo del amor de Dios. Cuando ya venía cerca de Damasco, vi una luz, que me encegueció, y caí al suelo. Yo pregunté: “¿Quién eres, Señor?” Y una voz de en medio de aquella luz me respondió: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues.” Esa voz me envió a la humildad y el silencio durante tres días, en que no comí ni bebí nada. Ahí conocí la verdad de la muerte de Cristo, y comprendí que yo mismo estaba muerto, y que yo había sido uno de aquellos que el salmo nombra: “Son un rebaño para el abismo; la muerte es su pastor, y bajan derechos a la tumba.” Esa ha sido mi vida y ese es el desenlace que me aguardaba. Pero Jesús está vivo: ha salido a mi encuentro. ¡Me ha rescatado, hermanos, y yo ya no me pertenezco! Me ha comprado a muy alto precio, derramando su Sangre en la Cruz para perdón de todos mis pecados, y la misma promesa tiene para todos los que acepten con fe el valor de su sacrificio.
El que había hablado primero con gran desconfianza hizo una mueca y alzando los brazos en gesto de fingida paciencia gritó de nuevo:
– Oye, ¿qué os pasa a todos hoy? ¿No veis que este impostor se ha aprendido bien su relato sólo para engañarnos? Saulo: no lo haces mal como actor, y tu memoria puede competir con la de Gamaliel, pero a mí no me vas a convencer. Sugiero que se mantenga preso a este actor o recitador o como se llame, y que no aplacemos más la oración de la mañana. Buenos predicadores nos ha dado el Señor, y no necesitamos historietas de luces y voces.
Aunque algunos hicieron ademán de entrar a la sinagoga siguiendo el consejo, la mayoría estaba como electrizada escuchando el testimonio de Saulo. Otro dijo entonces:
– Yo también creo que hay que entrar a la sinagoga… pero para seguir escuchando a este hombre. ¿No dice nuestra fe que Jesús es el Mesías, y que está vivo? ¿No nos enseñaron los apóstoles que el Mesías, después de resucitar, ha recibido todo poder en el cielo y en la tierra? ¿Por qué nos resistimos a creer que pueda hacer algo si en verdad está tan vivo como lo cantamos y celebramos cada Primer Día de la Semana? ¡Adentro, a la sinagoga, a escuchar a Saulo!
Ananías alzó su voz una vez más:
– Hermanos, yo quiero que se sepa algo antes de que entremos a la sinagoga. Yo no fui a encontrarme con Saulo por propio impulso. Yo tenía miedo y desconfianza, lo mismo que muchos sentís ahora mismo. Pero Dios me habló y me obligó a ir. Dios mismo me dijo que este Saulo es un instrumento que Él ha escogido para que lleve su nombre a los gentiles, a reyes y a los israelitas. Y anunció que tendría que sufrir mucho por el Nombre de Jesús.
– Ananías, ¿tú estás seguro de lo que estás diciendo?–le interrumpió aquella mujer que había gritado antes.
– Sí estoy seguro. Sabéis bien que durante años he sido reconocido como benefactor y amigo de nuestra amada sinagoga. Mi voz ha resonado incontables veces en estas paredes. Ahora sé que yo debo disminuir y Pablo, que así se conoce por otro nombre este querido Saulo, debe crecer. De mis discursos y palabras nada quedará para la posteridad pero en cambio de una cosa sí estoy convencido: este hombre, que hoy predica por primera vez en nuestra sinagoga, es un elegido de Dios, y debemos considerarnos privilegiados porque somos los que podemos recibir las primicias de su palabra, que un día alcanzará los confines de la tierra.
Los ojos se volvieron con asombro al recién convertido, cuyos ojos brillaban con lágrimas de gratitud, humildad y gozo. Su cabeza estaba inclinada y sus manos unidas y entrelazadas sobre el pecho. Entonces un niño, nieto de Ananías, abrió la boca y dijo:
– Pablo, háblanos. Abre tu boca y enséñanos.
En tropel entraron a la sinagoga. Nunca hubo tanto silencio en ese recinto santo. Pablo entonces levantó su mano y dijo:
– Si este, mis hermanos, ha de ser mi primer sermón, que sea breve. Sólo una cosa quiero decir: de hoy en adelante, no tengo más nombre ni apelativo; no tengo más procedencia ni destino; no tengo más esperanza ni quiero ser conocido de otra manera sino sólo así: “Pablo, esclavo de Cristo.” Y este es todo mi deseo: La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre, y la comunión del Espíritu Santo estén siempre con vosotros. Amén.
A esa hora caía de lleno la luz del amanecer en Damasco. Y en muchos corazones.