La capital del imperio azteca era Tenochtitlán, construída en una laguna, y consagrada en 1325 con la dedicación, en su mismo centro, de un grandioso templo piramidal o teocali (de teotl, dios, y cali, casa).
Cuando en noviembre de 1519 los españoles avistaron por primera vez aquella ciudad formidable, una de las mayores del mundo en aquella época, quedaron realmente asombrados… «Desde que vimos cosas tan admirables -cuenta el soldado Bernal Díaz del Castillo-, no sabíamos qué decir, o si era verdad lo que por delante parecía, que por una parte en tierra había grandes ciudades, y en la laguna otras muchas… y por delante estaba la gran ciudad de México; y nosotros aún no llegábamos a cuatrocientos soldados» (cp.88)…
Cuatro días más tarde, ya entrados en la ciudad, Cortés y los suyos, a caballo los que lo tenían, y acompañados de caciques aztecas, salieron a visitar aquella gran ciudad formidable. Lo primero que visitaron fue el tianguis, el inmenso mercado de la plaza de Tlatelolco: mantas multicolores y joyas preciosas, animales y esclavos, alimentos y bebidas, plantas y pájaros, allí había de todo, distribuido con un orden perfecto.
«Solamente el rumor y zumbido de las voces y palabras que allí había -cuenta Bernal- sonaba más que de una legua, y entre nosotros hubo soldados que habían estado en muchas partes del mundo, y en Constantinopla, y en toda Italia y Roma, y dijeron que plaza tan bien compasada y con tanto concierto y tamaña y llena de tanta gente no la habían visto». Y junto a esto, «veíamos en aquella gran laguna tanta multitud de canoas, unas que venían con bastimentos y otras que volvían con cargas y mercaderías;… y veíamos en aquellas ciudades cúes y adoratorios a manera de torres y fortalezas [pirámides truncadas], y todas blanqueando, que era cosa de admiración, y las casas de azoteas» (cp.92).
Otro soldado, Alonso de Aguilar, al visitar también aquella gran ciudad aún no conquistada, confiesa que «ponía espanto ver tanta multitud de gentes», y escribe: «Tendría aquella ciudad pasadas de cien mil casas, y cada una casa era puesta y hecha encima del agua en unas estacadas de palos, y de casa a casa había una viga y no más por donde se mandaba, por manera que cada casa era una fortaleza» (Relación, 5ª jornada).
Año y medio más tarde, el 13 de agosto de 1521, el poder azteca que tenía su centro en aquella gran ciudad de Tenochtitlán, se vendría abajo para siempre, dando lugar a la Nueva España.
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.