[Charla para un grupo de trabajadores de una empresa en Asunción, Paraguay. Agosto de 2014.]
* Si hay algo que todos tenemos en común es que día a día hemos de tomar decisiones. Vivir es decidir porque incluso la pretensión de no decidir es una decisión. Además, aquello decidimos ayer de algún modo convive con nosotros hoy, y seguirá mañana.
* Más que las palabras que decimos, son las decisiones que tomamos las que realmente impactan a quienes nos siguen, ya se trate de los hijos, los alumnos o los subalternos. En este sentido, nuestra forma de decidir puede ser la herencia más perdurable que dejamos–más incluso que nuestros discursos o nuestro dinero.
* Es un hecho, sin embargo, que a veces tomamos malas decisiones: decisiones equivocadas que se habrían podido evitar. Esto suele suceder porque no tenemos claras nuestras prioridades. Y nuestras prioridades no se aclaran porque tenemos mucho “ruido” que perturba la lucidez necesaria.
* Los principales ruidos, que podemos comparar a ladridos de perritos fastidiosos, son tres:
(1) La prisa de lo inmediato. Este es el perro que ladra: “¡ya! ¡ya!” Buscando satisfacción o éxito rápido, a menudo sacrificamos principios, personas o tesoros que luego sólo cabe lamentar.
(2) La codicia del corazón. Este es el perro que ladra: “¡más! ¡más!” Cuando nos volvemos insaciables terminamos por romper el balance necesario en nuestro cuerpo, nuestro descanso, o la atención que merecen las personas que deberían interesarnos. Al final, la autodestrucción, en sus diversas formas.
(3) La seducción de lo fácil. Este es el perro que ladra: “¡menos! ¡menos!” El que quiere el camino sin dificultades ha escogido ya aquella senda ancha y descansada, de la que habla el Evangelio, y que lleva a la perdición.
* Para no dejarse perturbar, asustar ni distraer con esos ladridos necesitamos entonces:
(1) Mirar las consecuencias, también a largo plazo, de nuestros actos.
(2) Amar el equilibrio de una vida en que cada aspecto de nuestro ser, incluyendo por supuesto nuestra capacidad de trascender, crece en armonía con los demás.
(3) Descubrir que, según la enseñanza de Juan Pablo II, el trabajo y el esfuerzo no son solamente tarea que queda fuera sino riqueza que nos transforma adentro.