Lección Décima
Honores rendidos a los mártires
La sepultura concedida
Ha terminado el drama trágico del martirio, y la muchedumbre se aleja embargada de sentimientos muy diversos: unos contentos y satisfechos, otros tristes y preocupados, algunos conmovidos…
Pero junto a los restos del mártir queda un grupo de familiares, amigos o hermanos en la fe. La ley disponía que aquellos restos lastimosos fueran entregados a quien los reclamara.
«Los cuerpos de los ajusticiados se deben entregar a quien los pida para enterrarlos» (Pablo, Digesto XLVIII, XXIV,3). «Los cadáveres de los decapitados no se deben negar a los parientes. Las cenizas y huesos de los ejecutados por el fuego se pueden recoger y depositar en un sepulcro» (Ulpiano, ib. 1).
A ejemplo de José de Arimatea, que pide a Pilato el cuerpo del Salvador (Mt 27, 57-58), los fieles cristianos piden a los magistrados los cuerpos de sus hermanos martirizados. Y aún durante las mismas persecuciones, se hacen a los mártires solemnes exequias.
Cuando en Cartago fue decapitado el obispo San Cipriano, los fieles lo sepultaron de modo provisional cerca del lugar de su ejecución. Pero por la tarde, fueron a buscarlo clero y fieles, y en procesión solemne, con cirios y antorchas, cantando himnos de victoria -cum cereis et scolacibus, cum voto et triumpho- , lo trasladaron a una posesión del procurador Macrobio Condidiano, junto a un camino que llamaban «la vía de los sepulcros», y allí recibió sepultura definitiva.