Doce reflexiones sobre ideas incompletas o deformadas sobre el sacerdocio.
Muchos piensan del sacerdote que si confiesa bien eso significa que le fascina confesar.
Muchos piensan del sacerdote que si eligió el celibato es que le encanta la soledad.
Muchos piensan del sacerdote que basta con que cumpla su tarea y función; no se dan cuenta que así lo empujan a volverse sólo un funcionario.
Muchos piensan del sacerdote que su compasión y misericordia implican que no incomode hablando del pecado, mucho menos al pecador.
Muchos piensan del sacerdote que la única manera de saberlo “cercano” es sentirlo “cómplice.”
Muchos piensan del sacerdote que su autoridad termina cuando termina la liturgia que celebra.
Muchos piensan del sacerdote que su gran deber es gustar y caer bien; y luego volverse prescindible, encarcelado en lo políticamente correcto.
Muchos piensan del sacerdote que su vocación es un oficio más, y la liturgia, una repetición que cualquiera puede seguir haciendo.
Muchos piensan del sacerdote que si su vida es difícil de entender es porque está haciendo algo fundamentalmente errado o dañado.
Muchos piensan del sacerdote que si se siente mal es culpa suya o de su Iglesia, y que por tanto todo su dolor es buscado.
Muchos piensan del sacerdote con ojos que les da el demonio, el mundo o la carne, y así poco ven y nada entienden.
Muchos piensan del sacerdote mucho de lo dicho; pero hay también almas profundamente eucarísticas que perciben el misterio en el ministerio.