Lección Séptima
Los procesos de los mártires
Evolución del derecho penal romano
Una cierta suavización humanitaria, respecto de la letra dura y formalista del Derecho romano antiguo, parece darse en la evolución de las leyes civiles desde el siglo I al III, quizá a causa del estoicismo que inspiraba a muchos jurisconsultos y a algunos emperadores. Pero, en extraña anomalía, las leyes penales no siguieron en absoluto ese mismo camino. Y es que estas leyes no venían configuradas por las tendencias filosóficas o jurídicas, sino solamente por la política, que en aquella época se manifiesta prepotentemente «imperial», es decir, inclinada al despotismo y hostil a la libertad. Las disposiciones protectoras del tiempo de la República se ven anuladas en el Imperio por la arbitrariedad autoritaria.
Este movimiento retrógrado se acentúa en el siglo III, cuando desaparece el jurado y las causas capitales quedan en manos del prefecto.
La extensión del derecho de ciudadanía realizada en tiempos de Caracalla fue engañosa, pues no hizo gozar a los provincianos de los privilegios de los ciudadanos de Roma, sino que asimiló a éstos a los provincianos, sujetando a unos y a otros a la autoridad de los gobernadores, y suprimiendo el derecho ciudadano del recurso al César, del que en el siglo I usó San Pablo. En este mismo tiempo la tortura, reservada antes a los esclavos, se extiende a los plebeyos libres. Suplicios, como el del fuego, desconocidos antes, quedan inscritos en las leyes. Hay, pues, en el Derecho penal un claro endurecimiento regresivo.
Los cristianos, sin duda, fueron los más gravemente perjudicados por este retroceso del derecho penal. Se reafirmó contra ellos el delito de religión extranjera, antes caído en desuso. Y contra ellos, incluso, se acentuaron arbitrariamente las durezas, ya de suyo graves, del proceso criminal: el arresto, la cárcel preventiva, los interrogatorios, las torturas, la sentencia.
El arresto
La captura de los cristianos era realizada por dos clases de agentes, los del municipio o los del poder central.
En Esmirna es el irenarca -juez de paz, prefecto de la policía local- quien, acompañado de soldados, prende al obispo Policarpo. Allí mismo, el mártir Pionio es detenido por el neócoro Palemón, funcionario religioso y cívico. Los mártires de Lión, del año 177, son capturados por los magistrados ayudados por miembros de la cohorte urbana de la guarnición de las Galias.
Según los casos, como se ve, son las autoridades locales, solas o ayudadas por el poder imperial, quienes detienen a los cristianos. Pero otras veces la captura es realizada directamente por agentes del poder central.
Un centurión detiene en Roma al cristiano Tolomeo. En Egipto, San Dionisio de Alejandría es prendido por un frumentario, soldado de policía, adscrito al servicio del gobernador. San Cipriano, en Cartago, es prendido por dos empleados del procónsul, un strator y un equistrator. Los mártires de Numidia, según se consigna en las Actas de Santiago y Mariano, son buscados por legionarios. En España, San Fructuoso y sus diáconos son capturados por soldados que estaban a las órdenes de un tribuno militar o de un prefecto.
Una vez detenidos, los cristianos eran a veces interrogados en el acto, pero más frecuente era que primero fueran encerrados en la cárcel y que de ella fueran sacados para los interrogatorios y torturas que precedían a la sentencia.
La cárcel
¿Cómo era la prisión preventiva? Unas veces era suave, en casos especiales, otras era durísima.
En efecto, a veces los arrestados quedaban en un régimen de libertad vigilada, sujetos a custodia militaris o custodia libera o también custodia delicata. Un soldado, un ciudadano o un funcionario eran encargados de guardarlos bajo penas severísimas (Digesto XIII, III,12,14).
Así fue custodiado San Pablo. «Cuando llegamos a Roma, se permitió a Pablo quedar en libertad, bajo la guarda de un soldado» (Hch 18,16). En los dos años que esperó el resultado de su apelación al César, predicaba el Evangelio a unos y a otros. La cadena que le sujetaba, y que el soldado asía cuando salían, le recordaba su cautiverio. Perpetua escribe al principio: «cuando estábamos aún con los perseguidores», es decir, in libera custodia, fuera en la casa de ella o en la de su guardia. Y añade más tarde: «días después fuimos llevados a la prisión» (Passio S. Perpetuæ et Felicitatis 3). San Cipriano, antes de ser llevado al interrogatorio, en custodia delicata, fue guardado una noche con gran respeto en la casa de uno de sus capturadores, en la que pudo reunir a sus más íntimos y despedirse de ellos (Pontius, Vita S. Cipriani 15).
Sin embargo, lo más ordinario era que el acusado fuera ingresado en la prisión, en régimen de custodia publica. Y téngase en cuenta que en Roma no había pena de prisión. La cárcel era siempre preventiva; era, como dice Ulpiano, ad continendos homines, non ad puniendos (Digesto XLVIII, XIX,8,9). En los dos primeros siglos, los cristianos normalmente estaban muy poco tiempo en la cárcel. Pero en las últimas persecuciones, donde la guerra a la Iglesia era mucho más consciente e intencionada, para forzar a los cristianos a la apostasía se procuraba extenuarlos entre cadenas meses y aún años, de modo que la prisión venía a hacerse para ellos una pena ilegal y una modalidad de tortura.
Escribe San Cipriano a unos valientes mártires que están en la cárcel: «Una sola confesión hace un mártir; pero vosotros confesáis a Cristo siempre que, invitados a salir de vuestra cárcel, preferís a la libertad el calabozo con todos sus horrores, el hambre y la sed que allí sufrís» (Epist. 16).
Desde el siglo III, la duración de la prisión está regida por normas generales del emperador perseguidor o por disposiciones particulares del magistrado.
Alejandro, obispo de Jerusalén, bajo Septimio Severo, estuvo nueve años en la cárcel (Eusebio, Hist. eccl. VI,12). En tiempos de Decio, Moisés, presbítero de Roma, estuvo once meses. En la época de Diocleciano, era frecuente que la detención en la cárcel durara hasta que se lograba la apostasía del preso o hasta que se perdía la esperanza de conseguirla.
«Yo he visto en Bitinia -escribe Lactancio- un gobernador que se mostraba tan feliz como si hubiese conquistado una nación bárbara, porque un cristiano, después de dos años de valiente resistencia, parecía que finalmente había cedido» (Div. Inst. V,30).
La vida de los mártires en la prisión
Las cárceles de la época eran espantosas. El relato autobiográfico de Santa Perpetua nos describe el horror de los calabozos romanos:
«Cuando por fin me metieron en la cárcel sentí pavor, pues jamás había experimentado unas tinieblas semejantes. ¡Qué día aquel tan terrible! El calor era sofocante, por el amontonamiento de tanta gente, y los soldados nos trataban brutalmente» (Passio SS. Perpetuæ et Felicitatis 3).
También los hombres, como los mártires Lucio, Montano y otros, dan testimonio de aquel horror:
«Bajamos al abismo mismo de los sufrimientos como si subiéramos al cielo. Qué días pasamos allí, qué noches soportamos, no hay palabras que lo puedan explicar. No hay afirmación que no se quede corta en punto a tormentos de la cárcel, y no es posible incurrir en exageración cuando se habla de la atrocidad de aquel lugar. Mas donde la prueba es grande, allí se muestra mayor todavía Aquel que la vence en nosotros, y no cabe hablar de combate, sino por la protección del Señor, de victoria» (Passio SS. Montani et Lucii 4).
Tres eran las más duras torturas de la cárcel: las cadenas, el nervus y el hambre y la sed.
En muchas Actas se mencionan las cadenas que cargaban los mártires (ferrum, vincula). Los mártires recién aludidos, conducidos con sus cadenas ante el juez, cantan la gloria de esos hierros con poético entusiasmo:
«¡Oh día alegre y gloria de nuestras cadenas! ¡Oh atadura que nosotros habíamos deseado con toda nuestra alma! ¡Oh hierro más honroso y más precioso que el oro de mayor calidad! ¡Oh estridencia aquella del hierro, rechinando al ser arrastrado sobre otros hierros!… Pero todavía no había llegado la hora de nuestro martirio, y volvimos victoriosos a la cárcel. Vencido, pues, el diablo en esta batalla, discurrió nuevas astucias, tratando de tentarnos por el hambre y la sed, y a fe que esta batalla suya la supo conducir fortísimamente durante muchos días» (ib. 6).
El hambre y la sed. La crueldad de los carceleros les llevaba a negar a los prisioneros cristianos un poco de agua (ib.). Varios de los mártires de Lión murieron en la cárcel por hambre y sed, y algunos asfixiados por falta de aire (Eusebio, Hist. eccl. V,1,27). En Cartago, durante la persecución de Decio, trece mártires murieron de sed. Uno de los sobrevivientes escribe:
«Pronto los seguiremos los demás, porque desde hace ocho días se nos ha vuelto al calabozo. Antes, cada cinco días se nos daba un poco de pan y cuanta agua queríamos» (ib. VIII,8).
Otra tortura, el nervus, un cepo de madera, con agujeros, en los cuales los presos, acostados de espaldas, tenían que meter los pies. En la prisión de Filipo pasaron por esta tortura San Pablo y Silas (Hech 16,24-25).
Ante la resistencia de los mártires de Scillium, el procónsul ordena: «Que se les lleve de nuevo a la prisión y que hasta mañana se les ponga en el madero (in ligno)» (Acta mart. Scillit. 2). Ni las mujeres se libraban del cepo. Santa Perpetua refiere «un día que estábamos en el nervus» (8). El dolor era terrible cuando las piernas del preso, estiradas por medio de nervios de buey -de ahí el nombre-, eran metidas en agujeros muy distantes entre sí. Orígenes, teniendo ya sesenta y ocho años de edad, permaneció largo tiempo en su calabozo con las piernas separadas hasta el cuarto agujero (Eusebio, Hist. eccl. VI,39). Hasta el quinto agujero fueron puestos los mártires de Lión, en 177, y el mártir Romano, en 303. Era la distancia máxima, pues pasando de ella sobrevenía la muerte por desgarramiento del vientre.
Dentro de la prisión romana hay un calabozo, una prisión inferior, la cárcel baja -interior pars carceris, inferior carcer, imus carcer-. El poeta Prudencio, antiguo gobernador, habla de lo que conoce cuando escribe:
«En el piso inferior de la prisión hay un lugar más negro que las mismas tinieblas, cerrado y estrangulado por las estrechas piedras de una bóveda rebajada. Aquí se esconde una eterna noche, jamás visitada por el astro del día. Aquí la horrible prisión tiene su infierno» (Peri Stephanon V,241-257). A esta especie de cueva subterránea de la cárcel romana se le daba el nombre siniestro de la fuerza, pues los cautivos eran arrojados o descolgados en ella, a veces encerrados en jaulas con sólidos barrotes de encina (robur).
Los cristianos fueron encerrados con frecuencia en estos calabozos, cuando la crueldad del juez o del carcelero quería infligirles sufrimientos aún mayores que los de la cárcel ordinaria.
Allí fueron metidos los mártires de Lión. También sufrió en Esmirna el horror de ese lugar el mártir Pionio. En Cesarea, pasó Orígenes varios meses encerrado en tales «profundidades» (Eusebio, Hist. eccl. V,39). Andrónico estuvo preso «en lo más profundo de la prisión -in imo carceris- para que nadie le viese» (Acta SS. Tarachi, probi et Andronici 8). En la cárcel de Valencia, también Vicente fue encarcelado en la fuerza y se le puso en el nervus (Passio S. Vicentii 8).
Todos estos horrores de las cárceles romanas no desaparecen hasta que llegan los emperadores cristianos. Constantino, en un edicto del año 320 dispone que se instruyan los procesos sin demoras, para abreviar la prisión preventiva; prohibe que los acusados lleven cadenas apretadas o esposas, que haya calabozos oscuros y mal ventilados, y manda que se dé a los presos alimentos, agua y buen trato. En el año 340 prosigue Constancio en este empeño de humanizar las cárceles, prohibiendo la prisión conjunta de hombres y mujeres. Otros ordenamientos jurídicos del 380 y del 409 completan las reformas indicadas.
En las Actas de los mártires se refieren muchas gracias extraordinarias por las que Dios confortaba a los valientes confesores de la fe. En no pocos casos una luz sobrenatural ilumina las tinieblas de la prisión, y los que están privados de todo auxilio de familiares y amigos reciben visitas celestiales.
Los más de los confesores, en todo caso, no eran incomunicados en aquellas terribles cárceles inferiores, sino en la prisión pública, en la que era relativamente fácil recibir visitas del mundo exterior, sobre todo si se daban propinas a los carceleros. De este modo visitar a los presos es en aquella época una de las principales obras de misericordia; llevarles compañía, confortación, alimentos, medicinas, vestidos.
Así lo vemos en el encarcelamiento de Santa Perpetua y sus compañeros, o en la prisión del obispo Cipriano, que ha de avisar a sus fieles que tengan prudencia y que no le visiten en grandes grupos (Epist. 3,4).
Los confesores encarcelados no recibían solamente el auxilio de particulares, sino que la misma Iglesia les asistía con sus bienes. A este respecto escribe Tertuliano, haciendo referencia a los consules designati de entonces:
«Dichosos vosotros, mártires designados, pues la Iglesia, nuestra madre y señora, os alimenta con la leche de su caridad, mientras que el afecto de vuestros hermanos os lleva a la cárcel ayudas para sostener la vida de vuestros cuerpos» (Ad Martyres 1). «Fue costumbre de nuestros predecesores -escribe San Cipriano, obispo de Cartago- enviar diáconos a las cárceles, para aliviar las necesidades de los mártires y leerles las Sagradas Escrituras» (Epist.15). Presbíteros y diáconos asisten periódicamente a los fieles cautivos, para celebrar con ellos los sagrados misterios y alimentarles con el pan celestial (Id., Epist. 4). El sacerdote Luciano envía al subdiácono Hereniano y al catequista Genero para que lleven a los confesores presos la eucaristía, «el alimento que nunca se acaba (alimentum indeficientem)» (Passio SS. Montani et Lucii 4,8,9).
Los mártires cristianos, por otra parte, no solamente reciben ayudas caritativas, sino que, a pesar de sus cadenas, también hacen lo posible para ayudarse unos a otros. Los cristianos de Lión detenidos en tiempo de Marco Aurelio practican entre sí la corrección fraterna para evitar, por ejemplo, ciertos excesos penitenciales de algunos de ellos (Eusebio, Hist. eccl. V,3). Los confesores se juntan con frecuencia para orar por los fieles renegados, encerrados a veces con ellos mismos, para conseguirles la gracia del arrepentimiento y la asistencia divina que les permita confesar a Cristo cuando de nuevo hayan de comparecer ante el juez (ib. V,1,45).
Más aún, los confesores cautivos siguen con solicitud las vicisitudes de la Iglesia, se inquietan por el montanismo creciente, escriben cartas en favor de la fe verdadera (ib. V,3). Otros, como Perpetua, como Luciano y otros, escriben el diario de la cautividad suya y la de sus compañeros, para edificar así a la Iglesia y glorificar al Señor que les fortalece con su gracia. Predican la fe a los paganos compañeros de prisión e incluso a los carceleros, obteniendo no pocas conversiones. Ya Pablo y Silas, en la prisión de Filipo, llegan a bautizar a su guardián y a toda su familia (Hch 16,33).
Junto a estos ejemplos impresionantes de fidelidad y caridad, también las Actas de los mártires refieren a veces casos lamentables.
Se dieron casos de miserables que, fingiéndose cristianos, se hacían encerrar para aprovecharse de la caridad de la Iglesia (Luciano, De morte Peregrini 12,13). A algunos fieles vacilantes en su confesión, martyres incerti, según refiere Tertuliano, en alguna ocasión se les dió a beber ciertos brebajes que les produjeran una embriaguez confortadora (De jejunio 12). No faltaron mártires que, en el orgullo de su heroico testimonio, se consideraron superiores al clero y osaron reconciliar apóstatas al margen de los pastores sagrados, dándoles cartas de absolución. San Cipriano hubo de prohibir este abuso (Epist. 5,6,9,10,11,14, 16,19,22,25,31,40).
Estas sombras apenas logran oscurecer la luminosidad resplandeciente del testimonio de los verdaderos prisioneros de Cristo. A éstos les escribe Tertuliano: «habitáis una morada tenebrosa, pero vosotros mismos sois una luz. Aunque estáis encadenados, sois libres para Dios. Respirando un aire infecto, sois perfume delicioso. Esperáis la sentencia de un juez, pero vosotros mismos juzgaréis a los jueces de la tierra» (Ad Martyres 2).
La instrucción del proceso
Más o menos pronto llegaba a los mártires encarcelados la hora de ser juzgados por los jueces de la tierra, o como más bien decía el apologista, el momento en que los mártires habían de juzgar a los jueces. Pero antes de comparecer ante el magistrado del emperador, solían ser interrogados en primera instancia por los magistrados municipales, autores muchas veces de la detención. Éstos no tenían derecho a dictar sentencia, pero sí podían someter a tortura. Terminada esta información, comunicaban al gobernador de la provincia una relación escrita, elogium, que sería base para la instrucción definitiva del proceso judicial.
Los mártires de Lión son interrogados así en primera instancia por los decenviros. Pionio es interrogado por el neócoro Polemón. Los magistrados de Cirta hacen esta primera instrucción con Mariano y Santiago, que luego son enviados con el elogium al legado imperial de Lambesa. En Antioquía de Pisidia el magistrado municipal interroga a dos confesores, Trófimo muere en la tortura y Sabacio es enviado al prefecto.
Un ejemplo muy detallado de este procedimiento lo hallamos en las Actas de San Néstor, obispo de Magidos, en Panfilia (Acta SS, febrero, t.III, p.628). Publicada la orden persecutoria de Decio, aconsejo a sus fieles que huyesen, pero él permaneció en su lugar. Finalmente es citado con todo respeto al ágora por el irenarca y su Consejo. Acude Néstor, todos se levantan, le saludan amigablemente y le hacen sentar en un sillón de honor. El irenarca, con la cortesía propia de los asiáticos y después de circunloquios, va llevando la conversación hacia su centro, la orden del emperador de apostatar y sacrificar.
-«Yo acato, responde Néstor, las órdenes del Rey de los cielos y a ellas me someto». El irenarca, olvidando entonces la cortesía y recuperando su fanatismo pagano, se encoleriza: -«Tú estás poseído del demonio. Responde Néstor: -Es cosa muy cierta, y reconocida tantas veces por los exorcistas, que sois vosotros los que adoráis a los demonios. -Yo te haré confesar entre tormentos y ante el gobernador que son dioses y no demonios. -¿A qué conduce amenazarme con tormentos? Yo solo temo los castigos de Dios, pero no los tuyos ni los de tu juez. En los tormentos seguiré confesando siempre a Cristo, hijo de Dios vivo».
El irenarca y el obispo cautivo viajan a Pergo, ante el legado imperial. Se da lectura allí al elogium, un acta de acusación cuidadosamente redactada por el irenarca en nombre del Consejo de Magydos. Dice así: «Eupator, Sócrates y todo el consejo, al excelentísimo presidente, salud. Cuando tu grandeza recibió las divinas cartas de nuestro emperador y señor, por las que ordenaba que todos los cristianos sacrificasen y que se les hiciese abjurar de sus ideas, tu humanidad quiso ejecutar estas órdenes sin violencia, sin dureza, con mansedumbre. Pero de nada ha servido esta suavidad. Estos hombres se obstinan en despreciar el edicto imperial. Invitado Néstor por nosotros y por todo el Consejo, no solo no ha aceptado rendirse a nuestro juicio, sino que cuantos están bajo su dirección, siguiendo su ejemplo, han rehusado igualmente. Cumpliendo las órdenes del muy victorioso emperador, hemos insistido para que viniese al templo de Júpiter; pero él ha respondido llenando de ultrajes a los dioses inmortales. Ni siquiera ha perdonado en esto al emperador, y a ti mismo te ha tratado con desconsideración. Por eso el Consejo ha creído oportuno traerlo ante tu grandeza».
Los rescriptos imperiales prohibían al gobernador juzgar apoyado solamente en la lectura de este informe previo; tenía que iniciar la instrucción desde el principio e interrogar personalmente al acusado. Muchas Passiones de autenticidad indudable transcriben interrogatorios precisos tomados de las actas judiciales.
El interrogatorio
Los interrogatorios se celebraban a veces en la misma secretaría -secretarium- del magistrado, dejando las puertas abiertas (Acta S. Cipriani 1). Pero generalmente se interrogaba a los mártires en presencia del pueblo, en un lugar público, que podía ser la sala de audiencias del pretorio o, si era preciso, en lugares como el circo, el estadio, los baños, capaces de recibir un gran número de espectadores.
El juez, para mejor hacerse oir, empleaba un heraldo -praeco- que transmitía las preguntas del juez y repetía las respuestas del acusado. No era raro que, después de un primer interrogatorio, el mártir fuera encerrado de nuevo en prisión, hasta una próxima sesión; y que esta alternancia se repitiera muchas veces. Se daban casos incluso en que los confesores, siguiendo al gobernador, que se hallaba en viaje, habían de prestar su testimonio en diversos lugares.
El marco exterior de la audiencia podía, por supuesto, variar mucho. En todo caso, puede darnos una idea general la descripción que hace Asterio, obispo de Amasea, escritor del siglo IV, partiendo de unas pinturas que conoció del martirio de Santa Eufemia, en Calcedonia:
«El juez está sentido sobre una silla elevada; su rostro es amenazador; mira a la virgen con ojos ceñudos. Cerca de él están sus asesores, satélites y muchos soldados, y los escribanos, con sus tablas y estilos. Uno está representado con la mano levantada por encima de su tablilla, y contemplando con gran atención a la virgen, que está de pie delante del juez; su mirada está fija sobre ella, como si la mandase hablar más alto, temeroso de no poder transcribir exactamente sus respuestas. Ella aparece vestida con un hábito oscuro y lleva el manto de los filósofos; la gracia de su rostro revela la grandeza de su alma. Varios soldados la conducen ante el presidente: uno parece que la arrastra y otro como que la empuja. La virgen muestra en todo su continente modestia y constancia. Baja los ojos como si temiese encontrar las miradas de los hombres; pero se mantiene recta, sin señal alguna de terror» (Enarratio in martyrium præclarissimæ martyris Euphemiæ 3).
Según la decisión arbitraria del juez, el interrogatorio se hace o no con tortura. Este medio repugnante se emplea raras veces antes del final del siglo II con cristianos de condición libre. No se habla de tortura en los martirios de Policarpo, Justino, Apolonio, mártires de Scillium, etc. Como ejemplo de un interrogatorio sin tortura, podemos fijarnos en algunos extractos del Acta de comparecencia en el año 180 de seis cristianos de Scillium: Speratus, Nartallus, Cittinus, Donata, Secunda y Vestia, ante Saturnino, procónsul de Africa:
«Procónsul: -Podéis alcanzar gracia del emperador si sois prudentes y sacrificáis a los dioses omnipotentes.
Speratus: -Nosotros no hemos hecho ni dicho cosa mala, sino que damos gracias por el mal que se nos hace, y respetamos, adoramos y tememos a Nuestro Señor, a quien diariamente ofrecemos un sacrificio de alabanza.
Procónsul: -También nosotros somos religiosos y nuestra religión es sencilla. Juramos por la felicidad de nuestro señor el emperador y rogamos por su salud. Otro tanto debéis hacer vosotros.
Speratus: -Si me quieres oír tranquilamente, yo te explicaré el misterio de la verdadera sencillez.
Procónsul: -No escucharé las injurias que piensas dirigir a nuestra religión. Jurad por el genio del emperador.
Speratus: -Yo no reconozco la realeza del siglo presente; alabo y adoro a mi Dios, a quien nadie ha visto, a quien no pueden ver ojos mortales, pero cuya verdadera luz se manifiesta al corazón creyente. No he cometido robos. Si hago algún tráfico, pago el impuesto, porque reconozco a nuestro Señor, Rey de los reyes y Señor de todas las naciones.
Procónsul: -Renuncia a esa vana creencia.
Speratus: -No hay creencia más peligrosa que la que permite el homicidio y el falso testimonio.
Procónsul, dirigiéndose a los otros acusados: -Dejad de ser o de parecer cómplices de esa locura.
Cittinus: -Nosotros no tenemos ni tememos más que a un solo Señor, al que está en los cielos. Él es a quien procuramos honrar con todo nuestro corazón y con toda nuestra alma.
Donata: -Nosotros damos al César el honor debido al César; pero sólo a Dios tememos.
Procónsul, a una acusada: -Y tú, Vestia, ¿qué dices?
Vestia: -Yo soy cristiana y no quiero ser otra cosa.
Procónsul, a otra: -¿Qué dices tú, Secunda?
Secunda: -Soy cristiana y quiero seguir siéndolo.
Procónsul, a Speratus: -¿Tú sigues también siendo cristiano?
Speratos, con todos los acusados: -Yo soy cristiano.
Procónsul: -¿Necesitáis quizá un plazo para deliberar?
Speratus: -El asunto es tan evidente que ya todo está examinado y decidido.
Procónsul: -¿Qué libros guardáis en vuestros armarios?
Speratus: -Nuestros Evangelios y también las Epístolas de Pablo, apóstol, hombre justo.
Procónsul: -Aceptad un plazo de treinta días para deliberar.
Speratus: -Yo soy cristiano, y adoraré siempre al Señor mi Dios, que ha hecho el cielo, la tierra, el mar y todo lo que contienen.
Todos repitieron las mismas palabras.
Entonces el procónsul tomó sus tablillas y leyó esta sentencia:
Considerando que Speratus, Natallus, Cittinus, Donata, Vestia y Secunda han declarado que viven a la manera de los cristianos, y que, no obstante haberles ofrecido un plazo de treinta días para volver a la manera de vivir de los romanos, han persistido en su obstinación, los condenamos a morir por la espada».
La tortura
En el ejemplo aducido, del año 180, se ve que todavía el proceso judicial conserva algo de la gravedad romana. No se observa en el magistrado odio o crueldad, ni tampoco una obstinada decisión de doblegar la voluntad de los acusados.
Pero ya desde fines del siglo II vemos un juez menos impasible, que emplea habitualmente la tortura en los procesos contra los cristianos. Alguna vez recuerda la norma jurídica que exime de la tortura a senadores, decuriones y aún soldados; pero otras veces trata a todos como a gentes vulgares.
Los textos del siglo III y IV describen el uso habitual de cuatro modos de tortura: la flagelación, la tensión del cuerpo sobre un caballete, la laceración de los miembros con garfios y la aplicación del hierro candente o de antorchas encendidas. Ya en 197 Tertuliano protesta:
«Ponéis a los demás en tormento para hacerles confesar cuando niegan, y solamente a los cristianos para hacerlos negar… Yo confieso, y comenzáis la tortura. Se nos tortura cuando confesamos» (Apolog. 2). El argumento es irrefutable. Los magistrados no debieran someter a tortura a los cristianos que confesaban claramente aquello de lo que se les acusaba. La tortura en tales casos no solamente era inútil, era ciertamente ilegal. Y este grave abuso, como tantos otros absurdos antijurídicos, no suscitaban protesta alguna en la conciencia de los romanos cuando el abuso era contra cristianos.
Bien claramente había establecido Antonino Pío: «será libre de tortura quien confiese claramente» (Digesto XLVIII, XVIII,16). Era justamente el caso de los cristianos. Pero estamos ya en el régimen de las persecuciones sistemáticas, cuando los magistrados buscan no tanto la condenación, sino la abjuración de los acusados cristianos. Emplean entonces contra ellos la tortura, para arrancarles por la fuerza brutal de los padecimientos no una confesión que lleve al castigo, sino una retracción que permita absolverlos. Ésta era la cruel compasión -misericordia crudelior- que usaban con ellos, según expresión de un escritor del siglo III (Passio SS. Montani et Lucii 20).
Puede a veces excusarse esta crueldad alegando que el magistrado, con la tortura, buscaba absolver al acusado. Pero cuántas veces las Actas muestran al juez humillado y encolerizado al no conseguir doblegar la voluntad del confesor, que unas veces calla o que se limita a exclamar: «¡Cristo, ayúdame! ¡Señor, ven en mi ayuda! ¡Dame fuerzas para sufrir!» (Acta SS. Saturnini et Dativi).
Estamos ante un duelo desigual, en el que la autoridad pública, antes de verse humillada y vencida por la resistencia del confesor, utiliza toda clase de tormentos para doblegar su voluntad o para vengar su victoria.
Phileas, obispo de Themnis, que murió también mártir, describe las torturas sufridas por los cristianos de Alejandría, cuya cautividad él mismo compartió en el año 306:
«Los bienaventurados mártires que vivieron con nosotros sufrieron por Cristo todos los padecimientos, todos los tormentos que se pueden inventar; y algunos no una sola vez, sino varias. Se les golpeaba con varas, con látigos, con correas, con cuerdas. A algunos, atadas las manos a la espalda, se les extendía sobre el caballete, mientras que con una máquina se les estiraban las piernas. Después, por orden del juez, los verdugos desgarraban con garfios de hierro no solo los costados, como se hace con los homicidas, sino también el vientre, las piernas y hasta el rostro. A otros se les suspendía de un pórtico por una sola mano, de suerte que la tensión de las articulaciones era el más cruel de todos los suplicios. Muchos eran atados a columnas, unos frente a otros, sin que sus pies tocasen la tierra, con el fin de que el peso de sus cuerpos apretase cada vez más las ataduras. Y soportaban esta tortura no solo mientras les hablaba y les interrogaba el juez, sino durante casi toda una jornada. Cuando pasaba a preguntar a otros, dejaba a gentes de su séquito para que observasen a los primeros y viesen si el exceso de dolores doblegaba su voluntad. Ordenaba apretar sin piedad las ataduras, y los que morían eran arrastrados vergonzosamente. Porque decía que no merecíamos miramiento alguno y que todos debían mirarnos y tratarnos como si ya no fuésemos hombres» (Eusebio, Hist. eccl. VIII,10,2-7).
Efectivamente, algunos cristianos morían en la tortura. Casos semejantes son también atestiguados por San Cipriano (Epist. 8), y no causaban escándalo. Los juristas romanos hablan de estos sucesos como de cosa frecuente y de poca importancia: «plerique, dum torquentur, deficere solent» (Ulpiano, Digesto XLVIII, XIX,8, párrf.3).
A estos horrores parece que las mujeres estaban más expuestas que los varones. El pudor ultrajado les hacía más cruel la tortura. Para atormentarlas por el látigo, el hierro o el fuego, se comenzaba por desnudarlas.
Una murió de pronto cuando el juez mandó azotarla (Acta SS. Claudii, Asterii et aliorum 4). La mártir Theonila, desnudada ante el público y los verdugos, le dice al magistrado: «¿No te da vergüenza tratar así a una mujer de libre nacimiento, a una extranjera? Dios ve lo que haces. No soy yo sola, sino es también tu madre y tu esposa a quienes avergüenzas en mi persona» (ib.).
La niña española Eulalia muere también en la tortura, mientras se aplicaba una antorcha encendida a su pecho, costados, rostro y cabellos (Prudencio, Peri Stephanon III,145-160). El horror antijurídico es aquí doble, pues aunque la ley no prohibía torturar mujeres, un rescripto de Antonino Pío prohibía torturar a las jovencitas de menos de catorce años (Digesto XLVIII, XVIII,10). ¡Y Eulalia tenía doce!
La sentencia
En los relatos de las Passiones de los mártires, como se habrá notado, no aparecen ni testigos, ni abogados.
Los testigos hubieran sido útiles en el proceso si a los cristianos se les persiguiera por algún crimen de derecho común. Pero eran superfluos cuando solamente eran perseguidos por su religión: bastaba que abjurasen de ella para su absolución, y era suficiente que perseveraran en su fe para condenarlos. Por eso en los interrogatorios de las Actas de los mártires se interroga solo a los confesores, y nunca a eventuales testigos.
Más chocante es la ausencia de abogados. Nunca en las crónicas se refieren alegatos favorables de algún jurista. Por eso decía Tertuliano:
«Los otros pagan el servicio de los abogados para demostrar su inocencia, y no está permitido condenar a acusados a quienes no se haya defendido ni escuchado. Solamente a los cristianos se les niega el derecho de justificarse» (Apolog. 2).
Por otra parte, la tarea de un abogado que compartiera la fe de los acusados hubiera sido harto peligrosa para él.
«Un joven cristiano de familia ilustre, Vettius Epagathus, que asiste al interrogatorio de los mártires de Lión, indignado ante las torturas que se infligen a los acusados, se adelanta ante el tribunal y dice: “Solicito que se me permita defender la causa de mis hermanos. Yo demostraré claramente que no somos ni ateos ni impíos”. Se produjo entonces un gran rumor, pues Vettius Epagathus era conocido de todos. Sin embargo, aunque su petición era justa y legal, el legado no accedió a ella, sino que le preguntó si era cristiano. “Sí”, respondió Vettius con voz fuerte. Y fue añadido al número de los mártires. “¡He aquí, exclamó el juez burlonamente, el abogado de los cristianos!” (Eusebio, Hist. eccl. V,1,10).
Normalmente, antes de la sentencia, el escribano leía las actas del proceso con el interrogatorio. Después, el magistrado leía la sentencia, previamente escrita en sus tablillas. Ésta solía ser muy breve, pues eran superfluos los considerandos, ya que el mismo cristiano había confesado el hecho sobre el que era acusado.
El juez recordaba la negativa del cristiano a apostatar, condenaba «su obstinación y su desobediencia a las leyes», y en una parte final dispositiva indicaba la pena a la que era condenado, por ejemplo, gladio animadverti placet; ad bestias dari placet. Y en ocasiones un heraldo repetía la sentencia en voz alta para que todos los espectadores la escuchasen.
La aceptación, más aún, la alegría de los mártires
¿Se dio algún caso en el que se apelara contra estas sentencias? Jamás. Y este es otro dato muy notable en la historia de los mártires cristianos. El edicto de Caracalla, ya citado, había suprimido el recurso de apelación al César, es decir, el derecho de los ciudadanos a recusar la competencia de los gobernadores de provincia; pero no había suprimido la facultad de apelar contra las sentencias que ellos dictasen. Esta facultad siempre fue reconocida por el derecho (Digesto XLIX, tit. I: de appellationibus et relationibus).
Toda persona condenada a pena capital no sólo podía apelar contra la sentencia, sino que estaba prohibido que se le opusiera dilación alguna. Aún en el camino del suplicio podía el condenado apelar válidamente, y eso era bastante para que se demorara la ejecución de la pena. Más aún, cualquier persona, aunque no tuviese mandato especial para ello, podía apelar en su lugar (Ulpiano, Digesto XLIX, I,6).
Sabemos, como ya dijimos, que, sometidos a juicio, hubo cristianos apóstatas, a veces numerosos. Pero no conocemos, sin embargo, ningún caso en que los cristianos confesores de la fe y condenados por ello hicieran uso de su derecho de apelación. La conformidad, más aún, el gozo con que los mártires acogen la sentencia de muerte, pudiendo evitarla en cualquier momento del proceso por la abjuración, es realmente impresionante.
La alegría de los mártires, consignada tantas veces en las Actas, es un dato verdaderamente formidable.
Perpetua y sus compañeros son consolados en la cárcel por Cristo poco antes de morir: «besamos al Señor y Él nos acarició la cara». Y confiesa: «Te doy gracias, oh Dios, pues fui alegre en la carne y aquí soy más alegre todavía» (12). El público queda asombrado al ver que Carpos sonríe en el interrogatorio y durante la tortura. También Teodosio mantiene la sonrisa. El decurión Hermes bromea al ir al suplicio (Acta S. Philippi 13). Las crónicas refieren muchas veces la actitud serena y alegre de los mártires (Passio S. Pionii 21; Passio S. Saturnini et Dativi 4).
«Con alegría confesamos a Cristo y con alegría vamos a la muerte», escribe San Justino, que morirá mártir (1 Apología 39). Cuando en el curso del proceso se ofrece a los cristianos un plazo para reflexionar, lo rehusan siempre. Así consta, por ejemplo, en las Actas de Apolonio, de los mártires Scillitanos, de Pionio, de Dídimo y Teodora, y de tantos otros (Eusebio, De martyr. Palest. 8). No resisten la sentencia condenatoria, sino que la reciben con inmenso gozo:
«Condenados a las fieras, volvimos gozosos a la prisión», escribe Perpetua (6). «No tenemos palabras suficientes para dar gracias a Dios», exclama uno de los mártires de Scillium; y otro añade: «Hoy hemos merecido entrar en el número de los mártires en el cielo. ¡Damos gracias a Dios!». Apolonio contesta la sentencia del prefecto: «Bendito sea Dios por tu sentencia». Y el centurión Marcelo dice a su juez: «¡Que Dios te bendiga!». «¡Gracias a Dios!», exclama San Cipriano, y lo mismo dicen Masima, Donatila y Segunda, las tres campesinas de África.
¿Cómo iban a apelar en contra de la sentencia condenatoria quienes con tanto gozo la recibían? Ya conocemos al obispo Phileas, cuya descripción sobre las torturas de los mártires hemos recordado hace poco. Pues bien, cuando este obispo fue retirado del tribunal, ya condenado a muerte, un hermano suyo, pagano todavía y abogado, gritó: «Phileas pide que sea reformada la sentencia».
El prefecto manda que traigan de nuevo a la audiencia el condenado. «-¿Has apelado tú? -No, yo no he apelado. No escuches a ese infeliz. Al contrario, doy gracias a los emperadores y a mi juez, que me dan parte en la herencia de Jesucristo» (Acta SS. Phileæ et Philoromi. 3).
En estricto derecho, el juez hubiera debido admitir la apelación. Enseña el máximo jurista Ulpiano: «¿qué sucederá si el condenado desaprueba la apelación y, no ratificándola, se dispone a morir? Creo que, a pesar de todo, debe diferirse el suplicio» (Digesto XLIX, I,6).
Pero tratándose de un cristiano, el juez ignora, como era costumbre de los magistrados romanos, la equidad y el derecho, y envía al santo mártir a la muerte.