Lección Primera
Apostolado y martirio
La palabra mártir
El martirio, entendido según su estricta significación etimológica [testimonio], no se conoció antes del cristianismo. No hay mártires en la historia de la filosofía: «Nadie -escribe San Justino- creyó en Sócrates hasta el extremo de dar la vida por su doctrina» (II Apología 10). Tampoco el paganismo tuvo mártires. Nunca hubo nadie que, con sufrimientos y muerte voluntariamente aceptados, diera testimonio de la verdad de las religiones paganas. Los cultos paganos, a lo más, produjeron fanáticos, como los galos, que se hacían incisiones en los brazos y hasta se mutilaban lamentablemente en honor de Cibeles. El entusiasmo religioso pudo llevar en ocasiones al suicidio, como entre aquellos de la India que, buscando ser aplastados por su ídolo, se arrojaban bajo las ruedas de su carro. Pero éstos y otros arrebatos religiosos salvajes nada tienen que ver con la afirmación inquebrantable, reflexiva, razonada de un hecho o de una doctrina.
El martirio, sin duda, quedó ya esbozado en la antigua Alianza, en figuras admirables, como las de los tres jóvenes castigados en Babilonia a la hoguera, Daniel en el foso de los leones, los siete hermanos Macabeos, inmolados con su madre… Pero el judío se dejaba matar antes que romper su fidelidad a la religión que era privilegio de su raza, mientras que el cristiano acepta morir para probar la divinidad de una religión que debe llegar a ser la de todos los hombres y todos los pueblos.
Y ése es, precisamente, el significado de la palabra mártir: testigo, que afirma un testimonio de máxima certeza, dando su propia vida por aquello que afirma. La palabra misma, con toda la fuerza de su significación, no se halla antes del cristianismo; tampoco en el Antiguo Testamento. Es preciso llegar a Jesucristo para encontrar el pensamiento, la voluntad declarada de hacer de los hombres testigos y como fiadores de una religión.
«Vosotros -dijo Jesús- seréis testigos (mártires) de estas cosas» (Lc 24,48). Más aún: «Vosotros seréis mis testigos en Jerusalén, Judea y Samaría, hasta los últimos confines de la tierra» (Hch 1,8). Y los Apóstoles aceptan esta misión con todas sus consecuencias.
Así San Pedro, para sustituir a Judas, el traidor, declara: «Es necesario que entre los hombres que nos han acompañado todo el tiempo que el Señor Jesús vivió con nosotros… haya uno que con nosotros sea testigo de la resurrección» (Hch 1,22). Y en su primer discurso después de Pentecostés: «Dios ha resucitado a Jesucristo, y de ello somos testigos todos nosotros» (2,32). Y con Juan, ante el Sanedrín: «Nosotros somos testigos de estas cosas… y con nosotros el Espíritu Santo que Dios ha dado a todos aquellos que le obedecen» (5,32.41). Otra vez, después de azotados, salen del Consejo «felices de haber sido hallados dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús» (5,41). Y al fin de su vida, escribiendo a las iglesias de Asia, Pedro persiste en el mismo lenguaje: «Yo exhorto a los ancianos que hay entre vosotros, yo que también soy anciano y testigo de los padecimientos de Cristo»… (1Pe 5,1).
Así pues, el significado primero de la palabra mártir es el de testigos oculares de la vida, de la muerte y de la resurrección de Cristo, encargados de afirmar ante el mundo estos hechos con su palabra. Desde el primer día este testimonio se dio en el sufrimiento y, como hemos visto, en la alegría de padecer por Cristo. Enseguida, después de estas primeras pruebas, vino el sacrificio de la misma vida, como testimonio supremo de la palabra.
Ya Jesucristo lo había predicho a los Apóstoles: «Seréis entregados a los tribunales, y azotados con varas en las sinagogas, y compareceréis ante los gobernadores y reyes por mi causa, y así seréis mis testigos en medio de ellos» (Mc 13,9; +Mt 10,17-18; Lc 21,12-13).
Al mismo tiempo, les asegura su asistencia: «Cuando os hagan comparecer ante los jueces, no os preocupéis de lo que habréis de decir, sino decid lo que en aquel momento os será dado, porque no sois vosotros los que tenéis que hablar, sino el Espíritu Santo… El hermano entregará a su hermano a la muerte, y el padre al hijo; los hijos se levantarán contra sus padres y los harán morir; y vosotros seréis odiados por todos a causa de mi nombre. Pero el que persevere hasta el fin se salvará» (Mc 13,11-13; +Mt 10,19-20; Lc 12,11-12; 16-17).
Cuando los cristianos pudieron comprender por los acontecimientos la fuerza de estas palabras de su Maestro, se consideró la muerte gloriosa de sus más antiguos y fieles discípulos como el coronamiento de su testimonio. Desde entonces, muerte y testimonio quedaron entre sí definitivamente asociados.
Antes, pues, de finalizar la edad apostólica, la palabra mártir adquiere ya su significado preciso y claro, y se aplicará a aquel que no solo de palabra, sino también con su sangre, ha confesado a Jesucristo.
Pero ya en ese mismo tiempo se extiende también su significado a quienes podrían decirse testigos de segundo grado, a aquellos «bienaventurados que creyeron sin haber visto» (Jn 20,29), y que, habiendo creído así, testificaron su fe con su sangre.
San Juan, concretamente, a fines del siglo I, emplea la palabra mártir en dos ocasiones con este sentido. En el mensaje que dirige a la iglesia de Pérgamo, hablando en el nombre del Señor, menciona a «Antipas, mi fiel testigo, que ha sido entregado a la muerte entre vosotros, allí donde Satanás habita» (Ap 2,13). Alude a un cristiano martirizado por los paganos en tiempos de Nerón. Y en otro pasaje, cuando se alza ante el apóstol vidente el quinto sello del libro misterioso, alcanza a ver «debajo del altar las almas de los que habían sido muertos por causa de la palabra de Dios y del testimonio que habían dado» (6,9).
Y no será la primera generación cristiana de creyentes la única en dar este testimonio. La historia de los mártires no había hecho entonces sino comenzar.
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