Lección Quinta
Condición social de los mártires
Considerar la variada condición social de los mártires nos exige estudiar antes la penetración del cristianismo en todas las clases de la sociedad.
Pareciera que lo normal hubiera sido que el cristianismo, como otras religiones, se arraigase solamente en su lugar de nacimiento, y que a lo más, muy poco a poco, se hubiera difundido a otros pueblos y razas, lenguas y culturas.
Pero no fue así. La historia nos muestra que el cristianismo se extendió casi al mismo tiempo en las más diversas regiones del mundo antiguo.
También podía suponerse que, como los partidos políticos, la nueva fe arraigara sobre todo en medio de ciertas clases sociales. Y algunos imaginan que, en efecto, así fue, y que sólo ganó a la plebe. Pero tampoco fue esto así. Apenas nacido, el cristianismo, en un prodigio sobrehumano de difusión, invade a todos los pueblos, culturas, lenguas, y también clases sociales.
Parecería natural que, siendo los Apóstoles personas incultas y tan sencillas, trabajadores manuales en su mayoría, se dirigieran, aunque sea en pueblos diversos, a los de su propia condición. Y que en el extranjero buscaran el amparo receptivo de las comunidades judías de la diáspora.
Pero todas estas claves mentales saltan en pedazos ante la realidad de una historia distinta. Es cierto que los primeros misioneros del Evangelio, siendo judíos, se dirigieron primero a los de su raza. Pero dentro de ésta, hablaban sin ningún embarazo, siendo iletrados, a hombres de toda condición, sin limitarse en modo alguno al pueblo más bajo e ignorante. Es cierto también que los apóstoles, como un San Pablo, frecuentaban los barrios obreros habitados normalmente en la diáspora por las colonias judías. Y eso explica que durante bastante tiempo los paganos del Imperio confundieron a los cristianos con los judíos, viéndolos como un cisma brotado de éstos. Pero muy pronto hubieron de advertir que, bajo tales apariencias, se estaba realizando un profundo trabajo por difundir la nueva fe más allá de los límites de las dispersas juderías.
La universalidad del cristianismo se puso de manifiesto con sorprendente rapidez, ganando a los hombres de condición y nación más diversas. No hay explicación humana que haga entender por qué la nueva fe predicada por San Pedro, un pescador, o por San Pablo, un tejedor, se extiende también entre las clases más elevadas del mundo antiguo.
El primer converso pagano de San Pedro, Cornelio, era oficial del ejército romano (Hch 10). Cuando Pablo y Bernabé recorren Chipre, el procónsul Sergio Paulo «los hace comparecer, pues desea oír de su boca la palabra de Dios», y en seguida «admira y cree» (13,7.14). «Muchos mujeres nobles» de Tesalónica se convierten ante la predicación de Pablo (17,4). En Corinto gana para Cristo al tesorero de la ciudad (Rm 16,23). Cuando predica en la colina del Areópago, creen en su palabra algunos atenienses, entre ellos un miembro de aquel tribunal superior (Hch 17,34). En Éfeso el Apóstol hace amistad con personas principales, que eran o habían sido asiarcas, es decir, sumos sacerdotes de la provincia romana de Asia (17,34).
En una irradiación fulgurante el Evangelio ha ido más allá de las fronteras judías y ha ido haciendo conquistas en las cimas de la sociedad pagana. Todos los elementos étnicos, judíos y gentiles, todos los estamentos sociales, ricos y pobres, están ya reunidos y fundidos en las primeras iglesias cristianas.
Esclavos mártires
Pauperes evangelizantur (Lc 7,22). Jesucristo afirma que la evangelización de los pobres es una de las pruebas de la autenticidad de su misión. Y en el mundo antiguo los pobres eran los esclavos y la gente humilde de condición libre.
Los esclavos formaban una buena parte de la población, concretamente en el Imperio. Su número era grandísimo, y se ocupaban no solo de los servicios domésticos, sino de la mayoría de los trabajos rurales, artesanales e industriales.
El esclavo era un capital productivo del que se obtenían rentas por su trabajo. Una sola persona poseía a veces centenares o millares de esclavos, y éstos eran parte muy principal de los inventarios de las grandes fortunas.
Los esclavos lo eran a veces por nacimiento, pero mucho más por importación. Eran gentes de todos los países, prisioneros de guerra con frecuencia, que se compraban al por mayor en las zonas de frontera y se vendían al por menor en los mercados del interior. Formaban un pueblo de desarraigados, que habían traído los vicios de su tierra de origen, y que, en cambio, perdían pronto sus buenas costumbres en la promiscuidad de la servidumbre.
En el mundo pagano nadie se interesaba por estos miserables. Había dueños humanos y otros muchos que no lo eran. Algún filósofo hubo que estimó la esclavitud como contraria al derecho natural, pero sus protestas fueron sumamente tímidas, y nadie les hizo caso. Los esclavos hubieran seguido en el más total desamparo de no haber surgido el cristianismo.
Apenas iniciada la difusión de la fe cristiana, hay ya esclavos cristianos. Son muchos en las comunidades fundadas por San Pablo, y en varias de sus cartas les da instrucciones y consejos. Al Apóstol quiere que los esclavos no se muevan por temor servil, sino por conciencia del deber; intento completamente nuevo. Les muestra la nobleza de la obediencia, haciendo de ella un acto libre de sumisión a la voluntad divina (Ef 6,5-8; Col 3,22; Tit 2,9). Les inculca el sentido del honor cristiano, para que viendo sus virtudes aprendan los señores a respetar el nombre y la doctrina del Señor (1Tim 6,1; +1Pe 2,18ss). Procura, al mismo tiempo, mejorar su condición, mandando que sean tratados como hermanos (Ef 6,9; Col 4,1). Son realmente nuestros hermanos, iguales ante Dios, miembros del mismo cuerpo místico de Cristo (Ef 6,9; Col 4,1; Gál 3,28; Flm 1,8-21).
Todo esto, para aquellos hombres oprimidos y despreciados, era una revelación. Por eso acudieron en masa al llamado de la Iglesia, y en ella aprendían, como dice Orígenes, «a tomar un alma de hombres libres» (Contra Celsum III,24). No pudiendo la Iglesia por entonces liberar a los esclavos de sus vínculos civiles, los liberaba internamente, asegurándoles en la comunidad cristiana una igualdad que la sociedad civil les negaba, y haciéndoles participantes de todos los beneficios de la fraternidad evangélica.
Y esta igualdad y fraternidad no eran meras palabras, eran realidades. Los esclavos cristianos participaban en los mismos sacramentos de los hombres libres; como éstos, tenían su lugar en las celebraciones litúrgicas; se casaban legítimamente ante Dios. Habían sido atraídos a la fe con una profunda suavidad persuasiva.
Arístides, apologista del siglo II, escribe: «Los fieles persuaden con el afecto a sus criados a que se hagan cristianos con sus hijos, y cuando ya lo son, los llaman, sin distinción, hermanos» (Apol. 15). A veces era preciso que este enaltecimiento no les hiciera orgullosos. San Pablo les dice: «Los esclavos que tienen a fieles por dueños, no los desprecien, porque son hermanos, sino al contrario, sírvanlos mejor, porque son fieles y amigos, participantes de los mismos beneficios» (1Tim 6,2). Y San Ignacio a San Policarpo: «No desprecies a los esclavos, pero tampoco ellos se hinchen de orgullo» (Ad Polyc. 4).
La Iglesia, al mismo tiempo que suavizaba la condición de los esclavos y preparaba su liberación futura, procedía con prudencia en la transición. Sin este cuidado, fácilmente el orgullo y la rebeldía hubieran ocupado el lugar de los otros vicios de que ella los había curado.
Entre los esclavos hubo cristianos admirables. Muchos de ellos, en las casas donde servían, desarrollaron un verdadero apostolado y convirtieron a sus dueños paganos. Hubo esclavos que en la Iglesia fueron ascendidos al grado más alto de la jerarquía pastoral.
Si Hermas, autor del libro Pastor, fue esclavo, como dice, su hermano Pío, que fue Papa a mediados del siglo II, era de origen servil. Calixto, esclavo de un banquero, fue arcediano de Roma y más tarde Papa.
Aún es indicio mayor del enaltecimiento inmenso que la Iglesia produjo en los esclavos el hecho de que muchos de ellos fueron mártires. Los paganos quedaban asombrados al ver que estos hombres y mujeres, acostumbrados a acatar toda orden o capricho de sus amos sin resistencia alguna, se negasen a abjurar de su fe en Cristo y aceptasen tormentos crudelísimos antes que renegar de su fe.
En las Actas del martirio de Santa Adriana, mártir de Frigia, se da este diálogo: «-¿Cuál es tu nombre?, le pregunta el juez. -¿Qué importa mi nombre? Yo soy cristiana. -¿Es éste tu amo? -Es solamente dueño de mi cuerpo; pero el señor de mi alma es Dios. -¿Cómo no adoras a los dioses que tu dueño adora? -Yo soy cristiana, y no adoro a ídolos mudos, sino al Dios vivo y verdadero, al Dios eterno»… Estas respuestas desconcertaban totalmente la mentalidad pagana. Otros esclavos, Blandina en Lión, Evelpisto en Roma, Potamiena en Alejandría, Felícitas en Cartago, Sabina en Esmirna, Vital en Bolonia, Porfirio en Cesarea y tantos otros, responden a los magistrados con ese mismo sentimiento de libertad plena. «-¿Quién eres tú?, pregunta el prefecto romano a Evelpisto. -Esclavo del César, pero cristiano que ha recibido de Cristo la libertad y que, por su gracia, tiene la misma esperanza que éstos». Está claro que los esclavos que así hablaban ya en realidad no eran esclavos.
«Esclavo del César»… Los cesarianos, esclavos o libertos del emperador, formaban una clase aparte en el mundo de la esclavitud. Los había de muy diversas categorías, servidores domésticos, ocupados en la industria o el comercio, empleados en la cancillería imperial, unos eran pobres, otros riquísimos… Pero ni estos esclavos cesarianos se libraban de su condición servil de esclavos, y seguían sujetos a los posibles desmanes de un dueño despótico. Y si eran libertos, dejando de ser esclavos, aún entonces seguían vinculados a su dueño por lazos de dependencia.
Pues bien, desde el comienzo del Evangelio hubo cesarianos cristianos en la casa imperial. San Pablo, en carta escrita hacia el 62 o 64, saluda «a los santos que están en la casa del César» (Flp 4,22). Y como la servidumbre del palacio no cambiaba mucho al cambiar el soberano, de hecho, la llama evangélica, encendida en el palacio imperial ya en tiempos de Nerón, se mantuvo siempre encendida de reinado en reinado. A pesar de que algunos emperadores los persiguieron con gran dureza, siempre hubo cesarianos cristianos. Siempre fueron numerosos y gozaron de altos favores.
Hubo cesarianos en el palacio de Marco Aurelio, y más en tiempos de Cómodo. También con Septimio Severo, cuyo hijo, Caracalla, tuvo nodriza cristiana -lacte christiana educatus (Tertuliano, Ad Scapulam 4)-. San Ireneo habla de los cristianos que viven en la corte del emperador y cuidan sus muebles (Ad Hæres. IV,30). En el palacio de Alejandro Severo, muy propicio a los cristianos, eran los fieles muy numerosos, lo mismo que en el de Filipo. En una carta de San Cipriano condena el abuso terrible de que algunos obispos son intendentes de posesiones imperiales (De lapsis 6). San Dionisio de Alejandría dice que el palacio imperial de Valeriano, antes de que persiguiera a los cristianos, tenía tantos cristianos que parecía una iglesia (Eusebio, Hist. eccl. VII,10). Pero cuando fue mayor el número y el influjo de los cesarianos cristianos fue en los primeros años del reinado de Diocleciano. Gran parte de ellos fueron eliminados al comenzar la persecución.
«Humiliores» mártires
La sociedad imperial se componía, de un lado, por la aristocracia y la alta burquesía, los honestiores, y de otro, no muy por encima de los esclavos, los más pobres y pequeños, los humiliores. Con estos términos se distinguía a unos de otros en el lenguaje jurídico, pues la diferencia tenía no pequeñas consecuencias en los posibles géneros de penas.
Los oficios manuales apenas permitían vivir a los humiliores, por la competencia de los esclavos. Y como, por otra parte, eran admitidos a las distribuciones de víveres que el Estado y los ricos prodigaban, muchos de ellos vivían ociosos, llenando su ociosidad con espectáculos gratuitos, que también les eran suministrados con abundancia.
Aquella gente pobre que, en este orden económico falso y malo, aun teniendo una cierta felicidad animal, estaban profundamente a disgusto, entraron también en masa por la puerta que la Iglesia les abría. En la nueva comunidad sus almas podían desarrollarse, recuperaban también un ambiente laborioso, pues la Iglesia rechazaba la ociosidad (1Tes 4,11; 2Tes 3,10-12), al mismo tiempo que les procuraba medios dignos para ganarse la vida (Didajé 12; Const. apost. IV,9).
El célebre relato que Tácito hace del incendio de Roma, en el verano del año 64, y de cómo Nerón, atribuyéndolo a los cristianos, desencadenó una terrible matanza de fieles, vistiéndoles con pieles de fieras, entregándolos a jaurías de perros, cubriéndoles de pez, empalados, transformados en antorchas, es un martirio multitudinario que solamente pudo ser aplicado a gentes de baja condición social (Annal. XV,38-40.44). Son suplicios que «unen la burla a la crueldad» -pereuntibus addita ludibria-, y que en modo alguno se daban a personas de categoría social.
De modo semejante, refiere el Papa Clemente Romano una pena impuesta a cristianos de su tiempo, que consistía en hacerles desempeñar en una parodia mitológica un papel afrentoso, que terminaba con la degollación real del protagonista (Corintios 6). Castigos tales no podían ser aplicados a ciudadanos romanos de categoría, sino solo a gente insignificante, personas que nullum caput habent.
Todo hace pensar, pues, que los primeros mártires, cuya sangre consagró la colina Vaticana, esa «inmensa muchedumbre» de la que habla Tácito, eran cristianos humiliores, pobre gente sencilla.
Las Actas de los mártires nos dan también frecuentes indicios de la humilde condición de los primeros testigos de Cristo. En ellas encontramos al pastor Temístocles, al pastor Namas, al tabernero Teodoto, al jardinero Sineros, a cuatro picapedreros de Panonia, al flautista Filemón, al carbonero Alejandro, que, por cierto, llegó a obispo, y a tantos hombres del pueblo bajo.
Los cementerios primitivos confirman lo ya dicho. En ellos aparecen, unidos y mezclados unos con otros, nombres de patricios o de plebeyos, epitafios de alta poesía o con torpes errores ortográficos, y no es raro que un nombre aristocrático lleve una simple losa, en tanto que una simple vendedora de legumbres tenga un arco de cripta decorado con un fresco. Nunca la igualdad y la fraternidad evangélicas fueron tan vivientes como en estos asilos de la muerte.
Aristócratas mártires
Las primeras necrópolis cristianas fueron excavadas en posesiones de familias nobles, que ofrecían a toda clase de fieles la hospitalidad del sepulcro. Por eso vemos en las catacumbas tantos nombres de gente humilde junto a muchos nombres de familias ilustres.
En el siglo I el cementerio cristiano de Domitila, en la vía Ardeatina, tuvo por fundadora a una dama que pertenecía a la familia imperial. En efecto, Flavia Domitila era nieta del emperador Vespasiano y sobrina de Tito y Domiciano. Se había casado con Flavio Clemente, y ambos eran cristianos. Fueron también los primeros en sufrir la persecución de Domiciano. Flavio, que era cónsul, fue decapitado en el año 95, y Domitila desterrada a una isla (Dion Cassio LXVII,13).
Otros miembros ilustres de la sociedad romana fueron también mártires cristianos bajo Domiciano, acusados algunos de ellos de «culpables de novedades» -molitores novarum rerum- (Suetonio, Domit. 10). Entre ellos destaca Acilio Galabrio, cónsul del año 91. En la catacumba de Priscila, en la vía Salaria, del tiempo de los apóstoles, se ha hallado el sepulcro de los Acilii, donde su estirpe cristiana fue enterrada desde el siglo I al IV.
Un siglo más tarde, es excavado un cementerio en la posesión de los Cæcilii, y allí son sepultados los restos de la mártir Santa Cecilia. Este cementerio, que tomará el nombre del Papa Calixto, y en el que serán enterrados los Papas del siglo III, guarda, junto a las reliquias, sumamente veneradas, de esta joven cristiana, de la familia de los Cæcilii, los restos de otros cristianos de ilustres estirpes romanas: los Cornelii, los Aemilii, los Bassii, los Annii, los Jallii, los Pomponii, los Aurelii. Allí, durante los tres primeros siglos, queda escrito para siempre el nombre de muchas familias cristianas de la más alta nobleza romana. Entre ellos el del Papa Cornelio, miembro quizá de la familia de los Cornelii, y en tal caso descendiente del dictador Sila.
La historia de los cementerios cristianos de Roma y de todas las provincias del Imperio nos hace patente que los más de ellos fueron fundados por cristianos ricos que ofrecieron el sepulcro de su familia, sus jardines, alguna de sus posesiones, sea para recibir los restos de algún mártir ilustre o para acoger indistintamente a los hermanos en la fe. Los nombres antiguos de estos cementerios indican esta realidad: area Macrobii, area Vindiciani, hortus Justi, hortus Theonis, hortus Phillippi, etc.
Son, pues, verdaderas las palabras del apologista Arístides: «Cuando uno de sus pobres sale de este mundo, el cristiano que de ello se percata provee a sus funerales según sus medios» (Apol. 15).
Desde el siglo II se habla ya con frecuencia de cristianos ricos o nobles.
Ya en 112, desde Bitinia, informaba que se iban haciendo cristianos personas de toda condición, omnis ordinis (Epist. X,96). A mediados del siglo II, Hermas acusa a ciertos cristianos de estar «enredados en negocios y riquezas», y de haberse hecho «célebres ante los paganos por sus bienes de fortuna» (Pastor, mand. X,1; simil. VIII,9). En el 197 Tertuliano asegura que «el palacio y el senado» están llenos de cristianos (Apol. 2,37). Es un tiempo en el que Septimio Severo defiende de ciertos ataques populares a los cristianos, clarissimas feminas et clarissimos viros, haciendo su elogio (Tertuliano, Ad Scapulam 4).
Y en el curso mismo de las violentas persecuciones del siglo III el número de cristianos pertenecientes a familias nobles, ricas, y a veces integradas incluso en el gobierno imperial, va acrecentándose más y más.
Mártires de la clase media
No es fácil delimitar las fronteras de una clase media. En el Imperio solamente se alcanza a ver de la clase media su parte más alta, la formada por hombres dedicados a profesiones liberales, gran comercio, poseedores de grandes capitales heredados o adquiridos, miembros de la curia municipal. La clase media inferior apenas se diferencia de la plebe mínima.
Pues bien, desde el tiempo de los Apóstoles el cristianismo penetró ampliamente en esa clase media alta de gente acomodada, activa y de espíritu abierto. Los consejos apostólicos sobre la limosna (2Cor 9,5-13; 1Tim 6,17-19), sobre el trato que ha de darse a los esclavos (Ef 6,9; Col 4,1), las exhortaciones que dirigen a las mujeres cristianas para que eviten los vanos lujos (1Tim 2,9; 1Pe 3,3), así como otros muchos indicios -donaciones a la Iglesia, cesión de jardines o posesiones para cementerios, etc.-, hacen ver que la clase media alta estaba ampliamente representada en la primera Iglesia.
Tertuliano, que al parecer fue abogado, afirma, concretamente, que los cristianos abundaban entre los curiales y en «el foro», es decir, entre jueces y abogados (Apol 37).
Abogado era el apologista Minucio Félix, africano establecido en Roma; y también era jurista y retórico en Cartago el que fue después obispo de esa ciudad, San Cipriano.
En todo caso, el cristianismo no arraigó desde el principio entre los intelectuales. Los atenienses que escucharon a San Pablo, epicúreos y estoicos, no le dieron crédito (Hch 17,18). Y el mismo Apóstol lo declara abiertamente: «entre nosotros no hay ni muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles» (1Cor 1,26).
Hasta el siglo II, precisamente en un momento de apogeo social de filósofos y sofistas, no entran apenas los intelectuales en la Iglesia. Pero ya a fines del siglo II afirma Clemente de Alejandría que «muchos de ellos» se han hecho cristianos (Strom. VI,16). Y al convertirse, no pocos de ellos usan la pluma para defender la nueva fe, y forman en los siglos II y III el gran movimiento de apologistas del cristianismo: Tertuliano, Minucio Félix, Cipriano, Arístides, Justino, Atenágoras, Panteno, Clemente. Como dice Arnobio, converso y apologista:
«Oradores de gran ingenio, gramáticos, retóricos, jurisconsultos, médicos y filósofos, han buscado las doctrinas [del cristianismo] y han dejado con desprecio aquellas otras en las que antes habían puesto su confianza» (Cf. Adv. gentes II,55).
Ellos también dieron grandes mártires, como el obispo Cipriano o el filósofo Justino.
Soldados mártires
Parece a primera vista, y así lo estimaron algunos rigoristas primeros -Tertuliano, Orígenes o Lactancio-, que el cristianismo no era compatible con la profesión militar. Pero el espíritu de la Iglesia era mucho más amplio y recordaba antecedentes decisivos.
En efecto, el Bautista predicaba a los soldados la bondad y la justicia (Lc 3,14), Jesús escucha la súplica del centurión de Cafarnaúm (7,1-10), y Pedro bautiza al centurión de Cesarea (Hch 10).
En una sociedad como la romana, decadente y disoluta, las virtudes propias de la vida militar, valentía, abnegación, disciplina, desprecio de la muerte, eran disposiciones buenas para las virtudes cristianas. Por eso no pocos maestros antiguos de la fe, Pablo (2Tim 2,3-5), Clemente Romano (Corintios 37), Ignacio de Antioquía (Policarpo 6), toman muchas veces palabras e imágenes de la vida militar para ilustrar lo que ha de ser la vida cristiana.
San Pablo predicó en Roma en el campamento de los pretorianos (Flp 1,13), de los cuales en tiempo de Nerón ya había conversos. El mismo Tertuliano reconoce que a principios del siglo III los cristianos llenan los campamentos, y hay regiones del Imperio en las que la mayoría de la tropa es cristiana.
Pues bien, una buena parte del gran número de los mártires de los primeros siglos fue integrada por soldados. Muchas veces las celebraciones de la vida militar implicaban ciertos ritos religiosos incompatibles con la fe. Y en tiempos de persecución, muchos soldados pagaron con su vida la desobediencia a cumplir con esos ritos. Fueron muchos los soldados mártires, sobre todo, como es lógico, donde acampaban las legiones romanas, en Italia, en Numidia, en Mauritania, en España, en Asia, en Egipto, a lo largo del Danubio. Y en todos esos lugares, con el testimonio de los mártires, se difundía y arraigaba la fe cristiana.
¿Por qué los cristianos no formaron un partido político?
Cuando comprobamos la formidable difusión del cristianismo en todas las clases y condiciones sociales, no podemos menos de preguntarnos: ¿cómo los cristianos, siendo tan numerosos, se dejaron diezmar hasta el fin sin resistencia? Los mismos perseguidores, según vemos a veces en Actas de los mártires, eran conscientes de la fuerza invencible de sus víctimas y de su propia debilidad.
Había cristianos diestros en ministerios de gobierno, en oficios artesanales, habituados a padecer como esclavos o a combatir como soldados. Había entre ellos escritores de ingenio y de aguda pluma, que hubieran sido perfectamente capaces de inflamar la indignación del pueblo cristiano y de lanzarlo a una acción reivindicativa de derechos. Y esto hubiera sido tanto más viable en momentos de crisis interior del Imperio, debilitado por guerras y conspiraciones. Perfectamente los cristianos hubieran podido formar una enorme fuerza política con la que sus perseguidores tuvieran necesidad de pactar. ¿Por qué no lo hicieron?
Porque Jesucristo los había enviado entre los hombres «como ovejas entre lobos» (Mt 10,16; Lc 10,3). Porque quiso que la conquista del mundo la hiciesen de forma pacífica. Él los había enviado a enseñar a los hombres lo que éstos no habían aprendido o habían olvidado: la caridad, la dulzura, la paciencia, el amor a los enemigos, el perdón de las ofensas. Él los había enviado a enseñar al mundo el valor de una nueva virtud, la fe, la convicción en la verdad divina, tan entrañada en los creyentes que por ella estaban dispuestos a entregar su propia vida, y estaban prontos a probar la veracidad de la doctrina evangélica con tres siglos de martirio sangriento, venciendo así a todas las potencias mundanas.
Y además de estas razones, otras hay que explican porqué a los cristianos les es negada en aquellas circunstancias la desobediencia y la rebelión. Los políticos se habían formado la falsa idea de que cristianismo y civilización romana eran incompatibles. Contra este absurdo prejuicio, los apologistas demostraban una y otra vez que los cristianos eran los súbditos más fieles del Imperio; que cuanto más se empeñaban en alcanzar la perfección evangélica, mejor obedecían a las leyes y al emperador; que rogaban siempre por los gobernantes y por el Imperio. Pero esta convincente demostración de la lealtad de los cristianos al Imperio se hubiera devaluado completamente con cualquier rebelión de los perseguidos.
Si los cristianos hubieran procedido como enemigos del Imperio, no hubiera terminado aquel conflicto de tres siglos con un emperador que se convirtió al cristianismo. Solamente la paciencia de los mártires hizo posible el edicto de paz de Constantino.