Historia de la Salvacion

Historia de la Salvación

Julio Alonso Ampuero

Indice

El brazo de Yahvé.

Introducción.

1. En el principio creó Dios los cielos y la tierra. -Para entender bien los primeros capítulos del Génesis. -Los relatos de la creación. -Vivir el don de la creación. -Textos principales.

2. Por un hombre entró el pecado en el mundo. -El primer pecado. -Un mundo inundado por el pecado. -La promesa de salvación. -Conclusión. Textos principales.

3. Abraham, nuestro padre en la fe. -Trasfondo histórico. -Mensaje religioso. -Abraham y los cristianos. -Textos principales.

4. De la servidumbre al servicio. -El éxodo y la historia. -La liberación de la esclavitud. -El don de la alianza. -Hacia el nuevo éxodo y hacia la nueva alianza. -Textos principales.

5. El difícil camino hacia la posesión de la tierra. -Datos históricos. -La experiencia del desierto. -La Tierra, don y conquista. -Los cristianos, peregrinos hacia la Patria. -Textos principales.

6. Ungidos de Yahveh: David y la monarquía. -Datos históricos. -Infidelidad del pueblo y fidelidad de Dios. -Yahveh Rey y su Ungido. -David, el Rey. -Jesús, hijo de David. -Textos principales.

7. La boca de Yahveh: los profetas. -Los profetas en su tiempo. -Identidad y misión del profeta. -Profetismo cristiano. -Textos principales.

8. La prueba del exilio. -Los hechos. -Su significado religioso. -La experiencia del exilio y nosotros. -Textos principales.

9. El Israel espiritual. -Datos históricos. -Templo, sacerdocio y Ley. -Fidelidad a la ley hasta el martirio. -Los sabios de Israel. -Los pobres de Yahveh. -Textos principales.

10. La plenitud de los tiempos. -Contexto histórico. -Evangelio de Jesucristo, hijo de Dios. -Hijos en el Hijo. -La Iglesia, Cuerpo de Cristo. -Hasta que el Señor vuelva. -Textos principales.

Conclusión. -El Señor es mi pastor.

El brazo de Yahveh

Te alabamos, Padre Santo,
porque eres grande,
porque hiciste todas las cosas con sabiduría y amor.
A imagen tuya creaste al hombre
y le encomendaste el universo entero,
para que, sirviéndote sólo a ti, su Creador,
dominara todo lo creado.
Y, cuando por desobediencia perdió tu amistad,
no lo abandonaste al poder de la muerte,
sino que, compadecido, tendiste la mano a todos,
para que te encuentre el que te busca.
Reiteraste, además, tu alianza a los hombres;
por los profetas los fuiste llevando con la esperanza de salvación.
Y tanto amaste al mundo, Padre Santo,
que, al cumplirse la plenitud de los tiempos,
nos enviaste como salvador a tu único Hijo.
El cual se encarno por obra del Espíritu Santo,
nació de María la Virgen,
y así compartió en todo nuestra condición humana
menos en el pecado;
anunció la salvación a los pobres,
la liberación a los oprimidos
y a los afligidos el consuelo.
Para cumplir tus designios
él mismo se entregó a la muerte,
y, resucitando, destruyó la muerte y nos dio nueva vida.
Y por que no vivamos ya para nosotros mismos,
sino para él, que por nosotros murió y resucitó,
envió, Padre, desde tu seno al Espíritu Santo
Como primicia para los creyentes,
a fin de santificar todas las cosas,
llevando a plenitud su obra en el mundo.
(Plegaria Eucarística IV)

Introducción

Estas páginas intentan ayudar a descubrir de manera sencilla las cosas grandes que el Señor ha realizado en la historia de su pueblo y que quedaron consignadas por escrito en la Biblia.

Toda la Sagrada Escritura, en efecto, está basada en una serie de hechos que el pueblo de Dios ha vivido descubriendo en ellos el sentido profundo. Donde una mirada superficial sólo vería circunstancias casuales, motivadas muchas veces por intereses políticos o ambiciones humanas, los creyentes -amaestrados por sus profetas- descubrían «el brazo fuerte del Señor» (Éx. 15,6). Su fe era capaz de detectar al Dios que actuaba invisiblemente en su favor, que ponía en juego su poder, su misericordia y su sabiduría para salvar al pueblo con el que había hecho alianza inquebrantable.

En este sentido toda la Biblia es historia de salvación. Relata una serie de hechos interpretándolos, no desde el punto de vista político, económico, social, etc., sino desde el punto de vista de Dios. Por eso, los autores sagrados no tienen demasiado empeño en aportarnos excesivos detalles, sino que proporcionan los datos esenciales y se detienen sobre todo en su significado profundo, en el sentido que tienen a la luz de la fe. Hasta los asuntos más triviales y «profanos» son recogidos, pues encierran un mensaje de Dios y son portadores de salvación.

Esta historia, que tiene como punto de arranque y experiencia radical la liberación de la esclavitud de Egipto, se va realizando de manera progresiva y dinámica según el plan de Dios. Los acontecimientos, que están enlazados y unificados por la intervención personal de Dios como protagonista principal, no se realizan sin la colaboración de los hombres, una colaboración que Dios mismo suscita. Otras veces las cosas salen a pesar de ellos y aun en contra de ellos; en efecto, la Biblia subraya reiteradamente las resistencias e infidelidades del pueblo, de manera que desde el Génesis al Apocalipsis predomina una dinámica de pecado-liberación (normalmente entre el pecado y la salvación suele mediar la experiencia del propio fracaso, que es invitación a convertirse y volver a Dios).

Estas páginas pretenden hacer la misma labor que el guía de un museo: explicar lo suficiente para que la gente contemple los cuadros. Por eso son sólo un medio. Sólo sirven como guía para adentrarse en la lectura y meditación de los textos bíblicos. Intentan dar las claves de los principales relatos de la Escritura para dejar al lector frente a ellos y que sean ellos mismos quienes le hablen.

De este modo, estas páginas habrán logrado su objetivo: estimular a la lectura de la Palabra de Dios que es «lámpara para nuestros pasos» (Sal. 119, 105). Esta lectura de la historia de la salvación debe ayudarnos a leer nuestra propia vida a la luz de la fe. También nuestra propia historia, todo lo que nos sucede, grande o pequeño, agradable o desagradable, está invisiblemente regido por el Buen Dios y tiene un sentido. Tanto en la vida personal de cada uno como en la historia de los pueblos y de la humanidad Dios continúa actuando y continúa hablando. Si la historia es maestra de la vida, la historia de la salvación es doblemente maestra, y la Biblia nos ayuda a descubrir ese sentido profundo, aparentemente imperceptible, de todo cuanto sucede.

El pueblo de Israel volvía continuamente sobre las maravillas que Dios había realizado en tiempos antiguos para meditarlos y «escudriñar» en ellas el mensaje de Dios (Sal. 111,2). El «revolver» estos acontecimientos -cosa que también hará María: Lc. 2,19- alimentaba y vigorizaba su fe y les hacía capaces de afrontar la situación presente con todas sus dificultades e incertidumbres. También para nosotros, en este final de milenio, ante los grandes retos de la Nueva evangelización, el volver a meditar los prodigios del Señor nos avivará la fe y nos hará más capaces de captar la voz de Dios que habla en los «signos de los tiempos» (Lc. 12,54-56), en los acontecimientos de nuestros días,de descubrir su acción y de secundarla respondiendo a las llamadas de Dios contenidas en esos mismos acontecimientos.

Están recogidas de manera muy sintética las grandes etapas de la Historia de la Salvación. Cada capítulo suele contener cuatro partes:

a) Los datos históricos fundamentales de este periodo, que nos sitúan en la historia de Israel en el contexto de la historia de los pueblos circunvecinos con los que se relaciona.

b) El mensaje religioso contenido en esos hechos, que es lo que a la Sagrada Escritura le interesa y pone de relieve por encima de todo.

c) Algunas pistas -no exhaustivas- indicando cómo esos hechos continúan hablándonos a nosotros hoy, en la convicción de que «fue escrito para aviso de los que hemos llegado a la plenitud de los tiempos» (1 Cor. 10, 11) (muchas veces es simplemente recoger la prolongación de un determinado acontecimiento, personaje o tema del A. T. en el N. T.).

d) Algunos textos principales -tanto del A. T. como del N. T.- en que se encuentra todo lo anterior, y que conviene leer y meditar para dejarse iluminar por la Palabra de Dios de manera personal.

Capítulo 1. En el principio creó Dios los cielos y la tierra

Estas palabras con las que empieza la Biblia son la respuesta a una de las cuestiones fundamentales que el hombre se ha planteado siempre: ¿de dónde procede todo lo que existe?, ¿cómo ha surgido el hombre? El relato de la creación es la impresionante obertura de la maravillosa sinfonía que es el libro de la Sagrada Escritura; si toda la Biblia narra las acciones de Dios en favor de los hombres, el hecho de la creación es sin duda la base y fundamento de otras acciones, la intervención radical que ha dado el ser a las cosas y a los hombres.

1.- Para entender bien los primeros capítulos del Génesis

Muchos encuentran serias dificultades en encarar la lectura de los relatos contenidos en Gen. 1-11; les resultan desconcertantes y hasta escandalosos. El progreso de los conocimientos científicos y la mentalidad racionalista del hombre moderno llevan a muchos a rechazar estos relatos como míticos, arcaicos y totalmente superados.

Para entender bien estos capítulos es necesario tener en cuenta que no pretenden darnos una explicación científica del origen del mundo y del hombre, sino una explicación religiosa: ante el hecho -que constata con sus propios ojos- de todo lo que existe, el autor sagrado simplemente afirma que todo eso ha tenido un comienzo absoluto y que ese comienzo se debe a la intervención libre y gratuita de Dios que ha hecho surgir con su sola palabra absolutamente todo lo que existe. Por tanto, el autor sagrado no entra a explicar el cómo han surgido las cosas -eso será precisamente la competencia de la ciencia-, sino que, iluminado por Dios, afirma desde la fe la verdad religiosa fundamental de que todo ha sido creado por Dios.

Para hacer esto, el autor sagrado no recurre a afirmaciones religiosas abstractas, que sus destinatarios no habrían entendido en absoluto; por el contrario, como buen catequista transmite esas verdades en un lenguaje sencillo y popular, cargado de imágenes, que resulta enormemente gráfico y expresivo. De ahí que tengamos que distinguir cuidadosamen­te lo que el autor sagrado dice de la forma en que lo dice; es decir, que hay que distinguir el contenido que se transmi­te del recipiente en que se transmite.

2.- Los relatos de la creación

Es sabido que el libro del Génesis comienza con dos relatos de la creación. El segundo de ellos (2, 4b-25), de un estilo vivo y colorista, es el que parece más antiguo. El primero (1, 1-24a) es de un estilo más austero y monótono; si está colocado en primer lugar es porque así se respeta el orden cronológico, ya que describe la creación del universo que culminará en la creación del hombre, mientras que el segundo relato se centra en la creación del hombre y continúa con la narración del pecado.

a) El primer relato (Gen. 1, 1-24a). Este texto, pertenecien­te a la tradición sacerdotal, fue redactado probablemente en el siglo VI antes de Cristo y con gran sobriedad presenta el hecho de la Creación dentro del esquema litúrgico de la semana. Subrayamos algunos detalles recogiendo el mensaje religioso contenido en ellos:

-En primer lugar se afirma que Dios ha creado todo lo que existe. El relato lo dice con un estilo y un lenguaje típicamente semitas: por un lado ya la expresión «los cielos y la tierra» es indicadora de totalidad; pero además el autor sagrado siente la necesidad -como haríamos con un niño- de enumerar todas las criaturas, todos los seres que pueblan el universo creado: peces, aves, fieras salvajes…; Dios ha creado todas y cada una de las especies; nada queda fuera de su influjo creador.

-Queda fuertemente subrayada la omnipotencia de Dios que crea con su sola palabra; es lo que indica el estribillo que se va repitiendo: «Dijo Dios … y así fue» Es una palabra eficaz, omnipotente, creadora. Dios no crea con esfuerzo; basta su sola palabra para que todo venga a la existencia. Como comentará el Salmo 33: «El lo dijo y existió, él lo mandó y surgió» (v. 49).

-También se subraya la bondad y hermosura de todo lo creado, como apunta otro estribillo que se va repitiendo: «vio Dios que era bueno». El Creador se complace en la obra de sus manos. A los ojos del Creador -y por tanto realmente- todo lo creado es bueno. Ello también se refleja en el orden y armonía del universo: separa­ción de luz y tinieblas, ornamentación de la bóveda celeste, etc. Dios ha hecho todo con sabiduría: las plantas están dotadas de semilla, los animales de fecundidad…

-Dentro del conjunto de la creación el hombre ocupa un lugar destacado: la creación del hombre y de la mujer viene en último lugar, como culminando toda la obra creadora; al ser humano se le encomienda someter y dominar la creación porque toda ella está a su servicio; si todo lo creado es bueno, Dios se complace en el ser humano como «muy bueno»; creado como fruto de una «deliberación» de Dios, de un designio suyo, el hombre y la mujer son ante todo «imagen y semejanza» de Dios: a diferencia de las demás criaturas, inanimadas, el hombre, como ser personal puede entrar en relación y en diálogo con su Creador. Contemplando la inmensa dignidad concedida al hombre el Salmo 8 exclamará: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?… lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad, le diste el mando sobre las obras de tus manos, todo lo sometiste bajo sus pies…»

-Finalmente, queda resaltada la grandeza y soberanía de Dios. Es único, anterior y superior a todo lo creado, trascendente. A diferencia de los dioses babilónicos, que se desprendían del caos, Dios es preexistente; a diferencia de los asirios, que divinizaban al sol, la luna y las estrellas, el relato bíblico los presenta como criaturas de Dios.

Todo el relato de la creación es como un poema litúrgico. Todo el universo creado es como un inmenso templo para la gloria del Creador, el Dios tres veces santo. A imitación de Dios el hombre deberá trabajar seis días y descansar el séptimo: todo su trabajo está orientado al sábado, es decir, a la glorificación de Dios.

b) El segundo relato (2, 4b-25). Este texto pertenece a la tradición yahvista y fue redactado probablemente el siglo X ó IX a. de C.

Si en el relato anterior se subrayaba la trascendencia de Dios, que creaba con su sola palabra, aquí se subraya su cercanía y su intervención directa: el Creador aparece bajo la imagen del alfarero; lo mismo que este va modelando sus vasijas, con delicadeza, sin prisas, una por una, Dios forma a cada uno de los hombres con una intervención única y especial (cf. Jer 18,2-6; Is 6,4-7). En esta narración destaca el hecho de que el ser humano es colocado en el paraíso; un auténtico oasis en medio del desierto, con abundantes ríos y árboles hermosos; ahí el hombre es colocado como jardinero, para que lo cultive y lo guarde. Esta situa­ción paradisíaca subraya la armonía profunda en que vive el hombre; armonía con Dios, que le cuida y con el que está en relación amistosa; armonía consigo mismo, lleno de inocencia, de felicidad y de paz; armonía con su mujer, sin vergüenza de ningún tipo; armonía con la creación que le sirve y le proporciona alimento…

El hombre es hecho de barro, de polvo del suelo, lo que subraya su condición corporal, material, su condición caduca y mortal; pero a la vez Dios «insufló en sus narices aliento de vida»: con ello nos da a entender que, si Dios le infunde su propio aliento, en el hombre hay algo «divino»; eso explica que el hombre esté hecho para Dios, que tienda a Dios, y que viva en relación de total dependencia respecto de Él.

Finalmente, este relato se centra en la creación del hombre y de la mujer. Ya en el primer relato aparecía cómo Dios les constituye varón y hembra, los bendice con el don de la fecundidad y les da el mandato de transmitir la vida. He aquí algunas enseñanzas de estos versículos al respecto:

-Los dos sexos provienen de Dios, que modela el barro para formar al hombre y «trabaja» la costilla para formar la mujer; también esta es fruto de una intervención directa y personal del Creador.

-Igualdad entre hombre y mujer (varón-varona; hombre-hembra): los dos están hechos de la misma «materia». («hueso de mis huesos y carne de mi carne»).

-Llamados a ser una sola carne: el grito de júbilo de Adán indica que por fin ha encontrado una ayuda adecuada, esponsal; la palabra «carne» indica en la Biblia la persona entera bajo el aspecto corporal; y «ser una sola carne» significa ser una sola persona, un solo ser, e incluye la unión de mente y corazón, de voluntades y sentimientos en un proyecto de vida común; la unión de los cuerpos tiene sentido y valor como signo y expre­sión de esta unión más profunda e interior. Marido y mujer están ordenados el uno al otro y la expresión «una sola carne» incluye implícitamente la unidad e indisolu­bilidad del matrimonio: una unión tan íntima y estrecha es impensable que se pueda romper -sería como desgarrar la propia carne- o que pueda ser compartida por un tercero.

-Bondad del cuerpo y de la sexualidad: la expresión «estaban desnudos … pero no se avergonzaban» (v.25) apunta a un estado de inocencia en que sin malicia y con mirada limpia nada entorpece la relación entre las personas tal como Dios las ha creado; será el desorden del pecado el que introduzca la malicia en toda esta realidad (cf. Gen 3).

3.- Vivir el don de la creación

A veces puede dar la impresión de que la creación es algo que se pierde en la noche de los tiempos. Sin embargo, este acontecimiento es en realidad algo actual: no solo porque el universo y los hombres -nosotros mismos- permanecen delante de nuestros ojos, sino porque Dios continúa creando, es decir, haciendo que surjan seres nuevos y manteniendo en la existencia lo que ya existe. Se trata de una creación continua. Dios no dió el ser a las cosas y se desentendió de ellas, sino que continúa permanentemente sosteniéndolas, porque «si Él retirara a sí su espíritu, si hacia sí recogie­ra su soplo, a una expiraría toda carne, el hombre al polvo volvería» (Job 34, 14-15). La intervención primera y funda­mental de Dios que es la creación es continua y permanente. Y la Biblia nos apunta cómo vivir -también de manera permanente- el don de la creación.

a) Dependencia radical del Creador: todo lo que somos y tenemos, lo recibimos continuamente de Dios; por nosotros mismos no somos nada; todo es recibido como don gratuito. Esta dependencia total del Creador nos coloca en radical humildad como criaturas frágiles e inconsistentes que somos: «¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido ¿de qué te glorías como si no lo hubieras recibido?» (1Cor 4, 7). El hombre no puede realizarse como hombre rechazando esta dependencia del Creador que le constituye como persona; sin Dios el hombre desaparece, se destruye. Por lo mismo tampoco el ser humano puede reclamar nada a Dios como si le fuera debido: «Oh hombre, ¿quién eres tú para pedir cuentas a Dios? ¿Acaso dice el vaso al alfarero: por qué me has hecho así?» (Rom 9, 20). Por el contrario, la actitud propia del hombre ante Dios es recibir de Él y vivir en la gratitud permanente por todo lo que recibe de su Creador (Sal 50, 7-15.23).

b) También la Biblia repite que Dios cuida de sus criaturas: «el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas» (Sal 145, 9; 103, 13).Y los profetas recalcan que, si es difícil que una madre se olvide del hijo de sus entrañas, es absolutamente imposi­ble que Dios se olvide de los suyos (Is 49, 14-15). También en el hecho de la creación radica la dignidad de toda persona humana, formada a imagen y semejanza de Dios.

c) En la creación encontramos la huella de Dios: lo mismo que podemos conocer algo de un artista por las obras que realiza, así la creación al que sabe contemplarla con mirada limpia le está hablando de Dios, pues le remite al poder, a la sabiduría, a la grandeza de Dios (Sab 13, 1-9; Rom 1, 20).

d) Finalmente, la creación nos remite a nuevas intervenciones de Dios. La palabra «crear» sólo se usa en la Biblia referida a Dios, expresando una acción propia y exclusiva de Él (nunca se dice que el hombre haya creado algo, pues lo más que hace es transformar lo que ya existe). Por eso cuando se quiera hablar de que Dios prepara algo enteramente nuevo, absoluta­mente insospechado para el hombre, se dirá que Yahveh va a «crear unos cielos nuevos y una tierra nueva» (Is 65, 17). Y San Pablo para indicar el alcance de la redención operada por Cristo afirma: «el que está en Cristo es una nueva creación» (2Cor 5, 17; cf. Gal 6, 15; Ef 2, 10).

4.- Textos principales

Génesis 1-2

Salmos 8; 19, 1-7; 103 – 104; 135, 4-7; 136; 148

Job 38-42

Proverbios 8, 22-31

Eclesiástico 42, 15 – 43, 33

2 Macabeos 7, 28

Juan 1, 1-18

Colosenses 1, 13-20

Hechos 17, 16-34

CAPÍTULO 2. Por un hombre entró el pecado en el mundo

Los relatos de la creación nos han presentado un universo y un hombre en perfecta armonía: la felicidad del paraíso por un lado y el estribillo repetido de que Dios vio que todo era bueno nos dejan la impresión de que todo era perfecto. Y sin embargo el israelita -lo mismo que nosotros- constataba la presencia del mal por todas partes: «No hay quien haga el bien, ni uno siquiera» (Sal 53, 4). Los siguientes capítulos del libro del Génesis tratan de dar respuesta a estos grandes interrogantes que todo hombre se plantea: ¿de dónde viene el mal?, ¿cuál es la causa del dolor, del pecado, y de la muerte?

1.- El primer pecado

El capítulo 3º del Génesis nos narra un drama singular: la primera tentación y el primer pecado. En el paraíso en que Dios ha colocado al primer hombre y a la primera mujer aparece otro personaje hasta ahora desconocido: el tentador, en forma de serpiente.

El autor sagrado quiere decirnos que el mal no proviene de Dios, que todo lo ha hecho bien, ni tampoco proviene sólo del hombre, que ha sido creado bueno por Dios: este personaje misterioso, adversario de los planes de Dios y enemigo de la felicidad del hombre, a quien la revelación posterior irá identificando como ser personal, con poder para el mal, «la gran serpiente, la serpiente antigua, el llamado diablo y Satanás» (Ap. 12,9), es el que instiga al hombre a pecar contra Dios y es la causa última de que haya entrado la muerte en el mundo (Sab. 2,24).

Con admirable psicología presenta también el autor sagrado el proceso de la tentación como seducción y engaño. Aquel a quien San Juan denominará «mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44) comienza insinuándose con una falsedad absoluta (comparar 3,1 con 2,16-17); en un segundo momento hace dudar a la mujer de la validez del mandato del Dios y, por tanto, de la intención del mismo Dios al establecer ese mandato (vv. 4-5); así, además de mentiroso, el tentador se manifiesta como el «homicida desde el principio» (Jn 8,44): en efecto, al engañar a la mujer («de ninguna manera moriréis») con relación al mandato que Dios les había dado para vida («el día que comieres de él, morirás sin remedio»: 2,17), de hecho conduce a la muerte a la mujer y al hombre (cf 3,7). He ahí la tentación: una promesa falsa («seréis como dio­ses»), pero que halaga, seduce y atrae (3,6), una seducción y engaño que hace ver como vida lo que de hecho conduce a la muerte; con ella ha sembrado además la desconfianza en Dios al presentar como enemigo del hombre al Dios fiel y lleno de amor.

Vemos entonces en qué consiste el pecado: una falta grave de orgullo concretada en una enorme desobediencia al Señor. El mandato de Dios de no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal (2,16-17) expresa el hecho de que el hombre no es dueño absoluto de su propia vida, sino criatura limitada, dependiente radicalmente de Dios. Y el deseo de «ser como dioses» (3,5) indica justamente lo contrario: el querer tener capacidad de decidir el propio destino, ser ley para sí mismo sin condiciones impuestas desde fuera, el decidir por sí mimo lo que es bueno y lo que es malo … Por tanto, el pecado de querer «ser como dioses, conocedores del bien y del mal» es una reivindicación de autonomía moral, un renegar del estado de criatura invirtiendo el orden en que Dios estableció al hombre; es en el fondo una actitud de rebelión contra Dios: en vez de fiarse plenamente de Dios acatando su mandato como mandato de vida, el hombre duda de Dios y se fía de su propio juicio -engañado por el tentador- en actitud de autosuficiencia (cf. Is 14, 13s; Ez 28,2).

El texto sagrado apunta también las consecuencias del pecado. La actitud de Adán y de su mujer ha sido prescindir de Dios, construir por sí mismos su propio destino, conquistar su propia felicidad. Y Dios abandona al hombre a sus propias fuerzas, consiente que quede al arbitrio de sí mismo y de sus propias capacidades. El texto lo expresa con una fuerza insuperable: «se dieron cuenta de que estaban desnu­dos» (v. 7); la expresión constituye un contraste brutal con las halagadoras promesas de «ser como dioses», pues sugiere que al romper con Dios el hombre y su mujer experimentan con toda crudeza su situación de pobres criaturas, indefensas e inseguras, en total precariedad y faltos de protección. Es la hora de la verdad en que las mentiras y engaños del tentador salen a la luz y se manifiestan las trágicas consecuencias de muerte que llevaban encerradas. Se expresa así de manera sugerente la amargura, la decepción y frustra­ción que conlleva todo pecado. Como dirá San Pablo «el salario del pecado es la muerte» (Rom 6, 23).

-La primera consecuencia del pecado es la pérdida de la amistad con Dios, ya apuntada en el ocultarse de Él (3,8) y en el tener miedo (3,10) y expresada simbólicamente por la expulsión del paraíso (3, 23-24), que indica el alejamiento de la presencia de Dios y de la comunión de vida con Él, la pérdida de la familiaridad con Él.

-En contraste con la armonía e integridad en que vivían (2,25), ahora experimentan el desorden interior, introducido por el pecado en el corazón del hombre y delatado por la conciencia llena de vergüenza (3,7); es el despertar de la concupiscencia -tan bien expresada por San Pablo: Rom 7, 14-24- que esclaviza al hombre.

-Se rompe la armonía entre el hombre y su mujer. El maravilloso proyecto de Dios de ser «una sola carne» es echado al traste: la mujer induce a su marido a pecar (3,6) contradiciendo la misión que Dios le había asignado de ser su ayuda (2,18); el hombre, en vez de asumir su propia culpa, acusa a la mujer que Dios le ha dado por compañera; la atracción entre los sexos, entre hombre y mujer, que Dios mismo había puesto, se transforma ahora en desordenada apetencia y ansiedad y en dominio (3,16).

-Se produce también una ruptura con la naturaleza. Si el trabajo formaba parte de la condición del hombre (2,15), ahora la creación entera se le vuelve hostil (3, 17-19); el desorden introducido en el corazón del hombre hace que en lugar de «dominar» la naturaleza (1,28), de «labrarla y cuidarla» (2,15), la esclavice, la frustre, la someta a la vanidad (Rom 8,20). El don y la bendición de la fecundidad se convierten para la mujer en pesada carga (3,16). Y si la muerte es una condición natural del hombre como ser caduco que ha sido formado del polvo del suelo (2,7), el pecado hace que la muerte se vuelva insoportable al experimentar con fuerza la frustración de su tendencia a «vivir para siempre» (3,22), al saberse condenado a «volver al polvo» (3,19).

En definitiva, el sufrimiento en todas sus formas pasa a formar parte de la condición humana.

2.- Un mundo inundado por el pecado

Las palabras de San Pablo en Rom 5,12 («por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres por cuanto todos pecaron») parecen tener delante de los ojos lo narrado en el Génesis. El primer pecado ha sido como una puerta abierta por la que se ha introducido la potencia maléfica del Pecado -San Pablo lo personifica- anegando todo y acarreando el daño y la destrucción (Sab 2,24). San Pablo establecerá claramente la doctrina de una culpa hereditaria, dada la solidaridad de todos en Adán. Pero ya en el Génesis aparece apuntado que el pecado ha trastornado de tal manera el orden querido por Dios, introduciendo el desorden en el interior mismo del hombre, que la condición humana después del primer pecado lleva las huellas de una herida irremediable que sólo tendrá remedio con la venida del Nuevo Adán (Rom 5, 19).

En efecto, los capítulos siguientes del Génesis presentan la perversa influencia del pecado en la humanidad, como una ola gigantesca que sumerge todo y que acabará conduciendo al castigo del diluvio.

El relato de Caín y Abel (Gén 4, 1-16) nos hace entender que la rebelión del hombre contra el Creador conduce a la rebelión del hombre contra el hombre; 1 Jn 3, 13 comentará que Caín mató a su hermano porque «era del Maligno»: el que es «homicida desde el principio» (Jn 8,44) conduce al homicidio y a la rebelión contra Dios a los que se ponen bajo su influjo (Jn 8, 40-41). Al final del capítulo encontramos el «Canto de Lámek» (Gn 4, 23-24), glorificación de la fuerza bruta y de la venganza desmedida y signo de la ferocidad creciente de los descendientes de Caín.

En este contexto, el relato del diluvio (6,5-9,17) aparece como el juicio de Dios sobre la humanidad pecadora. El autor sagrado constata que «la maldad del hombre cundía en la tierra y todos los pensamientos que ideaba en su corazón eran puro mal de continuo» (Gn 6,5); que «la tierra estaba corrompida en la presencia de Dios; la tierra se llenó de violencias. Dios miró a la tierra y he aquí que estaba viciada, porque toda carne tenía una conducta viciosa sobre la tierra» (Gn 1,11-12); más aún, se trata de un mal que aparece desde la niñez (8,21). Las aguas del diluvio que inundarán la tierra simbolizan también este mal que anega todo. Se insiste en la universalidad del pecado: lo que se inició con el primer pecado ha alcanzado a todos. Y el juicio de Dios sobre la humanidad pecadora contribuye a resaltar que el pecado es -directa o indirectamente- la causa de todos los males.

Finalmente, el episodio de la torre de Babel (Gn 11,1-9) presenta una humanidad desgarrada, explicando el por qué de la dispersión en pueblos, naciones y lenguas opuestas entre sí. El pecado una vez más es el orgullo: la pretensión arrogante de construir un mundo, una sociedad, una civilización sin Dios (« una ciudad y una torre con la cúspide en los cielos»). Empalmando con el pecado de los orígenes del que es prolongación y consecuencia, nos da así la explicación de la ruptura entre los pueblos: la torre idólatra de Babilonia no puede ser el lugar de reunión de los hombres, sino que, siendo signo de su arrogancia ante Dios, tiene que ser necesariamente causa de dispersión.

Es fácil descubrir en este panorama tan sombrío la descripción realista de la humanidad bajo el signo del pecado. No podía ser de otra manera. La rebelión contra Dios inevitablemente debía conducir al caos total. Con palabras de Jeremías: «Se alejaron de Mí y yendo en pos de la vanidad se hicieron vanos» (2,5); «mi pueblo ha cambiado su Gloria por lo que nada vale. Pasmaos, cielos, de esto y horrorizaos estupefactos sobremanera; pues un doble mal ha cometido mi pueblo: me ha abandonado a Mí, manantial de aguas vivas, para excavarse cisternas agrietadas, incapaces de retener el agua» (2,11-13); «que te enseñe tu propio daño, que tus apostasías te escarmienten; reconoce y ve lo malo y amargo que te resulta el dejar a Yahveh tu Dios» (2,19).

3.- La promesa de salvación

Existe un cierto tópico según el cual el Dios del Antiguo Testamento es el Dios del castigo por contraste con el Dios del amor y de la misericordia que aparece en el Nuevo Testamento.

Sin embargo, nada más lejos de la realidad. A Caín, el homicida, Dios le pone una señal para que nadie se atreva a matarle (Gen 4,15). Después del juicio del diluvio encontramos expresiones de la misericordia divina: el mismo castigo pretende sacudir a la humanidad para despertarla, la promesa de Dios garantiza el orden de las estaciones y asegura la cosecha y el alimento (8,22), Dios reitera el don de la fecundidad (9,1-7) y el ofrecimiento de toda la creación para alimento (9,3), garantiza su protección al hombre que sigue siendo su imagen y semejanza (9,6) y establece su alianza con la humanidad y con toda la creación (9,8-17).

Pero sin duda, lo más importante de todo es la promesa de salvación hecha por Dios inmediatamente después del pecado y que anuncia la victoria final del hombre en la lucha contra Satanás (Gen 3, 15). Lo que se ha llamado el «protoevangelio» es una luz de esperanza que brilla en medio del sombrío panorama causado por el pecado. Dios promete que el tentador -simbolizado en la serpiente- que amenaza permanentemente al hombre, será finalmente «pisoteado» o «aplastado». Es verdad que se dibuja una lucha encarnizada (la serpiente intenta atacar,»acecha» el talón de la mujer); pero se trata de algo que intenta inútilmente, en vano: Dios, maldiciendo a la serpiente, se ha puesto decididamente al lado de la mujer y de su descendencia, que acabará venciendo definitivamente al Maligno.

La revelación posterior mostrará que esta descendencia es Cristo. Él es el Nuevo Adán que ha restaurado lo que el primer Adán destruyó. A diferencia de Adán, Jesús vence a Satanás (Mc 1, 12-13). Lo manifiesta curando enfermedades -que los judíos relacionaban estrechamente con el pecado- y perdonando pecados; pero de manera más clara aún expulsando demonios (Mc 1, 23-27; 9, 14-27). Sobre todo vencerá a Satanás en la confrontación decisiva de la pasión (Jn 12 31-33). Por eso San Pablo podrá exclamar exultante: «Así como el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de justicia de uno solo procura toda la justificación que da la vida… Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom 5, 18-19). Con la venida de Cristo ha terminado el dominio tiránico del pecado (Rom 7, 24-25).

Más aún, con su victoria sobre el pecado Cristo ha destruido también el muro de la muerte (1Cor 15, 20-26) y ha vuelto a abrir el paraíso (Lc 23, 39). De ahí también el grito desafiante de San Pablo: «¿Dónde está, muerte, tu victoria?» (1Cor 15, 54-57).

Pero es significativo que esta victoria Jesús la ha logrado por el camino inverso al recorrido por Adán (Fil 2, 6-11): Siendo Dios «no retuvo ávidamente el ser como Dios»; siendo el Hijo, «se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz»; pero el resultado es también el contrario al de Adán: Jesús es constituido Señor y recibe en su humanidad el honor y la gloria propios de Dios. Se cumplen así las palabras dichas por Él mismo: «El que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido» (Lc 14, 11).

4.- Conclusión

La narración del pecado de Adán debe alejar de nosotros todo optimismo vano e ilusorio. Todo hombre se encuentra en un estado de indigencia respecto de su salvación; debe reconocer la imposibilidad de conseguir la salvación por sus propias fuerzas y la necesidad de ser redimido. Las heridas y el desorden producidos por el pecado -por los pecados personales- son irremediables para el hombre dejado a sus solas fuerzas.

Pero la postura tampoco es el pesimismo. El hecho de que Cristo ha vencido el pecado nos da la certeza de que en Él y con Él podemos vencer. Por eso la actitud correcta es la de abrirnos a Cristo por la fe y la esperanza para acoger la salvación que sólo de Él puede venir (Hch 4, 12).

Por la misma razón es necesario el combate, el esfuerzo: hay que negarse a sí mismo (Mt 15, 24) y dar muerte a las tendencias desordenadas que hay en nosotros (Gal 5, 24; Col 3, 5-9), siendo muy conscientes a la vez de que sólo con las armas de Dios se puede vencer al diablo (Ef. 6, 10-20).

Por otra parte, al indicar el Génesis que el pecado deteriora todo, está dando a entender que la liberación del pecado es la raíz para remediar todos los males. La renovación y transformación del corazón humano es el fundamento de todas las reformas -en el terreno social o en cualquier otro-; y al revés, mientras el hombre permanezca esclavo del pecado cualquier pretendida reforma sólo conducirá a nuevas y mayores esclavitudes.

5.- Textos principales

Génesis 3-11

Isaías 11, 1-9; 14, 12-15; 65, 19-25

Ezequiel 28, 12-19; 36, 26-38

Romanos 5, 12-21

1 Corintios 15

Apocalipsis 21, 1-6; 22, 1-5

CAPÍTULO 3. Abraham, nuestro padre en la fe

Este título, tomado de una expresión que aparece en la liturgia (cf. Plegaria Eucarística I), indica la importancia de la figura de Abraham no sólo para el pueblo de Israel, sino también para nosotros cristianos.

Después de la llamada «prehistoria bíblica» (Gen 1-11), el capítulo 12 del Génesis marca un nuevo inicio: tras presentar cómo el pecado se difundía produciendo la división de los hombres, el libro del Génesis nos muestra cómo Dios toma la iniciativa de la salvación irrumpiendo en la historia de los hombres, y lo hace eligiendo a un hombre, Abraham, en el cual «serán bendecidas todas las familias de la tierra» (Gen 12, 3).

1.- Trasfondo histórico

Las narraciones sobre Abraham y los patriarcas que nos recoge la Biblia fueron puestas por escrito varios siglos después de los sucesos. Mientras tanto fueron transmiti­das oralmente (hay que notar que nos encontramos en una época de cultura oral en que se ejercitaba notablemente la memo­ria). No podemos pedir a estos textos la exactitud de una crónica (con el paso del tiempo quizá se han añadido detalles pintorescos o imaginativos, se han idealizado personajes…); sin embargo, podemos asegurar que la sustancia que nos transmiten está sólidamente garantizada y que las tradiciones patriarcales están firmemente enraizadas en la historia.

De hecho, se sabe que los nombres usados en la Biblia eran normales en ese período, que las costumbres que nos refieren coinciden con las que conocemos por otros documentos extrabíblicos (y la Biblia los conserva aunque ya no sean los de la época en que se ponen por escrito e incluso algunas resulten escandalosas), que el itinerario recorrido por los patriarcas según la Biblia era el normal en aquel periodo y que sus modos de vida corresponden al de otros muchos clanes de ese tiempo.

Abraham se inserta en las corrientes migratorias de los primeros siglos del 2º milenio a.C. Aunque es difícil precisar mucho, se le suele situar hacia el año 1850 a.C. Abraham es un seminómada que sale de Ur, en Caldea, y se instala en Canaán; pastor de ganado menor, es uno más entre los innumerables jefes de las tribus que emigran buscando pastos para sus ganados. La Biblia no nos cuenta muchos detalles de él que quizá hubieran halagado nuestra curiosidad, sino que se centra en la llamada que Dios le dirigió, en la promesa que le hizo y en su respuesta obediente cumpliendo la misión encomendada.

2.- Mensaje religioso

Ante todo conviene notar cómo los textos del Génesis subrayan la importancia de la figura de Abraham: lo hacen mencionando su genealogía (Gén. 11, 10-26), cosa que normalmente sólo sucede con los grandes personajes (cfr. la genealo­gía de Jesús en Mt. 1), y mostrando cómo Dios le cambia el nombre (Gén. 17,5), lo cual es signo de que le va a encomendar una misión excepcional (cfr. en el N.T. el cambio de nombre a Pedro: Mt 16,18).

Pues bien he aquí las principales enseñanzas que la Biblia nos revela en la historia de Abraham:

a) Dios llama y promete.

La iniciativa es exclusivamente suya, elige a quien quiere con absoluta libertad, sin tener en cuenta los méritos previos (Abraham era idólatra: Jos 24, 2-3; después elegirá a Isaac y no a Ismael: Gén 17, 15-22, a Jacob y no a Esaú: Gén 25, 23). Es una llamada que reclama obediencia, renuncia, expropiación: «Sal de tu tierra, de tu patria, de la casa de tu padre» (Gén. 12,1), para ponerse enteramente a disposición de los planes de Dios.

Pero la renuncia está en función de lo que Dios le promete. Si Dios exige tanto a Abraham -tierra, parentela y familia son los bienes máximos para un hombre de cultura seminómada- es porque le promete mucho más: «De tí haré una nación grande… Engrandeceré tu nombre… Por tí se bendeci­rán todos los linajes de la tierra» (Gén 12, 2-3). Le pide que abandone los estrechos límites de lo conocido para que se lance -fiado en Dios que llama y promete- a los anchos horizontes de lo desconocido.

Sin embargo, la promesa de Dios parece irrealizable: se le promete una descendencia innumerable cuando su mujer es estéril (Gén. 11, 30; 16, 1-2) y él mismo es anciano (Gén. 17, 17; 18,12). Por eso Dios mismo da a Abraham un signo de su omnipotencia (Gén. 15,5) e incluso afirma explícitamente: «¿Hay algo imposible para Yahveh?» (Gén. 18,14). Más aún, Dios se compromete en firme sellando una alianza con Abraham (Gén. 15, 7-21).

El desarrollo posterior del relato mostrará cómo, en efecto, Dios cumple su promesa con el nacimiento de Isaac. Y en cuanto al otro aspecto de la promesa -el don de la tierra: Gén. 15,7-, dirigida en realidad a su descendencia (Gén. 12,7), también Abraham llegará a poseer al menos una prenda de ella al adquirir la finca de Macpelá (Gén. 23)

b) Abraham obedece y se fía.

Al Dios que llama, Abraham responde obedeciendo; al Dios que promete responde con un acto de fe.

Llama profundamente la atención cómo reacciona ante la llamada de Dios; en Gén. 12,4 dice simplemente: «Marchó, pues, Abraham, como se lo había dicho Yahveh»; no media ningún diálogo, no solicita ninguna aclaración, no pone ninguna objeción; simplemente obedece. Y este acto de obediencia es a la vez un acto de fe, pues Dios no le había dado ninguna prueba; incluso el futuro queda en buena parte en la oscuridad de lo imprevisible: «vete … a la tierra que yo te mostraré» (Gén. 12,1). Abraham simplemente se fía de la palabra de Yahveh y se pone en camino. La carta a los Hebreos comentará, refiriéndose a este hecho: «Por la fe, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba» (Heb. 11,8).

Más adelante se subrayará más explícitamente esta actitud de fe. Ante la promesa de Dios de una descendencia innumerable, que es humanamente irrealizable porque él es anciano y su mujer estéril, Abraham hace un nuevo acto de fe, se fía de Dios y de su palabra (Gén. 15,6). Es verdad que en un primer momento no acierta a entender que Dios puede realizar acciones milagrosas suscitando la vida en el seno estéril de Sara, y por eso piensa que la promesa de Dios se realizará teniendo un hijo de la esclava (Gén. 16); pero poco a poco Dios mismo va educando a Abraham hacia una fe más plena e incondicional en su poder.

El momento culminante de esta «educación en la fe» de Abraham por parte de Dios es cuando Dios le pide que le sacrifique su hijo. Por fin ha nacido el heredero a través del cual se van a realizar las promesas y sin embargo Dios le pide que se lo ofrezca en sacrificio (Gén. 22). Dura prueba para este hombre que una vez más en silencio y sin oponer ninguna resistencia -aun en medio de la más completa oscuridad- se fía de Yahveh y obedece ciegamente. Dios, que le había pedido el sacrificio del corazón, rehusa el sacrificio de hecho, y en pago de esta fe y de esta obediencia colma de bendiciones a Abraham. La carta a los Hebreos comentará: «Por la fe, Abraham, sometido a la prueba, presentó a Isaac como ofrenda … Pensaba que poderoso era Dios aun para resucitar de entre los muertos» (Heb. 11,17-19). Es la fe desnuda, despojada de todo apoyo o seguridad humana, colgada sólo de Dios y de su palabra.

c) Abraham, amigo de Dios.

En Gén. 15,6 se nos dice de Abraham que «creyó a Yahveh, el cual se lo reputó por justicia». Esta fe absoluta e incondicional de Abraham hace de él un «hombre justo», es decir, que está en una relación justa, adecuada, correcta con Dios; esta actitud le agrada a Dios, que al hombre creyente le admite en su intimidad, estableciendo con él un trato cordial. Así aparece en la teofanía de Mambré (Gén. 18, 1-15), ese pasaje precioso aunque misterioso en que Yahveh mismo, acompañado de dos ángeles, visita a Abraham en su tienda y come con él; Abraham, por su parte, les acoge con extrema hospitalidad (notar que para un semita el comer juntos era la máxima señal de comunión e intimidad).

De hecho, la Sagrada Escritura le da el título de «amigo de Dios» (Is. 41,8; Dan. 3,3-5; St.2,23), la más hermosa denominación que un hombre puede recibir. Y en la continua­ción del relato del Génesis vemos que Dios mismo le comunica sus planes antes de ejecutarlos (Gén. 18,17). Más aún, apoyado en esta confianza y amistad en que Dios mismo le ha introdu­cido, Abraham se atreve a interceder ante Él solici­tando el perdón para las ciudades pecadoras (Gén. 18,23-33) y consi­guiendo la salvación del único justo que se encuentra en ellas, su sobrino Lot y su familia (Gén. 19,29).

3.- Abraham y los cristianos

Todo lo que hemos visto nos descubre que está plenamente justificado el calificativo que la liturgia da a Abraham como «nuestro padre en la fe». El es fundamental no solo en la tradición judía, sino también en la cristiana ( e igualmente para los musulmanes.

En el N.T. encontramos la afirmación de que con la venida de Cristo Dios ha visitado y redimido a su pueblo cumpliendo así «el juramento que juró a nuestro padre Abraham» (Lc. 1,72-73.54-55). De hecho, Cristo es llamado «hijo de Abraham» (Mt. 1,1) y Él es según San Pablo «la descendencia» a la que la se referían las promesas hechas a Abraham (Gal. 3,16); de hecho Cristo ha sido constituido heredero de todo (Heb. 1,2).

Y herederos de esas promesas somos también los cristianos, unidos a Cristo y hechos una sola cosa con Él por el bautismo (Gál. 3, 26-29). Pero no somos herederos de las promesas de una manera mágica o automática, sino que es necesario que imitemos la misma actitud de fe de Abraham: «Tened, pues, entendido que los que viven de la fe, esos son los hijos de Abraham» (Gál. 3,7). Por eso Abraham es presentado como modelo de fe para el cristiano (Rom. 4,18-25): una fe que acepta la palabra de Dios, que se somete a Dios, que acepta los planes de Dios aunque sean misteriosos y descon­certantes y de ese modo acoge a Dios mismo y su salvación (cfr. también Heb. 11,8-19).

En definitiva, las actitudes de Abraham que la Biblia resalta son perennemente válidas; más aún, son la condición indispensable para colaborar con Dios en su obra salvadora y para que se realice eficazmente la historia de la salva­ción: si la historia de acción salvadora de Dios comienza con la fe y la obediencia de Abraham, un nuevo acto de fe («dichosa tú que has creído porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá»: Lc. 1,45) y un nuevo acto de obediencia («aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra»: Lc. 1,38), los de María, darán inicio a la etapa decisiva de la salvación de Dios en Cristo; y nuevos actos de fe y de obediencia -los nuestros- harán posible que la obra de la salvación se extienda en el tiempo y en el espacio. También encontraremos en el Nuevo Testamento a Isaac como «figura» de Cristo (Heb. 11, 19). Abraham sensibiliza la infinita generosidad de Dios Padre que «no se reserva a su único Hijo» (Rom. 8,32) e Isaac tipifica la entrega y disponibilidad de Cristo al sacrificio; a diferencia de Isaac, Jesús sí llega a la muerte, pero al igual que Isaac es recobrado vivo.

4.- Textos principales

Génesis 12,1-2; 15; 17; 18; 22

Eclesiástico 44,19-23

Juan 8,52-58

Romanos 4

Gálatas 3

Hebreos 11,8-19

CAPÍTULO 4. De la servidumbre al servicio

Después de la historia de Abraham (Gén. 12-25), el libro del Génesis nos refiere la de Isaac y Jacob (Gén. 25-36); después del padre del pueblo elegido, estos dos patriarcas son los depositarios de las promesas divinas, y con ellos continúa la historia de la salvación. También ellos prosiguen una existencia seminómada en Canaán como pastores de ganado menor que se desplazaban según las estaciones del año. Finalmente el hambre obliga a Jacob y a sus hijos a marchar a Egipto y a instalarse allí (ver también la historia de José: Gén. 37-50).

La Biblia guarda silencio acerca del largo período -más de 400 años- en que los hebreos permanecieron en Egipto; quizá no hay ninguna intervención especial de Dios que reseñar. La narración se reanuda con el relato de la opresión del pueblo hebreo (Ex.1). Esta situación va a ser la ocasión de una nueva y clamorosa intervención de Dios; la liberación de la esclavitud de Egipto será para todas las generaciones posteriores el hecho fundamental al que se referirá la fe de Israel (Dt. 26,5-8); el «Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob» será a partir de ahora el «Dios que te ha sacado del país de Egipto, de la casa de la servidumbre» (Ex. 20,1).

1.- El éxodo y la historia

Lo que se nos narra en la Biblia encaja perfectamente con lo que conocemos por otras fuentes extrabíblicas.

La bajada de Jacob y sus hijos a Egipto coincide con las noticias de que algunos pueblos semitas se introdujeron hacia 1700 a.C. en Egipto. Estos pueblos, los hicsos, dominaron durante casi dos siglos el país, hasta que finalmente fueron expulsados.

Los hebreos y otros grupos semitas permanecieron en el delta del Nilo. Pero el hecho de que hubieran sido aliados o colaboradores de los hicsos y la necesidad de abundante mano de obra para las nuevas construcciones provocó que se dictasen medidas opresoras contra ellos y que fueran convertidos en esclavos. Aunque no lo sepamos con certeza, es posible que el faraón que inició la persecución fuera Seti I (1309-1290) y que en el reinado de su sucesor, Ramsés II (1290-1224), se produjera el éxodo.

En esa situación de opresión es perfectamente verosímil que los hebreos anhelasen la libertad perdida de su antigua vida seminómada. Cuando por fin surge el caudillo capaz de guiarlos, una serie de circunstancias providenciales, en las que era fácil descubrir la mano de Dios, hacen que el faraón les deje salir.

Es indiscutible que lo que constituye la parte esencial del Éxodo, la base de estas narraciones, son los hechos concretos y reales; si negamos la realidad histórica de estos hechos resulta incomprensible la historia posterior de Israel. Las narraciones del Éxodo mantienen una fidelidad sustancial a los acontecimientos realmente ocurridos.

Ahora bien, sobre la base de este núcleo histórico, al autor sagrado lo que le interesa es extraer el mensaje religioso que esos acontecimientos encierran en cuanto intervención de Yahveh. Por eso, con un tono épico, de epopeya religiosa, subraya y acentúa lo grandioso de las acciones de Dios. Para recalcar más la intervención de Dios el autor sagrado omite muchas veces los medios o causas segundas de que se ha servido. Por ejemplo, algunas plagas (ranas, mosquitos, langostas…) son relativamente normales y frecuentes en Egipto; no obstante, estos azotes debieron producirse en un grado nunca visto, de manera que manifestaban patentemente «la mano de Yahveh». Por lo demás, no se debe excluir que hayan existido intervenciones prodigiosas y maravillosas en sentido estricto.

2.- La liberación de la esclavitud

Los primeros 15 capítulos del Éxodo nos refieren la liberación del pueblo de Israel; una liberación en que Dios tiene la iniciativa de principio a fin; una liberación en la que Él es el verdadero protagonista; una liberación que servirá de paradigma o punto de referencia para todas las etapas siguientes de la historia de salvación.

Después de descubrir la situación de opresión, que se hace cada vez más aguda e insoportable (c. 1), el autor sagrado dice: «Oyó Dios sus gemidos y se acordó Dios de su alianza con Abraham, Isaac y Jacob y miró Dios a los hijos de Israel y conoció…» (Éx. 2,23-25). Dios se hace cargo de la situación y se dispone a tomar cartas en el asunto; porque Dios oye, se acuerda, mira y conoce, la historia de la salvación se pone en marcha de nuevo; Dios tiene un plan que va a comenzar a ejecutarse.

En realidad, ese plan ya está en marcha. Pues antes de los versículos citados se nos ha narrado cómo Dios ha suscitado al que va a ser instrumento de su acción liberadora, Moisés (c.2). En los capítulos siguientes asistimos a la «educación» de Moisés por parte de Dios para que llegue a ser instrumento dócil de sus planes; desde el c. 3, en que Dios le llama y le revela sus designios de salvación, vamos siendo testigos de la transformación de Moisés como enviado de Dios.

El plan de Dios incluye dificultades y obstáculos, algunos de los cuales parecen insalvables. Parecería que al intervenir Dios todo debe funcionar con absoluta facilidad. Sin embargo, no es así: el Faraón se opone a los planes de Moisés, los mismos israelitas no le hacen caso, la situación se complica cada vez más… A través de todas estas dificultades, humanamente insuperables, Moisés va aprendiendo -y nosotros con él- que sólo Dios puede salvar; la iniciativa y las argucias humanas fracasan y experimentan su propia impotencia; en cambio, el plan del Señor se abre paso y avanza, aunque sea por caminos desconcertantes.

De hecho, este es el significado de la historia de las plagas (c. 7-11). El autor sagrado nos había recordado que las dificultades a Dios no le resultaban imprevistas: «Ya sé yo que el rey de Egipto no os dejará ir …» (Éx. 3,19). Más aún, nos indicaba que esas dificultades eran ocasión para que manifestase más palmariamente su gloria (Éx. 7,3-5). Ahora, mediante las plagas, Dios comienza a dar signos de que está vivo, de que está presente, de que es poderoso… El que recapacite descubrirá que en ellas está presente «el dedo de Dios» (Éx. 8,15), que Dios está interviniendo; el que no quiera reconocer la mano de Dios y se obstine, tendrá que reconocer esa intervención de Dios a la fuerza, pues se impone por su propio peso, pero ya será demasiado tarde (c.14).

Antes de salir de Egipto, el pueblo celebra la fiesta de la Pascua (c. 12-13). Pascua significa «paso»: Dios ha pasado salvando a su pueblo, y el pueblo celebra festivamente, de manera litúrgica ese paso del Señor. A partir de ahora, la fiesta de la pascua será «memorial», recuerdo eficaz de ese paso salvador de Yahveh.

Finalmente, a punto de salir de Egipto aparece la dificultad mayor: parece que todo está definitivamente perdido (Éx. 14,5-12). Sin embargo, esta dificultad suprema va a ser la ocasión de la mayor intervención de Dios que se va a cubrir de gloria (Éx. 14,4) Al pueblo de Israel, que ha visto a los egipcios muertos a orillas del mar (Éx. 14,30) y sobre todo ha visto la mano fuerte de Yahveh (Éx. 14,31) no le queda más que admirarse y creer (Éx. 14,31) y cantar exultantes las hazañas del Señor que de manera tan patente ha experimentado (Éx. 15,1-21).

3.- El don de la alianza

La liberación de la esclavitud, con ser importante, no es todo. Gracias a ella desaparece la opresión; las tribus, que antes estaban dispersas, ahora constituyen un solo pueblo; la acción liberadora de Dios les ha aglutinado entre sí y les ha hecho experimentar que son un solo pueblo. Pero la libertad recuperada no es un fin en sí misma; si Dios los ha liberado, es en función de algo más: para que entren en alianza, en comunión de vida con el Dios que los ha liberado, para que sirvan a Yahveh (Éx.7,16).

El pueblo de Israel tenía experiencia de alianzas entre individuos, entre clanes y entre pueblos (ver, por ejemplo, la alianza entre Israel y los gabaonitas en Jos. 9,3-21). Hasta nosotros han llegado diversos formularios de alianza entre dos reyes en iguales condiciones o entre un rey vencedor y un vasallo. Estas alianzas eran pacto o contrato de mutua pertenencia, que unía con un vínculo sagrado a ambas partes, deparándoles derechos y deberes. Además, Dios ya había establecido su alianza con Noé (Gén. 9, 8-17) y con Abraham (Gén. 15; 17).

Ante todo, la alianza de Dios con su pueblo no arranca de ninguna necesidad u obligación; si Yahveh entra en alianza es por una iniciativa absolutamente libre y gratuita. Como recalcará el libro del Deuteronomio (7,7-8): «No porque seáis el más numeroso de todos los pueblos se ha prendado Yahveh de vosotros y os ha elegido, pues sois el menos numeroso de todos los pueblos; sino por el amor que os tiene y por guardar el juramento hecho a vuestros padres…»

El relato de la alianza (Éx. 19-24), que es sellada en el monte Sinaí, resalta esto mismo. A la propuesta de Yahveh a través de Moisés (Éx. 19,3-6) el pueblo no hace más que asentir (Éx. 19,7-8): «Haremos todo cuanto ha dicho Yahveh». Más aún, Dios mismo es quien va imponiendo las condiciones, en primer lugar el ser purificados para entrar dignamente en alianza (Éx. 19,10-15).

Purificado el pueblo, Dios se manifiesta en una impresionante teofanía (Éx. 19,16-24). En ella el Dios invisible muestra su grandeza y su sublime majestad. La prohibición de acercarse a Él subraya su trascendencia y santidad, el hecho de que Dios no puede ser apresado por el hombre.

Gracias a la alianza Israel se convierte en «propiedad personal de Yahveh» (Éx. 19,5), en nación consagrada a Él (Éx. 19,6) en pueblo suyo (Lev. 26,12). Yahveh, por su parte, queda «aliado», comprometido con Israel como «su Dios» (Lev. 26,12); ha entrado libremente en alianza, por iniciativa suya; pero una vez sellada la alianza Dios queda realmente comprometido. Yahveh se compromete a estar siempre cercano a su pueblo, a protegerle, a liberarle de los enemigos, a darle una tierra… De ahí que a lo largo de su historia, sobre todo en las dificultades, Israel apele a este compromi­so que Yahveh ha adquirido: «Recuerda tu alianza» (Sal. 74,20).

El pueblo, por su parte, debe obedecer a la ley recibida de Yahveh para ser fiel a esta alianza. Israel no está pasivamente en la alianza; aunque la iniciativa sea de Dios, el pueblo debe adherirse a ella plenamente y esta adhesión debe expresarse de manera real y concreta en el cumplimiento de la voluntad de Yahveh: no sólo el Decálogo (Éx. 20,1-17), sino el Código de la Alianza (20,22-23,33) que aplica el decálogo a todas las circunstancias de la vida cotidiana. Cumpliendo la ley dada por Yahveh, el pueblo ratifica cada día y cada instante la alianza. Esta, en efecto, ha de ser vivida y mantenida cada día, como da a entender la condicio­nal de Éx. 19,5: «Si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza…»; siendo algo vivo y dinámico, la alianza ha de ser renovada en cierto modo continuamen­te; tomándola por algo estático e inamovible, el pueblo de Israel olvidó esta relación viva y personal con Yahveh y la alianza acabó fracasando; no ciertamente porque Dios fuera infiel, sino porque Israel rompió reiteradamente la alianza al desobedecer la voluntad de Dios…

Finalmente, la alianza es positivamente sellada (Éx. 24). Después de que Dios manifiesta su voluntad a través de Moisés y el pueblo la acepta (Éx. 24,3), se erigen estelas como recuerdo memorial del pacto (Éx. 24,4). Luego viene el rito de la sangre. Puesto que la sangre era para ellos la vida, el principio vital (Dt. 12,23; Lev. 17,14) rociar con sangre el altar -que representa a Dios- y el pueblo significa la comunión de vida que la alianza ha establecido entre Yahveh y su pueblo; y lo mismo significa el banquete (Éx. 24,9-11), símbolo de unión gozosa y pacífica entre los comensales.

4.- Hacia el nuevo éxodo y hacia la nueva alianza

La gran liberación experimentada por Israel fue punto de referencia para nuevas y continuas liberaciones. Ante las nuevas calamidades que lo afligían, el pueblo volvía sus ojos al Dios del Éxodo, al Dios liberador que volvería a realizar un nuevo Éxodo en favor de su pueblo. Así, por ejemplo, ante la opresión de Asiria (Is. 11,15-16) y ante la esclavitud del destierro de Babilonia (Is. 43,14-21; Jer. 23,7-8).

También Jesús realizó su propio éxodo y celebró su propia pascua, pasando -a través de la muerte- de este mundo al Padre (Jn. 13,1). Pero no lo realizó individualmente. El es el Jefe o Caudillo (Hech. 3,15; Heb. 2,10) que hace pasar de la muerte a la vida a los que a Él se acogen; como Israel ante el Mar Rojo, también nuestra situación es desesperada por la esclavitud que produce el pecado; pero Cristo, nuestro Cordero pascual (1Cor. 5,7), con su sangre nos libra del exterminio y, a través de las aguas del Bautismo, nos hace pasar de la muerte a la vida. Cuando alcancemos la salvación plena y la victoria sea definitiva en la Tierra prometida del cielo -ahora avanzamos aún por el desierto- entonces entona­remos exultantes «el cántico de Moisés y el cántico del Cordero» (Ap. 15,2-4).

También la alianza fue quicio permanente de la vida religiosa de Israel, renovándola en los momentos más cruciales de su historia: en Moab, antes de atravesar el Jordán para entrar en la tierra prometida (Dt. 28-32); en Siquem, una vez conquistada la Tierra (Jos. 24); con ocasión de la reforma religiosa llevada a cabo por el rey Josías el año 622 (2Re. 23); al volver del destierro de Babilonia y reedificar Jerusalén (Neh 8-10). Y durante toda la etapa de la monarquía los profetas centrarán su predicación en el espíritu y en las exigencias de la alianza.

Sin embargo, la tragedia de Israel fue su reiterada infidelidad a la alianza. Generación tras generación se repetían los mismos pecados. La alianza fracasa irremediablemente porque el «socio» humano es continuamente infiel a ella. Y la raíz del fracaso está en el corazón humano, pecador; el pecado se ha adherido al hombre hasta hacerse casi consustancial: “¿Puede un etíope cambiar su piel o un leopardo sus manchas? Y vosotros, habituados al mal, ¿podéis hacer el bien?” (Jer, 13,23). De ahí que Dios anuncia una alianza radicalmente nueva, consistente en la renovación interior del hombre, en el don de un corazón nuevo y en la efusión del Espíritu dentro del hombre (Jer. 31,31-33; Ez. 36, 25-28).

Cristo ha realizado efectivamente esta Nueva Alianza en su propia sangre (Lc. 22, 20). Mediante la ofrenda de su propia vida (Heb. 10, 5-10) ha establecido una alianza mejor (Heb. 8,6; 9,15) que conlleva la remisión de los pecados y el don del Espíritu. Ya no tenemos una ley escrita por fuera que hay que intentar cumplir, sino una ley inscrita en nuestros corazones renovados por la acción y el impulso del Espíritu (2Cor. 3,3-6), hasta el punto de que el mismo Espíritu vivificador se convierte en Ley interior que nos capacita para cumplir perfectamente la Ley (Rom. 8,2-4) y ser fieles a la alianza.

Esta nueva alianza que Dios ha sellado con nosotros en la Sangre de su Hijo nos llena de confianza y seguridad: «Si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» (Rom. 8,31). Pero también nos exige una mayor fidelidad y obedien­cia a la voluntad de Dios; de lo contrario sería una falsa confianza (Heb. 3, 7-4,11).

5.- Textos principales

Éxodo 1, 15; 19-24

Salmos 78; 105; 136

Sabiduría 10, 15-22; 14, 1-12

Isaías 41; 43

Hebreos 11, 23-29

Deuteronomio 1-11; 27-32

Josué 24

Jeremías 31, 27-37

Ezequiel 36, 16-38

Hebreos 8, 6 – 10,18

CAPÍTULO 5. El difícil camino hacia la posesión de la tierra

Liberado de la esclavitud y vinculado a Yahveh en alianza santa, el pueblo de Dios prosigue su camino. Ya antes de la Alianza (Éx. 15-18) el pueblo avanza por el desierto, y después de concluida proseguirá su peregrinación: 40 años -es decir, aproximadamente el tiempo de una genera­ción- durará esta etapa de la historia de Israel. Pero esta peregrinación tiene una meta: la Tierra que el Señor había prometido a los padres ya desde antiguo (Gén. 12,7; 17,8). Ambos hechos («el Señor nos condujo por el desierto» ;»el Señor nos dio una tierra que mana leche y miel») serán en adelante parte esencial de la fe de Israel, es decir, de aquellos aconteci­mientos fundamentales en que los israelitas vieron claramente la mano de Yahveh actuando en su favor.

1.- Datos históricos

Acerca del largo período del desierto la Biblia no nos da con detalle y claridad el recorrido de los israelitas, interesada -como siempre- en descubrir el sentido religioso de esos hechos. Lo único que parece claro es que estas tribus -aglutinadas por la experiencia del Éxodo y de la alianza- intentan penetrar en Canaán por el Sur, pero son rechazadas; en consecuencia, se ven obligadas a permanecer bastante tiempo en el oasis de Cadés y a proseguir su peregrinación por el desierto dando diversos rodeos; finalmente entran en la Tierra prometida por el este a través del Jordán, frente a Jericó.

El momento histórico para la conquista de Canaán (hacia el 1250-1200 a. C.) era inmejorable, pues los grandes imperios estaban en plena decadencia: Egipto, después del esplendor del los Ramsés, había iniciado el letargo y Asiria aún no había levantado cabeza. Los habitantes de Canaán se encontraban establecidos en ciudades-estado independientes entre sí, incapaces de hacer causa común y de defenderse ante el empuje de las tribus nómadas que penetraban con entusiasmo y decisión.

Abundantes testimonios arqueológicos confirman que en la 2ª mitad del s. XIII a.C. hubo una invasión violenta por el este de Palestina. Pero a pesar de la guerra santa que practicaban, los israelitas no exterminaron ni mucho menos toda la población cananea; aun destruyendo varias ciudades fortificadas, gran parte de los habitante de Canaán fueron asimilados por Israel (cfr. el pacto de Jos. 24).

Según atestigua el libro de Josué, la conquista no fue fácil ni rápida. Después de tomar las ciudades de Jericó y Ay los cananeos se atemorizaron; los habitantes de Gabaón buscaron inmediatamente la paz, consiguiendo un tratado con los israelitas. Josué obtuvo una serie de victorias en el sur y luego se dirigió hacia el norte para derrotar a los aliados del rey de Jasor. Los israelitas lograron establecer­se en el territorio conquistado, repartiéndolo entre las diversas tribus. A pesar de todo, los filisteos permanecieron en sus ciudades de la llanura costera y los cananeos seguían controlando muchas ciudades del interior. El libro de los Jueces es testigo de los frecuentes combates con estos vecinos incómodos y con los otros pueblos de alrededor (Moab, Amón, Madián…)

2.- La experiencia del desierto

Nada más vivir el acontecimiento de la liberación, el pueblo de Israel tienta a Dios quejándose de Él y protestando contra Él (Éx. 16,3;17,2-3). Los mismos que habían aclamado a Yahveh y exultado con su victoria (Éx. 15) ahora descon­fían de Él, se rebelan contra sus planes.

Ciertamente el camino por el desierto es incómodo y difícil, pues se carece de todo; en medio de ese inmenso sequedal el pueblo se encuentra sin ayuda alguna, sin seguri­dad de ningún tipo. Pero precisamente entonces es cuando debían confiar plenamente en el auxilio de su Dios, que les había dado pruebas de su poder y de su protección. El desierto era una ocasión preciosa para experimentar la maravillosa providencia de Dios: «en el desierto…has visto que Yahveh tu Dios te llevaba como un hombre lleva a su hijo, a todo lo largo del camino que habéis recorrido hasta llegar a este lugar» (Dt. 1,31); Sin embargo, «ni aun así confias­teis en Yahveh vuestro Dios, que era el que os precedía en el camino y os buscaba lugar donde acampar, con el fuego durante la noche para alumbrar el camino que debíais seguir, y con la nube durante el día» (Dt. 1,32-33).

Después de la experiencia gozosa de la liberación, en que Israel ha palpado la mano de Dios que intervenía en su favor, las dificultades del desierto son una llamada a vivir de la de, es decir, a fiarse de ese Dios que les ha dado pruebas de su amor y de su poder, a confiar en que Yahveh que ha intervenido en su favor seguirá interviniendo. En este sentido el desierto es lugar de prueba, ocasión de fiarse de Yahveh cuando no se le ve, cuando aparecen las dificultades y se está al límite de las fuerzas (Dt. 8,2-6). En el desierto Israel es llamado a vivir en toda su profundidad la aventura de la fe.

De hecho, el pecado de Israel en el desierto es la falta de fe («en su palabra no tuvieron fe»: Sal. 106,24): se quejan de las dificultades del camino (Éx. 15,23-24) que Yahveh permite; desesperan de la ayuda de su Dios en el desierto (Éx. 16,3), le tientan (Éx. 17,2), dudan de Él (Éx. 17,4); se quedan en los hombres («vosotros nos habéis traído a este desierto»: Éx. 16,3; 17,3), cuando en realidad sólo son instrumentos de Dios (Éx. 16,8). Más aún, llegarán a pensar que Dios los ha sacado de Egipto «por odio», para entregarlos en manos de los amorreos y destruirlos (Dt. 1,27), cuando en realidad toda la intervención de Yahveh en su favor está motivada por el amor (Dt. 4,37; 7,8).

Comentando este pecado de Israel el Salmo 106 lo explicitará así: «no comprendieron tus prodigios, no se acordaron de tu inmenso amor, se rebelaron contra el Altísimo…, se olvidaron de sus obras, no tuvieron en cuenta su consejo…, a Dios tentaban…, olvidaban a Dios que les salvaba, al autor de cosas grandes en Egipto…, en su palabra no tuvieron fe, murmuraron…, no escucharon la voz de Yahveh…, le irritaron con su obras.»

Y después de la alianza continuará la misma obstinación e indocilidad, como testimonia el episodio del becerro de oro (Éx. 32): en lugar de fiarse ciegamente de un Dios al que no ven, prefieren hacerse un ídolo visible; intentan controlar y manipular a Dios en vez de someterse a Él y dejarse conducir por Él a través de los misteriosos caminos de la fe. Las tablas de la ley rotas por Moisés al pie de la montaña son el signo de una alianza que ha fracasado por el pecado y la incredulidad de Israel.

Debido al pecado de Israel el desierto toma en la tradición bíblica también el sentido de castigo; toda la generación pecadora perecerá en el desierto (Núm. 14,26-35). Y el mismo Moisés sólo verá la tierra prometida de lejos momentos antes de su muerte (Dt. 1,37; 3,23-28;34). El sufrimiento del desierto acaba sirviendo de expiación por el pecado y purificación del mismo. Por eso, cada vez que a lo largo de su historia Israel vuelva a pecar y a apartarse de Yahveh deberá ser conducido de nuevo al desierto (Os. 2,16) para ser purificado y poder así entrar de nuevo en la intimidad de su Dios.

3.- La Tierra, don y conquista

Si la experiencia del desierto subraya la infidelidad de Israel, también pone de relieve la fidelidad de Dios; a pesar de tanta obstinación e incredulidad por parte del pueblo, Yahveh cumple sus promesas: «Álzate ya, pues, y pasa ese Jordán, tú y tu pueblo, a la tierra que yo doy a los hijos de Israel» (Jos. 1,2). Es el cumplimiento del juramento hecho a los padres Abraham, Isaac y Jacob (Dt. 1,8).

Los hombres pasan, pero la historia de la salvación continúa. Moisés ya no está, ha muerto; pero el Señor, que «es el mismo ayer hoy y siempre» (cfr.Heb. 13,8), permanece con su pueblo. Él es el protagonista de toda intervención salvadora y por eso lleva adelante su plan de salvación. Si los instrumentos cambian o desaparecen, Él permanece. El mismo que eligió a Moisés y actuó a través de él (Éx. 3,12), ahora elige a Josué para seguir actuando su plan de salvación a través de él: «Lo mismo que estuve con Moisés estaré contigo; no te dejaré ni te abandonaré… Tú vas a dar a este pueblo la posesión del país que juré dar a sus padres.» (Jos. 1,5-6).

Sabemos por el libro de los Jueces (cc.1-2) y por diversos pasajes del mismo libro de Josué que la conquista de Canaán fue lenta y laboriosa. Hubo que pelear con esfuerzo y sacrificio en situaciones notablemente arduas. Sin embargo, el estilo épico de los relatos acentúa con fuerza el poder de Yahveh. Él es el Señor de todo y toma por la fuerza la Tierra de Canaán para dársela a su pueblo elegido. Al lado de esta afirmación fundamental, los detalles de las batallas y medios humanos empleados interesan menos al autor sagrado; no los niega, pero va a lo esencial, y lo esencial es la acción de Dios: este pueblo, que lleno de fe en su Dios emprende la conquista y obtiene resultados que sobrepasan los medios puestos en juego, experimenta palpablemente la intervención de Dios en favor suyo. La tierra de Canaán será conquistada palmo a palmo, pero eso no será obstáculo para que en la fe Israel confiese con verdad que ha sido don de Dios: «Vosotros habéis visto todo lo que Yahveh vuestro Dios ha hecho en atención a vosotros con todos estos pueblos; pues Yahveh vuestro Dios era el que combatía por vosotros.» (Jos. 23,3).

Por lo demás, ciertos fracasos son interpretados como consecuencia de los pecados del pueblo (Jos. 7). Pues si el pueblo se aparta de su Dios y quebranta la alianza él mismo se acarrea la desgracia: «Si quebrantáis la alianza que Yahveh vuestro Dios os ha impuesto, si os vais a servir a otros dioses y os postráis ante ellos, la ira de Yahveh se encenderá contra vosotros y desapareceréis rápidamente de la espléndida tierra que os ha dado.» (Jos. 23,16).

Lo que queda en pie por encima de todo en el recorrido del desierto y en la conquista de la Tierra es la absoluta fidelidad de Yahveh a la palabra dada y a las promesas hechas: «Reconoced con todo vuestro corazón y con toda vuestra alma que, de todas las promesas que Yahveh vuestro Dios había hecho en vuestro favor, no ha fallado ni una sola: todas se os han cumplido. Ni una sola ha fallado.» (Jos. 23,14). Y esta fidelidad es ratificada una vez más con la renovación de la alianza ya en posesión de la Tierra prometi­da (Jos. 24).

4.- Los cristianos, peregrinos hacia la Patria

Los Santos Padres han explotado abundantemente el tema del éxodo, del desierto y de la Tierra prometida, plenamente convencidos de que «todo aquello acontecía en figura y fue escrito para aviso de los que hemos llegado a la plenitud de los tiempos» (1Cor. 10,11).

Liberado de la esclavitud del pecado a través de las aguas del bautismo, el cristiano pasa a servir al Dios vivo y verdadero (1Tes. 1,9). Entrando en la Nueva alianza, sigue a Cristo, que -como nuevo Moisés- conduce al nuevo pueblo de Dios hacia la Tierra prometida, hacia la Patria del cielo, a través del desierto de este mundo.

El cristiano es por definición «extranjero y forastero» (1Pe. 2,11) en este mundo; se encuentra en él como en un destierro (1Pe. 1,17). En efecto, el cristiano es constituti­vamente «ciudadano del cielo» (Fil. 3,20). Por eso tiende inconteniblemente a «las cosas de arriba» (Col. 3,1-2). Aspira a «una patria mejor, la celestial» (Heb. 11,16). Por eso es esencialmente peregrino, está de paso y no se instala en las realidades pasajeras de aquí abajo. Vive todo con profundo sentido de provisionalidad (1Cor. 7,29-31).

Mientras peregrina por este mundo experimenta como el pueblo de Israel, el cansancio, las dificultades, la tentación. Pero en el mismo desierto en que Israel fue tentado y pecó, Jesús es tentado y vence (Mt. 4,1-11). Y ahora Jesús es Jefe que lleva a la vida (Hech. 3,15) guía que conduce a la salvación (Heb. 2,10); a través del desierto de este mundo guía a los suyos alimentándolos con el maná de la Eucaristía y abrevándolos con el agua del Espíritu hasta conducirlos a la Casa del Padre; en medio de la pruebas y tentaciones Él mismo los cuida y protege como Buen Pastor (cfr. Sal. 23).

Israel fue experimentando que la Tierra de Canaán no era el verdadero descanso, pues las guerras y los enemigos turbaban su reposo y su felicidad. Por eso, los antiguos «murieron sin haber conseguido el objeto de las promesas, viéndolas y saludándolas desde lejos» (Heb. 11,13). A nosotros se nos ofrece «un cielo nuevo y una tierra nueva» en la que «ya no habrá muerte, ni llanto, ni gritos, ni fatigas» (Ap. 21,1-2). Las condiciones para entrar en este perfecto y definitivo «descanso» son la fe viva en Cristo, el mantenerse firmes hasta el fin y el obedecer dócilmente a Cristo, el guía que nos conduce a ese descanso de la salvación plena y para siempre. (Heb. 3,7 – 4,11).

5.- Textos principales

Éxodo 16-17; 32-33

Números 11-14; 21

Deuteronomio 1-4

Josué 1-6

Salmos 77 y 94

CAPÍTULO 6. Ungidos de Yahveh: David y la monarquía

1.- Datos históricos

Ya hemos visto cómo la conquista de Canaán fue lenta y progresiva. Poco a poco, las tribus se van instalando en la Tierra prometida. Durante bastante tiempo -unos 200 años- cada tribu conserva su autonomía y su independencia. Pero se sienten hermanas, aglutinadas por un vínculo religioso en torno al principal santuario común en Silo donde también hay una especie de consejo de ancianos para dirimir los posibles litigios entre las tribus. Esta hermandad se expresa también en la ayuda militar que se prestan mutuamente cuando alguna de las tribus se encuentra amenazada por los enemigos de alrededor. Esta es la situación que refleja el libro de los Jueces.

Sin embargo, esta situación es bastante precaria. Y se percibe sobre todo ante la amenaza y la presión de los filisteos. Este pueblo llegado a Palestina poco después de los hebreos e instalados en la franja costera suroccidental, pretende hacerse dueño del territorio ocupado por las tribus israelitas. Ante la presencia de este enemigo, superior en fuerza y en técnica guerrera, las tribus deciden unirse bajo una cabeza común. Esto ocurre a finales del siglo XI a.C., cuando Samuel unge a Saúl como primer rey de Israel.

Tras una serie de actuaciones fulgurantes que consolidan al pueblo de Israel, Saúl cae en desgracia; una serie de actuaciones desacertadas, fruto de su desequilibrio psíquico -usurpación de las funciones sacerdotales, persecución de David, asesinato de los sacerdotes de Nob…- le hacen caer en descrédito. Cuando mueren él y su hijo Jonatán luchando con los filisteos en los montes de Gelboé, David es aclamado rey.

David reina en Hebrón durante siete años como rey de Judá, pero finalmente es aceptado como rey también por las tribus del norte. Con David se afianza la unidad de las tribus y el poderío de Israel. Conquista los enclaves cananeos que todavía permanecían en el territorio israelita desde la época de la entrada de las tribus en Canaán. Conquista Jerusalén y la convierte en capital religiosa y política de Israel con gran acierto, pues hace de bisagra entre las tribus del norte y las del sur. Sobre todo, libera a Israel de manera defini­tiva de la presión de los filisteos, convirtiéndolos en vasallos. Finalmente, unificado y consolidado el reino, la emprende con los enemigos de alrededor que tanto habían molestado a Israel en épocas anteriores; así somete a Amón, Moab, Edóm, las tribus arameas y los sirios.

Por medio del profeta Natán, Yahveh sella alianza con David (2 Sam. 7), concretando la alianza establecida con todo el pueblo y prometiéndole que sus descendientes reinarán por siempre como ungidos de Yahveh.

A David le sucede su hijo Salomón, que conserva la unidad y estabilidad del reino, alcanzando un notable desarrollo económico y construyendo el templo de Jerusalén. Pero a su muerte (año 931 a.C.), se derrumba la unidad política con el cisma de Jeroboam, constituyéndose dos reinos, el del norte o de Israel (que durará hasta que en el año 721 caiga en manos de los asirios) y el del Sur o de Judá (que durará hasta el año 587, en que será conquistado por los babilonios). A partir del cisma ambos reinos seguirán caminos paralelos, a veces aliados y a veces enfrentados.

En realidad, el descontento ya existía durante el reinado de Salomón. El lujo y la fastuosidad de su corte le llevaron a exigir impuestos desmedidos e incluso prestaciones personales. A su muerte, las tribus del norte exigen a su hijo Roboán una mejora de las condiciones de vida; pero como el nuevo rey no accede, mostrándose inflexible, las diez tribus del norte se rebelan y se independizan acaudillados por Jeroboam.

2.- Infidelidad del pueblo y fidelidad de Dios

El libro de los Jueces interpreta la etapa que nos relata desde una perspectiva simple pero esencial (Jue. 2,11-19): una y otra vez el pueblo se aparta de su Dios cayendo en la idolatría y entonces Yahveh los entrega en manos de sus enemigos; ante las calamidades que le afligen el pueblo clama a su Dios y este les envía un juez que les liberte.

Dentro de su simplismo está subyaciendo algo fundamental: que a lo largo de su historia el pueblo es infiel una y otra vez y que Yahveh, en cambio, permanece fiel hasta el punto de que se sirve de las mismas calamidades que afligen al pueblo -fruto de sus propias opciones y de su alejamiento de Dios- como reclamo para que el pueblo recapacite y vuelva a su Dios (cfr. en este sentido el precioso texto de Os. 2).

Y en la etapa de la monarquía la historia se repite. El pueblo cae en el peligro advertido en Dt. 8,7-20: en vez de acoger la Tierra y todo lo que conlleva como don de Dios que debe conducirles a bendecir a Yahveh, el pueblo se apropia ese don, se hace autosuficiente, se instala en la Tierra y se olvida de su Dios; la consecuencia es que al olvidar a Yahveh y desoír su voz, al dar culto a otros dioses, el pueblo acaba pereciendo. Pero el pueblo no aprende la lección. Y el segundo libro de los reyes explicará que la ruina definitiva del reino de Israel se deberá a los reitera­dos pecados del pueblo y de sus reyes (2Re. 17,7-23). Pese a lo cual triunfará la fidelidad de Dios y su misericordia, pues el mismo destierro servirá a Israel de purificación y renovación, como veremos.

3.- Yahveh Rey y su Ungido

Varios salmos (p. ej. 93,96,97,99) aclaman a Yahveh como rey. Con su profundo sentido religioso el pueblo de Israel estaba convencido de que ellos eran un pueblo santo, un reino de sacerdotes (Éx. 19,6) y que el Señor era su único Sobera­no.

Por eso se entienden las resistencias a tener un rey humano. Cuando al ver las campañas realizadas en favor del pueblo, los israelitas quieren proclamar rey a Gedeón, este responde: «No seré yo el que reine sobre vosotros, ni mi hijo; Yahveh será vuestro rey» (Jue. 8,23). Y cuando a Samuel anciano le piden un rey para ser como los demás pueblos, Dios mismo le dice: «no te han rechazado a ti, me han rechazado a mí, para que no reine sobre ellos» (1Sam. 8,7).

Sin embargo, al mismo tiempo el propio Samuel acaba entendiendo que las circunstancias históricas piden una nueva organización del pueblo y que en ellas se manifiesta la voluntad de Yahveh. Unge rey a Saúl, a quien Yahveh mismo ha elegido (1Sam. 9), quedando como persona consagrada, instru­mento y representante personal del Señor. Y después de él, David y los demás reyes de Israel serán también ungidos y constituidos lugartenientes de Yahveh. Los reyes de Israel tendrán no sólo el poder militar y el gobierno, sino también el judicial (la primera cualidad de un rey es ser justo: Sal. 72,1-2; Prov. 16,12) e incluso será responsable del culto (2Sam. 24,25) y llegará a realizar actos sacerdotales (2Re. 16,12-15).

Entre estos dos aspectos no hay en realidad contradicción. Si por un lado el rey es representante personal de Yahveh, hasta el punto de ser adoptado por Él como hijo (Sal. 2,7); 110,3) y de que su persona encarna el bien de sus súbditos y de que la prosperidad del país depende de él (Sal.72), por otro lado tampoco es un dios (cfr. 2Re. 5-7; Ez. 28, 2.9); a diferencia de lo que ocurría en otros pueblos vecinos en que el rey era divinizado -el ejemplo más claro es Egipto-, la religión de Israel con su fe en Yahveh, Dios personal, único y trascendente, hacía imposible toda divini­zación del rey. El rey era representante personal de Yahveh: nada menos, pero nada más. La unción engrandecía al rey, pero a la vez le relativizaba, siendo Yahveh el único Rey. Cuando un rey humano pretenda usurpar el lugar de Dios y deje de respetar los derechos de Dios será duramente juzgado, pues aunque es persona sagrada no es intocable: según su fidelidad a la alianza, los profetas se encargarán de realizar ese juicio.

4.- David, el Rey

Después del fracaso y la decepción del reinado de Saúl, David encarnará el ideal de la monarquía, conciliando el aspecto profano con el religioso y su condición de jefe político con la de ungido de Yahveh.

En él resalta en primer lugar la elección gratuita y libre por parte de Dios. David es un muchacho que pastorea el rebaño de su padre; es el más pequeño de los hijos de Jesé. Y sin embargo es el elegido por Yahveh como rey de su pueblo. Dios no elige al más fuerte, al que se encuentra humanamente más preparado, sino lo más débil, para manifestar su poder en la debilidad (cfr. 1Cor. 1,26-31; 2Cor. 12,8-10):»la mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero Yahveh mira el corazón». (1Sam. 16,7).

Ciertamente David cometerá pecados (2Sam. 11;24). Pero su grandeza consistirá en permanecer delante de Dios, en no enorgullecerse: «Mi Señor Yahveh, ¿quién soy yo y qué es mi casa para que me hayas traído hasta aquí?» (2Sam. 7,18). Su fuerza le viene de Dios, del espíritu de Yahveh que le unge y hace de él otro hombre (1Sam. 16,13; cfr. 10,6).

Esto se pone de relieve particularmente en el combate contra Goliat (1Sam. 17), episodio que resulta emblemático de toda la vida y actividad de David. El pueblo de Israel es atacado por un enemigo superior a sus fuerzas que le hace temblar (v. 11). Pero el desprecio y agresión al pueblo de Dios (v. 10) es en realidad desprecio y agresión a Yahveh mismo (v. 36). Por eso David se lanza a la batalla en notable inferioridad (vv. 38-44) pero contando con el auxilio de Yahveh (v. 37), como él mismo proclama: «Tú vienes a mí con espada, lanza y jabalina, pero yo voy contra ti en nombre de Yahveh Sebaot, Dios de los ejércitos de Israel, a los que has desafiado. Hoy mismo te entrega Yahveh en mis manos… y sabrá toda la tierra que Israel tiene un Dios, y toda esta asamblea sabrá que no por la espada ni por la lanza salva Yahveh, porque este es un combate de Yahveh y os entrega en nuestras manos» (vv. 45-47).

Además de su grandeza de ánimo perdonando la vida de Saúl que pretendía eliminarle a él y respetando al «ungido de Yahveh» (1Sam. 24,7.11;26,9.16), destaca también su adhesión a la voluntad de Dios manifestada en los acontecimientos; con ocasión de la revuelta de su hijo Absalón, exclama: «Si he hallado gracia a los ojos de Yahveh, me hará volver y me permitirá ver el arca y su morada. Y si Él dice: ‘No me has agradado’ que me haga lo que mejor le parezca» (2Sam. 15,25-26; cfr. 16,9-12).

5.- Jesús, hijo de David

A través del profeta Natán la alianza de Yahveh con todo el pueblo se concreta en alianza con David y su descendencia (2 Sam. 7). La promesa, que inmediatamente se refiere a un hijo concreto de David, su sucesor Salomón, tiene una amplitud incomparable: «Tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante mí y tu trono estará firme eternamente» (cfr. Sal. 89; 1Cron.17).

Ante la experiencia reiterada de reyes malvados e ineptos, ante el hecho de que ningún sucesor de David cumple la esperanza recogida en esos textos, y dado que los textos mismos están abiertos a una plenitud mayor, poco a poco se va abriendo camino la esperanza de que irrumpirá el poder de Yahveh suscitando un sucesor de David con el que se realizará plenamente la esperanza mesiánica. Tanto los profetas (Is. 7,14-17; 9,1ss; 11,1ss; Ez.34, etc.) como los salmos reales (Sal. 2; 72; 110;) apuntan a un Rey, Sacerdote e Hijo de Dios, que establecerá un reinado eterno y universal realizan­do la restauración de todo.

Cuando haya desaparecido la monarquía davídica, este ideal mesiánico se irá aquilatando y purificando; ya no se esperará un monarca más, por perfecto que fuera, sino un rey ungido por Yahveh a través del que Dios mismo actuará con todo su poder realizando su plan de salvación en favor de su pueblo, salvándole no ya de los enemigos políticos, sino del pecado y de todas sus consecuencias.

Esta expectativa, que se fue intensificando con el paso de los siglos, se ha cumplido en Jesús. Él es el hijo de David (Mt. 1,1.20; Lc. 1, 27.32) y como tal es reconocido por el pueblo sencillo (Mt. 2,1-6; 21,9); sin embargo, a la vez que hijo, es Señor de David (Mc. 12,35-37). Él es el Ungido (= Mesías = Cristo), sobre el que reposa en plenitud el Espíritu de Dios (Mc. 1,10; Lc. 4,18) hasta el punto de poder bautizar a todos con Espíritu Santo (Mc. 1,8). Él es plenamente Rey, aunque ciertamente su reino no es de este mundo (Jn. 18,33-37); no se realiza por el dominio despótico y tiránico sobre los demás, sino mediante el servicio y el don sacrificado de la propia vida (Mc. 10, 41-45). Si Jesús rechaza el título de Rey, de Mesías, de hijo de David, durante su vida en condición terrena es por las implicaciones político-naciona­listas que suponía. En cambio, después de su muerte, resurrección y ascensión Jesús es entronizado y exaltado por Dios a su derecha como Rey (Hech. 2,22-36; Fil. 2,6-11); ahora puede ser proclamado abiertamente Rey, aunque su reino sólo alcanzará su consumación plena al final de los tiempos cuando Dios sea todo en todos y reine poniendo a todos sus enemigos bajo sus pies (1Cor. 15, 23ss; Col. 3,1; Ap. 22,4-5.16)

6.- Textos principales

Jueces 1-2: 6-8

1 Samuel 1-2; 16-17; 24; 26

2 Samuel 1-2; 5-7; 11-12; 15-19; 24

1 Crónicas 22

Salmos 2; 18; 45; 69; 72; 110

Isaías 7-11

Ezequiel 17; 34

CAPÍTULO 7. La boca de Yahveh: los profetas

A lo largo de la historia de la salvación los profetas han desempeñado un papel fundamental. En la Antigua alianza ellos son un punto de referencia decisivo para el pueblo de Dios en las épocas más difíciles de su historia; se sitúan entre el siglo VIII y el siglo II a.C., aunque las figuras más representativas viven entre el siglo VIII y el siglo V. Ellos son los portavoces de Yahveh en medio de las circunstancias en que les toca vivir, iluminando, denunciando, suscitando esperanza… Tienen conciencia de que su mensaje no proviene de sí mismos, sino de que ellos son simple y escuetamente «la boca de Yahveh», el instrumento a través del cual el Dios de la alianza no deja de hablar a su pueblo.

1.- Los profetas en su tiempo

Es imposible entender a los profetas fuera de su contexto histórico. Aunque su mensaje tenga valor universal por ser revelación de Dios, sin embargo no se puede entender abstraído de su contexto, pues su palabra responde a circuns­tancias muy concretas históricas, sociales y religiosas.

Después del cisma sigue un período de lucha entre los dos reinos, sin que ninguno llegue a prevalecer. Cuando ven que su enfrentamiento sólo sirve para que se independicen los pueblos sometidos por David, hacen las paces y se alían contra los arameos de Damasco primero y contra los asirios después. Con Josafat de Judá (873-849) y con Omrí (876-869) y Ajab (869-850) en Israel ambos reinos alcanzan gran esplendor político (cfr.1Re. 16-22).

Con la prosperidad económica se dispara el lujo y la injusticia de los poderosos para con los pobres (cfr. el episodio de la viña de Nabot, 1Re. 21). A la vez se acrecien­ta la idolatría, sobre todo en el reino del norte, que sufre más directamente el influjo de los pueblos paganos. En este contexto surge Elías, que durante el reinado de Ajab y su esposa Jezabel en el reino del norte combate el culto de Baal y lucha por la fidelidad al yahvismo; su mismo nombre (que significa «mi Dios es Yahveh») es como un grito de guerra de este «profeta de fuego» (Sir. 48,1). Aunque su predicación no ha quedado recogida por escrito, toda la tradición bíblica considera a Elías como el prototipo de profeta (Mal. 3,23; Lc. 1,17; Mt. 17,10-13) (Ciclo de Elías: 1Re. 17-22; 2Re. 1-2). Después de Elías actúa su discípulo Eliseo; (1Re. 2-13).

En el siglo VIII, con la decadencia de Asiria, que a su vez había eliminado a los arameos, Israel y Judá recuperan las dimensiones del reino unido bajo David (cfr. 2Re. 13-14). Protagonistas de ello son Jeroboam II (785-745) en Israel y Azarías y Osías (795-739) en Judá. Se recrudece la situación de injusticia y, aunque se sigue dando culto a Yahveh, se trata en realidad de un culto vacío que encubre la opresión a los pobres. En este contexto surgen los primeros profetas escritores: Amós y Oseas en el reino del norte, y en el del sur Isaías y Miqueas.

Hacia el año 750, bajo el reinado de Jeroboam II, Amós, pastor de Técoa, pueblo cercano a Belén, penetra en Samaría para anunciar la palabra de Yahveh. Con su alma recia y sincera de campesino, denuncia vigorosamente las injusticias (opresión de los humildes, corrupción de los jueces), la disolución de las costumbres y el formalismo del culto (Am. 2,6-8; 5,12; 5, 21-22; 6, 4ss). Como consecuencia de esta corrupción predice el juicio y el castigo que llegará al pueblo del Día de Yahveh (Am. 5,18-20) a pesar de lo cual anuncia -por primera vez en los profetas- la esperanza de salvación de un «resto» (Am. 5,15).

Poco después de Amós, Oseas denuncia los mismos abusos pero insiste más que aquel en la vida religiosa y en el culto, combatiendo el formalismo falso (Os. 6,6; 8,11-13). También predice el castigo (por ejemplo Os. 8,14; 9,1-6), pero subraya que todas las pruebas serán una llamada del amor divino para que Israel vuelva al Señor. El amor de Dios a Israel se representa bajo el símbolo del amor conyugal (Os. 2, que es una de las páginas más bellas de la Biblia) y bajo la imagen del amor paternal y maternal (Os. 11,1-4). Al final, por encima de todas las infidelidades del pueblo y de todos los castigos de su Dios -signo también de su misericordia- triunfará el perdón, porque «soy Dios y no hombre» (dice Yahveh por el profeta: Os. 11, 8-9).

Isaías, hombre culto y de familia relevante de la casa de Judá ejerce su ministerio en Jerusalén a partir del año 740. Su predicación arranca de una fuerte experiencia de la santidad de Yahveh (Is. 6), que reclama también la santidad de los creyentes, sobre todo en lo referente a la justicia y a la rectitud interior, sin las cuales el culto se reduce a unos cuantos ritos vacíos de sentido (Is. 1,10-23). Isaías es además el profeta de la fe que exige depositar toda la confianza en sólo Dios (Is. 26,2-5;30,15) rechazando el apoyarse en alianzas políticas que entrañan múltiples contactos religiosos que hacen peligrar la pureza de la fe en Yahveh y que son inútiles (Is. 30,1-5; 31,1-3; 8,12-13). Predice también el castigo que vendría como consecuencia de los pecados de Israel, pero también afirma poderosamente la perseverancia y la fidelidad de algunos, el «resto de Israel» (Is.10,20-23). Finalmente son célebres sus profecías mesiáni­cas, especialmente las del «libro del Emmanuel» (7,10-17; 9,1-6; 11,1-9).

Miqueas, contemporáneo de Isaías, no dejó una colección tan abundante de textos como este, pero su ministerio dejó una profunda huella en Jerusalén (Jer.26,18-19). Sus palabras claras y concretas y su amor hacia los humildes y pequeños recuerdan mucho el estilo de Amós, hijo también de labradores judíos. Junto a la predicción de la ruina de Samaría y del castigo que amenaza a Judá, Miqueas centra la esperanza de restauración en el Mesías que será descendiente de David (Mi.5,1-3, que citará Mt.2,6).

Con la muerte de Jeroboam II se manifiesta toda la corrupción y deterioro del reino del norte, comenzando un período de anarquía en que los reyes se suceden asesinándose unos a otros (2Re.15). Mientras tanto, Asíria ha resurgido y encuentra una ocasión para interve­nir en Israel al ser llamada por el rey de Judá, Ajaz, a quien el rey de Israel y el de Damasco han hecho la guerra por no aliarse con ellos contra a los asirios (cfr. Is. 7). Tiglat-Pilesar III realiza una incursión de castigo (2Re. 15,29) que repetirá años después Salmanasar V con ocasión de una nueva rebelión del rey de Israel, Oseas, y culminará Sargón II con el cerco y la destrucción de la capital, Samaria, y la deportación del pueblo en el año 721 (2Re.17).

Judá ha podido escapar del desastre gracias a la declaración de vasallaje del rey Ajaz. Pero el precio ha sido caro, pues además de pagar un elevado tributo, que repercute sobre el pueblo, sobre los pobres, Ajaz se ha visto forzado a aceptar la religión del vencedor y, en consecuencia, a fomentar la idolatría (cfr. 2Re.16; Is.2; Miq.5). Su hijo Ezequías, orientado por Isaías, trata de rectificar realizan­do una amplia reforma religiosa que inevitablemente debía conducir a la rebelión contra Asiria; cuando esta se lleva a cabo, Jerusalén es liberada prodigiosamente del inminente castigo de Senaquerib (2Re.18-19; 2Cron.29,31; Is.14,24-27; 17,12-14). Su hijo Manasés se somete de nuevo a Asiria, llevando el paganismo a su máximo esplendor en Judá (2Re.21,3-7) y quedando como prototipo de rey impío, causante de la destruc­ción del reino un siglo más tarde.

Cuando sube al trono Josías, nieto de Manasés, Asiria está a punto de caer bajo el poder del nuevo imperio babilóni­co. La situación permite a Judá recuperar la independencia plena e incluso extender sus dominios al antiguo reino del Norte. Más aún, realiza una amplia y profunda reforma religiosa de acuerdo con el recién descubierto «Libro de la Ley» (Deuteronomio) (año 622), celebrando la pascua con gran esplendor y renovando la alianza con Yahveh (2Re. 22-23; 2Cron.34-35). Esta reforma fue alentada y guiada por Sofonías y Jeremías.

En la época inmediatamente anterior al exilio destaca el profeta Jeremías entre sus contemporáneos Sofonías, Nahum y Habacuc. De familia sacerdotal, Jeremías nace cerca de Jerusalén hacia el año 645. De rica sensibilidad y piedad auténtica y sincera, es llamado por Yahveh el año 627, ejerciendo su ministerio con una fidelidad ejemplar en medio de toda clase de sufrimientos. Obligado a profetizar calamida­des contra su propia patria, se ve cruelmente perseguido, pero no deja de anunciar las palabras de Yahveh. Aunque su vida parece terminar en el fracaso total, su influjo fue enorme en la época del exilio y después del exilio, siendo el impulsor de una religión más auténtica -la espiritualidad de los pobres de Yahveh- y el anunciador de la nueva alianza.

Con la muerte del rey Josías, Judá se precipita rápidamente hacia la ruina. Babilonia está en todo su apogeo, pero los ineptos reyes de Judá se rebelan una y otra vez contra ella, confiando en la ayuda de Egipto que nunca llega. Finalmente Nabucodonosor se verá obligado a someter a Judá y a deportar una parte escogida de su población, llegando incluso a destruir Jerusalén y el templo de Salomón. Entre los deportados irá un sacerdote que años después se consti­tuirá en el guía espiritual del pueblo en el exilio: Eze­quiel.

2.- Identidad y misión del profeta

A menudo se tiene la idea de que el profeta es alguien que predice el futuro. De hecho es cierto que algunos profetas de Israel predijeron acontecimientos humanamente imprevisibles que se cumplieron muchos años más tarde. Pero lo propio del profeta es hablar en nombre de Yahveh. El profeta es esencialmente la «boca de Yahveh» (v. Jer. 15, 19; Is. 30,2), el órgano o instrumento a través del cual Dios manifiesta a los hombres su palabra. Lo mismo si predice el futuro que si realiza cualquier otro anuncio, lo decisivo es que Dios mismo pone sus palabras en la boca del profeta (Jer.1,9; Éx. 4,12).

El punto de partida de la misión del profeta es la llamada de Dios. A diferencia de los falsos profetas, que hablan por iniciativa propia (Jer. 23,21) y por eso sólo dicen falsedades que extravían al pueblo (Jer, 23,32), el profeta auténtico surge por iniciativa de Yahveh. Esta iniciativa irrumpe en la vida del profeta transformando sus planes y sacándole del camino que seguía (Am. 7,14-15), eligiendo al profeta a pesar de su limitaciones y objeciones (Jer 1,5-8; Éx.4,10-12), actuando incluso con violencia sobre él para que ejecute los planes de Yahveh y transmita su palabra (Ez. 3,14; 8,3; Am.3,3-9).

Apoyados en esta iniciativa y llamada de Dios, los profetas claman denunciando el culto hipócrita y formalista, la idolatría, las injusticias sociales, el lujo, la corrupción de las costumbres. Defensores de los derechos de Dios exigen fidelidad a la alianza y reclaman la conversión de un pueblo reiteradamente infiel. Defienden los derechos de los pobres porque la injusticia cometida con ellos ofende al mismo Yahveh. Anuncian el juicio de Dios y amenazan con los castigos divinos, que en realidad son consecuencia de los propios pecados del pueblo y de los cuales, por otra parte, se sirve Yahveh para provocar la conversión y reconducir al pueblo a sí mismo. Son portadores de la promesa de salvación y restauración para el pueblo de Dios, cuando se abre sinceramente a su Dios. Así van preparando el camino para la venida del Mesías.

La fidelidad al Señor y a la palabra recibida de Él les acarreará sufrimientos incontables. Jeremías será acusado de conspirar contra el rey y conducido a prisión (Jer 20,2; 37,15-16); también Miqueas será encarcelado (1Re. 22,26-27). La certeza de haber recibido un mensaje del Señor les impide callarlo o disimularlo. Particularmente significativa es, conocida por sus propias «confesiones», la «pasión» de Jeremías, el drama por él sufrido a causa de su fidelidad a la palabra de Yahveh (Jer. 15,10-21; 20,7-13).

Heraldos de Dios, los profetas son luces encendidas en medio de la historia. Arrojan en la aparente ambigüedad de los acontecimientos la potente luz de Dios. Con su fe vigorosa en un Dios que actúa en la naturaleza y en la historia interpretan los sucesos contemporáneos. Inspira­dos por el Espíritu, sacan también enseñanzas de los acontecimientos de la historia pasada y proyectan la luz de Dios hacia el porvenir. Así, se convierten en guías del pueblo de Dios, aunque a menudo incomprendidos por sus contemporá­neos. Su enseñanza luminosa, el testimonio de su fe y su esperanza, su energía indomable frente al pecado en cualquie­ra de sus formas… sigue siendo una referencia fundamental también para nosotros cristianos.

3.- Profetismo cristiano

En los últimos siglos del judaísmo desaparecen los profetas; el Salmo 74,9 lamenta este hecho (cfr. Lam. 2,9; Sal. 77,9). Sin embargo, los judíos de la época del Nuevo Testamento esperan la llegada de un profeta, del gran profeta de los últimos tiempos anunciado por Moisés (Dt. 18,15-18).

De hecho Juan Bautista fue saludado con entusiasmo por el pueblo judío como profeta (Mt. 11,9). También la predicación de Jesús produjo un fuerte impacto y fue considerado como profeta (Lc. 7,16; 24,19), más aún, como el profeta esperado, el que tenía que venir en los últimos tiempos (Jn. 5,14; 7,40).

En muchos aspectos Jesús actúa como un profeta: como ellos denuncia los pecados, llama a la conversión y anuncia el Reino de Dios, como ellos es perseguido y rechazado por su pueblo… Jesús mismo expresa su conciencia de ser profeta (Lc. 13,33), pero a la vez se considera superior a todos los profetas (ver, por ejemplo, en la parábola de los viñadores homicidas el contraste entre «los siervos» y «el hijo»: Mt. 21,33-41) y manifiesta que ha venido a dar perfección y cumplimiento a lo enseñado por los antiguos profetas (Mt. 5,17).

En realidad, Jesús es «más que profeta», pues no sólo transmite las palabras de Dios, sino que Él mismo es la Palabra personal del Padre (Jn. 1,1-18); mientras que antes Dios había hablado en diversas ocasiones y por diversos medios a través de los profetas, ahora, en los últimos tiempos, ha hablado en el Hijo (Heb. 1,1-2)

En el Nuevo Testamento encontramos testimonios de la existencia del carisma de profecía en la Iglesia primitiva (Hech. 11,17ss; 13,1; 21,9-11; 1Cor. 13,8; 14,1-5). Pero lo más interesante es que la novedad traída por Cristo ha hecho que todos los cristianos sean profetas: el día de Pentecostés Pedro constata (Hech. 2,14-21) que se ha cumplido la profecía de Joel («Derramaré mi Espíritu sobre toda carne y profeti­zarán vuestros hijos y vuestras hijas»: Jl. 3,1-2). Se ha cumplido el deseo de Moisés (“¡ojalá todo el pueblo de Dios fuera profeta!”: Núm. 11,29): la Iglesia es un pueblo profético. Sólo resta que cada uno de sus miembros actúe y ejercite ese don y esa misión profética en la docilidad al Espíritu; esto es lo que han realizado de manera eminente los santos, que al estar abiertos a la acción y al impulso del Espíritu han sido instrumento de renovación en la Iglesia en cada una de sus épocas.

4.- Textos principales

Isaías 6

Jeremías 1

Ezequiel 1-3

Oseas 1-2; 11

Amós 7

Deuteronomio 18

CAPÍTULO 8. La prueba del exilio

1.- Los hechos

El año 597 Nabucodonosor conquistó Jerusalén y deportó al rey Joaquín y a los magnates de la población (2Re. 24,15-16). Unos años después, el nuevo rey Sedecías, tío de Joaquín, faltando a su palabra conspiró contra el soberano caldeo; si la primera deportación había intentado impedir una sublevación, cuando esta sucede Nabucodonosor actúa más drásticamente: se ve obligado a emprender una nueva ofensiva, asediando y tomando la ciudad Santa en el año 587; la victoria fue seguida de una nueva deportación(2Re. 25, 11-12). Y todavía hay una tercera deportación, en el año 582, probablemente como represalia por la muerte de Godolías, el gobernador puesto por Nabucodonosor sobre Judá.

Quizá el número de deportados no pasase de 20.000. Pero teniendo en cuenta la escasa población de Judá y que además fueron exiliados los más influyentes, las cabezas del pueblo en el aspecto político, social, religioso y económico, la Biblia puede afirmar con razón que todo Judá «fue llevado cautivo lejos de su tierra» (2 Re. 25,21).

Lo más grave de estos hechos y lo más duro para el pueblo de Israel es que humanamente hablando significan el fin de Israel, su destrucción como pueblo: lo más escogido de Israel vive en el exilio, en tierras extrañas, lejos del país que Dios había donado a los hijos de Abraham; el templo, morada de la presencia divina y centro del culto de Israel, está en ruinas; el rey, descendiente de David y representante de Yahveh, ha sido destronado, hecho cautivo y castigado cruelmente (2Re. 25,6-7); la capital del reino, la ciudad santa de Jerusalén, ha sido arrasada. La nación, como tal, ha dejado de existir.

Más aún: todo ello supone una grave prueba para la fe de Israel. Parece que Dios se ha olvidado de su pueblo (Sal. 77,8-11), que se ha olvidado de la Palabra dada, de las promesas hechas a David y a sus descendientes. Parece que está airado contra su pueblo (Sal. 79,5; 80,5). Parece que Yahveh es más débil que Marduk, el dios de los caldeos, los cuales se burlan cruelmente de los israelitas (Sal. 42,11; 80,7). Parece que los atributos más propios de Dios -la misericordia y la fidelidad- quedan contradichos. Y cunde el desaliento: «Andan diciendo -toda la casa de Israel-: se han secado nuestros huesos, se ha desvanecido nuestra esperanza, todo ha acabado para nosotros» (Ez. 37,11).

2.- Su significado religioso

Sin embargo, esta gran crisis va a ser la ocasión de una profunda renovación en el pueblo de Israel. Al desaparecer sus seguridades humanas y quedar derribado su orgullo nacional, los israelitas se vuelven a Yahveh. A través de lo doloroso de esta prueba Israel va a ser purificado y va a surgir un pueblo nuevo, con una fe más viva y más dócil a su Dios.

Providencialmente, Dios mismo suscita unos guías que orienten al pueblo en estas circunstancias tan difíciles. Entre ellos destacan los profetas, que ayudan una vez más a leer e interpretar los acontecimientos desde la fe:

+ Jeremías. Aunque no fue deportado a Babilonia, él fue el primer guía religioso de los exiliados: les escribe desde Jerusalén después de la primera deportación invitándoles a escuchar la palabra de Yahveh sin hacerse ilusiones acerca de una liberación inminente (Jer 29). Los grandes temas de su predicación (conversión, esperanza, nueva alianza, religión interior) serán meditados por los exiliados (los mismos que antes le habían rechazado).

+ Ezequiel. Sacerdote -como Jeremías- fue conducido a Babilonia en el 598 con el primer grupo de exiliados. Comienza anunciando la ruina de Jerusalén como castigo a las faltas de Israel (Ez. 4-12), pero tras la desolación de la ciudad en el 587 se convierte en el profeta de la esperanza. Durante más de 20 años reanimó la fe y la esperanza de sus compatriotas, infundiéndoles la certeza de que Yahveh salvaría a su pueblo para santificar su nombre y manifestar su gloria (Ez. 36,22-25). Particularmente impresionante es la visión de los huesos secos, en que profetiza una auténtica resurrección de Israel (Ez. 37,1-14). Como Jeremías, anuncia una alianza nueva en la que Dios mismo purificará y renovará los corazones (Ez. 36,25-28).

+ Segundo Isaías. Este lejano discípulo de Isaías anuncia el consuelo a Israel (Is. 40,1-2). Ante las victorias de Ciro sobre los pueblos de oriente, el segundo Isaías le presenta como el instrumento del que Dios se servirá para realizar su designio (Is. 41,1-4; 45,1-6.12-13) y liberar a su pueblo como en un nuevo éxodo (Is. 40,3; 43,16-19). Este profeta -tan cercano al Nuevo Testamento- presenta también unas perspectivas universalistas: a la comunidad de exiliados encerrados en sí mismos les habla de un Dios que ofrece la salvación a todos los hombres (Is. 45, 20-22). Finalmente anuncia a un misterio­so «Siervo de Yahveh» (Is. 42,1-7; 49,1-6; 50,4-9; 52,13-53,12), un justo que sufre y expía los pecados de los demás, sucediendo tras su muerte una glorificación y una grandiosa fecundidad espiritual.

Además de la ayuda de los profetas está también la de los sacerdotes. Y además al marchar al destierro los exiliados llevan consigo la ley divina, las antiguas tradiciones de la historia del pueblo escogido, las profecías y los primeros salmos recopilados; es la palabra de Yahveh que les va a acompañar en su aflicción y ellos ahora están en mejor disposición de espíritu para escucharla.

He aquí, pues, lo que el pueblo de Dios aprende de los acontecimientos del exilio:

a) En primer lugar, es la ocasión para un profundo examen de conciencia. En él Israel reconoce ante todo que ha pecado, que ha fallado a su Señor, que ha sido infiel a la alianza. A pesar de la lección que suponía la destrucción del reino del norte el año 721, a pesar de los múltiples avisos de los profetas, a pesar del intento de reforma efectuado por Josías en el 622, la nación judía en su conjunto fue infiel a Yahveh y traicionó la alianza que debía guardar: «desde el día que salieron vuestros padres de Egipto hasta el día de hoy… esta es la nación que no ha escuchado la voz de Yahveh su Dios» (Jer. 7,25-28). El pueblo de Dios ha acumulado pecado tras pecado: injusticias, lujo y desen­freno, idolatría, sacrificio de niños, abandono de su Dios, desobediencias continuas a su ley … Y ahora entienden que el exilio es la consecuencia inevitable de sus pecados, que las innumerables infidelidades a la alianza estaban exigiendo una purificación (Jer. 3,25); ahora comprenden que se han enredado en sus propias acciones (cfr. Sal. 9,17) y que su propia maldad ha recaído sobre sus cabezas (Sal. 9,17). Este examen de conciencia -que aparece reflejado, por ejemplo, en el libro de las Lamentaciones y en la última redacción de los libros de los Reyes- no hace más que constatar lo que ya había oído el pueblo en el momento de sellar la alianza: que si eran fieles les iría bien, pero que si eran infieles les iría mal. En estas circunstancias el examen de conciencia les conduce al arrepentimiento de los pecados que les han acarreado el desastre y a una renovada confianza en Yahveh.

b) A pesar del castigo merecido, Dios no abandona a su pueblo. En una impresionante visión Ezequiel contempla cómo la gloria de Yahveh abandona el templo y va a instalar­se en el lugar donde moran los desterrados (comparar Ez. 10,18ss con 11,16). En cierto modo Yahveh se ha desterrado con los desterrados. Y esta nueva presencia -sin templo visible- de Yahveh en medio de su pueblo es la garantía y fundamento de su esperanza para el futuro.

c) Por eso el exilio se convierte en un tiempo precioso de purificación. El pueblo de Israel es llevado de nuevo al desierto -según la terminología de los profetas: Os. 2,16-, al lugar donde se carece de todo y el hombre es purificado. La gran tragedia es que el pueblo de Dios había acabado apropiándose de los dones de Dios de tal manera que, en vez de que estos los recibiera con gratitud y le llevaran a Dios, en realidad le habían apartado de su Señor (cfr. la advertencia de Dt. 8,11-14). Israel se ha quedado en los medios y se ha olvidado del Dios al que esos medios debían conducir; ha puesto su seguridad en el hecho de tener el templo (cfr. Jer. 7,4) en vez de confiar en el Dios que habita en el templo pero es infinitamente más grande que el templo (cfr. Is. 66,1). En consecuencia Dios le retira esos dones -la tierra, el templo… todo- para que vuelvan al autor de ellos. Así el exilio es un tiempo de purificación que conduce al pueblo a una religión más auténtica, a una piedad más sincera, a una fe más viva, a una conversión más interior. En definitiva, el exilio formaba parte del plan de Dios, que de los males sabe sacar bienes inmensamente mayores.

d) El exilio da un más profundo conocimiento del corazón del hombre y del corazón de Dios. Por un lado, el fracaso de la primera alianza -con las repetidas y continuas infidelida­des- pone de relieve la dureza del corazón humano y su obstinación en el mal; es la experiencia de un pueblo en que todos son «sabios para lo malo e ignorantes para el bien» (Jer. 4,22) lo que conduce al clamor humilde: «Conviértenos a tí oh Yahveh, y nos convertiremos» (Lam. 5,21): sólo Dios puede cambiar el corazón del hombre. Por otro lado, en medio del fracaso y la impotencia del pueblo Dios va a manifestar más esplendorosamente aquello de lo que es capaz realizando un nuevo éxodo con prodigios que eclipsarán los del primer éxodo (Is. 43,16-21), creando algo enteramente nuevo (Is. 65,17), realizando una auténtica resurrección de su pueblo (Ez.37,1-14), estableciendo una nueva alianza que consistirá en el perdón de los pecados, en el verdadero conocimiento de Dios y en el don de un corazón nuevo y de un espíritu nuevo -el Espíritu mismo de Dios- que transformará al hombre por dentro y le dará la fuerza para adherirse a la voluntad de Dios (Jer.31,31-34; Ez.36,25-28).

e) Esta experiencia les hace entender también el valor positivo del sufrimiento. Dios se manifiesta como misericordioso, pues «no quiere la muerte del malvado, sino que se convierta de su conducta y viva» (Ez. 18,23.32; 33,11); pero esta misericordia, para ser eficaz, necesita usar la amarga medicina del sufrimiento: como la plata y el oro necesitan pasar por fuego para desechar la escoria, Israel necesita pasar por el crisol del sufrimiento para ser purificado y renovado (Ez. 22,17-22); Is. 48,10); así Israel aprenderá que «Yahveh reprende a aquel que ama, como un padre al hijo querido» (Prov. 3,12). Más aún, los cánticos del Siervo ya mencionados apuntan a un sufrimiento redentor: el Israel puri­ficado va a convertirse, precisamente en virtud de su sufrimiento, en instrumento de salvación para muchedumbres; así el pueblo de la antigua alianza atisba la eficacia y fecundidad del dolor, que alcanzará su pleno cumplimiento en el sacrificio de Cristo.

f) Finalmente, al contacto con otros pueblos Israel descubre la misión universal de su vocación; frente al particularismo y nacionalismo en que se había encerrado, ahora va comprendiendo que si han sido objeto de una predilección especial de Dios, que les ha manifestado su voluntad y sus planes, es para que estos dones los transmitan y comuniquen a otros pueblos (Is. 45,18-23; 42,10-12); así serán convertidos en «luz de las gentes» (Is. 42,6).

De este modo Dios ha preparado cuidadosamente un «resto de Israel» que cuando regrese a Palestina será portador de una fe más profunda y de una religión más espiritual. De este modo la revelación de Dios da un paso decisivo hacia la plenitud que acontecerá en la persona de Cristo. El exilio, que parecía una desgracia irreparable, se ha conver­tido en una gracia incalculable.

3.- La experiencia del exilio y nosotros

Es evidente que también para nosotros cristianos los acontecimientos del destierro y su interpretación en la Biblia son fuente de enseñanza.

En primer lugar, para conocer más la misericordia de Dios, que sabe sacar bienes incluso de los males: «sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman» (Rom. 8,28); en todas las cosas: San Agustín apostillará la expresión de San Pablo indicando que «incluso el pecado» -lo decía por experiencia- es algo de lo que Dios se sirve en su misericordia para sacar bienes; de hecho, esto es lo que atestigua la experiencia del exilio, que Dios saca bienes incluso de aquellos males en que el hombre se introdu­ce por culpa suya y como consecuencia de sus pecados. «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom. 5,20).

Para nosotros, cristianos, a la luz de la cruz de Cristo se hace más patente el valor salvífico del sufrimiento. Si ya el salmista podía afirmar: «me estuvo bien el sufrir, así aprendí tus justos mandamientos» (Sal. 119,71.67) mucho más podemos decirlo nosotros al conocer mejor el corazón paternal de Dios que corrige a los hijos que ama (Heb. 12,5-11). Más aún, podemos decir con San Pablo: «me alegro de sufrir por vosotros; así completo lo que en mi carne falta a la pasión de Cristo en favor de su Cuerpo que es la Iglesia» (Col. 1,24).

También, para nosotros -como Iglesia y como individuos- se repite la tentación del pueblo de Israel de buscar seguridades en lo humano (estado, leyes, instituciones, privilegios, dinero, sabiduría, prestigio, medios, etc.) en vez de confiar y apoyarnos exclusivamente en Dios. Cuando se cae en esa tentación Dios no tiene más remedio -porque quiere nuestro verdadero bien- que retirarnos esas seguridades falsas y esos apoyos inconsistentes; es entonces cuando vienen las crisis -a nivel personal o comunitario-; toda crisis indica que había una falsa seguridad y que ésta ha caído, y por eso toda crisis es una ocasión de gracia, una oportunidad de cimentar realmente nuestra vida en Dios y sólo en Él. Para apoyarse verdaderamente en Dios es necesario experimentar que todo lo demás se hunde, que es inconsistente y no da funda­mento sólido a la vida del hombre.

4.- Textos principales

Jeremías 4; 7; 10; 21; 24; 25; 29

Lamentaciones 1-5

Ezequiel 6; 8; 12-13; 18; 20; 24; 34; 36; 37

Isaías 40-45

2Reyes 24-25

Salmos 42-43; 44; 74; 77; 80; 85; 89; 137

CAPÍTULO 9. El Israel espiritual

Tras la vuelta del exilio el pueblo de Israel deja sus ilusiones nacionalistas para convertirse en una comunidad religiosa en torno a la ley, el templo y el sacerdocio. De hecho, a excepción del breve periodo de independencia bajo los asmoneos (163-67 a.C.), Palestina estará siempre a merced de los dueños de turno.

1.- Datos históricos

Los datos que nos ofrece la Biblia sobre el periodo que abarca desde el decreto de Ciro permitiendo la vuelta de los desterrados a Jerusalén (538 a.C.) hasta la época del Nuevo Testamento es bastante escasa. Se limita a algunos periodos privilegiados.

El año 539 el imperio babilónico cae ante el empuje del joven imperio persa. Inmediatamente (538) su emperador Ciro publica un edicto permitiendo a los judíos volver a su patria (Esd. 1,2-4). Muchos prefieren quedarse en Babilonia, donde ya estaban instalados. Algunos deciden regresar, pero encuentran muchas dificultades para instalarse, debido a que los habitantes anteriores se sienten perjudicados.

Se comienza la reconstrucción del templo, pero surgen las dificultades y cunde el desaliento. Sólo bajo el impulso de los profetas Ageo (520) y Zacarías (520-518) se culmina dicha reconstrucción. Por otra parte, Zacarías centra la promesa sobre el Sumo Sacerdote Josué dando predominio a la dimensión religiosa sobre la político-nacional (al principio habían existido ilusiones de restauración nacional con Zorobabel, de la familia de David, pero desaparecen con su muerte y las numerosas dificultades de los repatriados).

Tras la reconstrucción del templo existe una situación de moralidad degradada (Mal. 1-3). Es entonces cuando llega a Jerusalén Nehemías como gobernador (445-443) con el encargo de reconstruir la muralla de la ciudad, cosa que logra a pesar de la oposición (Neh. 4,12-23). Además realiza una profunda reforma religiosa rigorista y para apoyarla es enviado Esdras, «sacerdote escriba» (428); con permiso del rey persa, da a los judíos la ley del Dios Altísimo como su estatuto jurídico (Esd. 7,12-26).

También al imperio persa le llegaría su fin con la conquista relámpago de Alejandro Magno (340-326). Pero como éste muere pronto y su imperio se reparte entre sus cuatro generales, Palestina queda al principio bajo los ptolomeos de Egipto. Es disputada por su condición de lugar de paso y, tras un siglo de pacífico dominio egipcio, queda bajo el control de los seléucidas de Siria.

El enfrentamiento entre la comunidad judía y la cultura griega era inevitable antes o después. La crisis salta con Antioco IV Epífanes, empeñado en helenizar sus reino. Necesitado, además, de recursos económicos, saquea el templo de Jerusalén llevándose sus tesoros y objetos sagrados y dicta una serie de medidas vejatorias contra la comunidad judía (deroga la ley judía, establece la pena de muerte por la circuncisión y la observancia del sábado, coloca una estatua de Zeus en el templo de Jerusalén).

Ante esto, los judíos fieles reaccionan con el martirio (algunos prefieren la muerte antes que traicionar sus creencias) o con la rebelión armada. Esta, iniciada por Matatías y continuada por sus hijos, especialmente Judas el Macabeo, logra la liberación del territorio y la independencia nacional, estableciendo la dinastía de los asmoneos, que reina cerca de un siglo (163-67 a.C.)

Los asmoneos establecerán una serie de luchas por la sucesión en el trono que provocarán la intervención de Roma. El año 63 a.C. Pompeyo conquista Jerusalén, y Roma se hace dueña de Palestina. En adelante el reino de Judea dependerá del capricho o del interés de Roma; de hecho, el año 37 llegará al trono un extranjero, Herodes, con el que llegamos a la época de Jesús.

2.- Templo, sacerdocio y Ley

Convertido en Comunidad religiosa, Israel va a tener a partir de ahora estos tres pilares. Conscientes de que Yahveh ha realizado con ellos un nuevo éxodo superando las maravi­llas antiguas (Is. 43,19-20), los repatriados se saben «el resto» predicho por los profetas en el que continúa la promesa de salvación de Dios sobre su pueblo.

La reconstrucción del templo de Jerusalén es un gran signo de esperanza: Yahveh garantiza de nuevo su presencia protectora en medio de su pueblo. Aunque este templo es pobre en comparación con el de Salomón, no por ello es menos glorioso al estar santificado por la presencia del Señor (Ez. 43; Ag. 2,1-9; Zac. 2,10-17). Al celebrar la pascua (Esd. 6,16-22) se empalma con el acontecimiento fundante de Israel y Yahveh ratifica su alianza («serán mi pueblo y yo seré su Dios»: Zac,8,8), hasta el punto de que Jerusalén será el centro hacia el que peregrinarán todos los pueblos en busca de la salvación, como profetiza el tercer Isaías exigiendo al mismo tiempo la conversión (Is. 56-66).

Este pueblo sacerdotal o asamblea Santa (cfr. Ex. 19,6) es guiado por los sacerdotes que aseguran el servicio del culto a Yahveh en el templo ofreciendo en nombre del pueblo oblaciones de acción de gracias, holocaustos y sacrificios de expiación por los pecados (cfr. Lev. 1-7). Con su minucio­so ceremonial y sus purificaciones rituales inculcan en el pueblo el respeto al Dios Santo. Además, dirigen la oración y bendicen al pueblo (Eclo. 45,19) con la bendición sacerdo­tal (Núm. 6,24-27). Nehemías 9 es un ejemplo de esta oración comunitaria.

El Pentateuco, probablemente completo en esta época como estatuto jurídico, se convierte en la Ley del pueblo de Dios. Como expresión de la voluntad santa de Dios, la Ley se venera, se medita y se ama (Sal. 119) y se convierte en el centro de la vida religiosa de Israel. En este sentido es emblemático el gesto de Esdras al leer pública y solemnemente la Ley (Neh. 8); el pueblo empalma con sus orígenes y renueva la alianza instaurando la fiesta de los tabernáculos.

Al principio, los sacerdotes explican la Ley en las reuniones litúrgicas (cfr. Jer 18,18). Pero en este período surge una nueva figura: el escriba. Hombre dedicado a escudriñar la Ley día y noche y a dilucidar su aplicación a los distintos casos que la vida presenta, se convierte en guía de la comunidad, que acude a él en busca de orientación.

3.- Fidelidad a la ley hasta el martirio

Un caso concreto de esta fidelidad a la Ley es la que aparece en algunos israelitas piadosos con ocasión de la persecución de Antíoco IV (2Mac. 7): prefieren dejarse matar antes que renegar de la ley santa de Dios.

A ello exhorta también el libro de Daniel, escrito precisamente en la época macabea (hacia el 164 a.C.), presentando el ejemplo de fidelidad de este joven y sus compañeros ante las amenazas de Nabucodonosor (en quien se alude a Antíoco IV); prefieren la muerte antes que obedecer las órdenes del rey, pero son librados de ella por la intervención de Dios, mientras que sus enemigos son castigados (Dan. 1-6). A la vez el libro anuncia la restauración del reino de Dios, a pesar de la oposición de sus enemigos, por obra de un «hijo de hombre» de origen celestial (Dan. 7,13-22).

Esta actitud martirial resulta posible porque se ha afianzado en Israel la doctrina de la inmortalidad del alma y la retribución realizada en una vida ultraterrena. Esta fe aparece expresada claramente en dos libros de origen judío escritos en ambiente griego: los Macabeos y el libro de la Sabiduría (Alejandría, entre el 80 y el 50 a.C.).

La rebelión macabea, a pesar de la ambigüedad de sus motivaciones, es también una nueva experiencia de la intervención de Yahveh en favor de su pueblo, defendiendo a su comunidad contra toda esperanza, cuando todo parece estar en contra. El pueblo lo expresa con la purificación del templo y la fiesta que se instituye con ese motivo (cfr. 1Mac. 4,36-60; 2Mac. 10,1-8).

Por otra parte, la helenización tiene otras consecuencias ventajosas, como la traducción de la Biblia hebrea al griego (conocida con el nombre de los LXX), con lo que el mensaje bíblico se abre a nuevas posibilidades de comunicación.

4.- Los sabios de Israel

Además de los sacerdotes y escribas, encontramos a los sabios como guías espirituales del pueblo de Dios. Aunque en Israel la sabiduría aparece con la monarquía -el prototipo de sabio es Salomón, 1Re. 5,9-14-, es en esta época cuando llega a su esplendor.

Sabios ha habido en muchos pueblos de la antigüedad, destacando sobre todo en Egipto y Babilonia. Su sabiduría era de orden práctico, arrancando de la experiencia y de la reflexión sobre el mundo y sobre la conducta humana y orientada a formar individuos capaces de comportarse correctamente en la vida. La sabiduría bíblica absorbió sin duda ciertos elementos de la sabiduría extranjera, pero tiene una fisonomía propia y distinta por el hecho de arrancar de la fe en Yahveh y contener una moral profundamente religiosa.

El sabio israelita es un hombre prudente y reflexivo, interesado por la educación del pueblo y de la juventud y despuntando como consejero (Jer. 18,18). El sabio no impone sus enseñanzas, sino que las propone suavemente con objeto de persuadir y de convertir la enseñanza en convicción perso­nal; dirige sus consejos a quienes los solicitan o los aceptan y suele hacerlo de manera impersonal, a veces interrogativa, para avivar la curiosidad del interlocutor obligándole a la reflexión. Podemos destacar tres rasgos:

-el sabio tiene un gran sentido de la realidad, propio del hombre de buen criterio que observa y reflexiona y cuyas observaciones son concretas y pertinentes (ver, por ejemplo, Prov. 15,12; 20,14; 22,13).

-tiene una fe viva en el Dios sabio, omnisciente y omnipotente; por eso, además de la experiencia, medita día y noche la ley del Señor (Sal. 1,2) y se esfuerza en descu­brir la sabiduría divina manifestada en la creación y en la historia del pueblo de Dios (Sab. 10-19). No se trata de una moral laica (Prov. 15,16; 16,9) y la clave y fuente de toda sabiduría está en el temor del Señor (Eclo. 1,1-10; Sab. 9,1-18; Prov. 2,5-8).

-transmite una visión de la vida que repercute en la conducta cotidiana del hombre; el sabio no sólo juzga el mundo a la luz de la fe, sino que ofrece innumerables consejos prácticos que ayudan a vivir; realiza una especie de humanismo religioso que, por medio de la observación y la reflexión religiosa, vivifica todos los valores humanos desde la fe y desde la sabiduría divina; en efecto, toda sabiduría del hombre consiste en imitar a Dios y en ser fiel a la ley (cfr. el retrato del escriba hecho por Ben Sira: Eclo. 39,1-11).

He aquí los principales escritos de los sabios en este periodo:

+Proverbios. Es la colección de textos sapien­ciales más antiguos. Recibe este nombre por las numerosas sentencias que contiene y que suponen muchos siglos de tradición; fue recopilado el 480 a.C. por un autor anónimo que escribió un magnífi­co prólogo doctrinal sobre la sabiduría (c.1-9). El libro enuncia los medios para conseguir la felicidad, que depende esencialmente de la rectitud moral y de la correcta relación del hombre con Dios (el «temor del Señor»: respeto religioso, sumisión a Dios y obediencia a sus mandatos).

+Job. Este libro, escrito hacia el 450 a.C. plantea el problema del sufrimiento del justo. Un hombre de excepcional bondad, del cual dice el mismo Yahveh que «no hay otro como él en la tierra» (1,8), se ve sumido en la desgracia total. Se pone en tela de juicio el principio de la retribución temporal, según el cual al justo le va bien en este mundo. Después de una serie de diálogos que ponen de relieve lo desconcertante del misterio para la inteligencia humana, el libro llega a la con­clusión de que el hombre, incapaz de comprender las maravillas de la naturaleza, impotente para penetrar las sendas de Dios, debe someterse y adorar la sabiduría divina. El sufrimiento humano es un misterio que Dios conoce pero que el hombre no alcanza; el dolor tiene un sentido -desconocido para el hombre- que no contradice la infinita bondad y justicia de Dios.

+Eclesiastés (Qohélet). Hacia el 250 a.C. un hombre con experiencia escribe el fruto de sus reflexiones. Afirma de manera absolutamente clara y tajan­te que no ha encontrado la felicidad en nada de este mundo y atestigua la vanidad de los placeres, de las riquezas, de la ciencia y de los esfuerzos humanos (1,2-3). No es que menosprecie las alegrías honestas, pero las juzga incapaces de satisfacer las más profundas aspiraciones del corazón humano. Al subrayar lo precario e insatisfactorio de todo lo terreno está preparando la revelación de la existencia del más allá.

+Eclesiástico (Sirácida). Hacia el 190 a.C. Jesús Ben Sirá, convencido de que la auténtica Sabidu­ría radica en Israel, compone una especie de «manual de conducta moral» capaz de hacer atracti­va la ley judía para los espíritus helénicos que se dejaban seducir por el refinamiento de la civilización pagana. El libro contiene dos partes, la primera con consejos de moral y pecados que han de evitarse (c. 1-42), la segunda un elogio de las obras del Señor y de los justos de Israel (c. 42-50).

+Sabiduría. Este libro, escrito en griego, probablemente en Alejandría, entre el 100 y el 50 a.C., afirma claramente la inmortalidad del alma (Sab. 3,1-8; cfr. Dan. 12,2-3; 2Mac. 7,9). A la vez pretende demostrar la superioridad de la sabiduría israelita, revelada por Dios, sobre la filosofía pagana.

La reflexión sapiencial, al presentar a la sabiduría como personificada e incluso preexisten­te junto a Dios (Prov. 1-2; Eclo. 24; Sab. 6-9), prepara el camino a la revelación de Cristo; en efecto, Jesús no sólo aparecerá lleno de sabiduría (Mt. 12,42) sino que Él mismo es la Sabiduría (1Cor. 1,24), la Palabra que estaba junto al Padre y se nos manifestó (Jn.1).

5.- Los pobres de Yahveh

Durante este periodo de la historia de Israel va decantándose en el seno de la comunidad un grupo, los anawim o pobres de Yahveh, que son como el alma de dicha comunidad. Ellos son los que en el pueblo de Dios mantuvieron firme y pura la esperanza en la salvación por obra de Yahveh sin mezclar­la con ambiciones materiales o nacionalistas. La esperanza de los anawim penetra en el Nuevo Testamento, acogiendo la salvación tal como Dios la envía, por caminos tan distintos de los que el pueblo soñaba.

Sofonías, hacia el 630 a.C., había sido el primero en utilizar el lenguaje de la pobreza en el sentido religioso (Sof. 2,3; 3,11-13). En este sentido el pobre se identifica con el humilde y la pobreza con la apertura a Dios, el ansia de Dios, la confianza en Él, la fidelidad a su alianza. También Jeremías había vivido esta actitud del pobre: las persecuciones de que fue objeto con tanta crudeza le llevaron a la confianza y al abandono en Yahveh (Jer. 20,11-13). En la época del exilio aparece la figura del Siervo de Yahveh (Is. 42,1-7; 49,1-6; 50,4-9; 52,13-53,12), el pobre de Dios por excelencia, que será causa de salvación para todos los pueblos. Finalmente, la figura de Job, hacia mediados del siglo V a.C., delinea perfectamente la figura del pobre: siendo inocente, ha perdido todos sus bienes, sufre en su carne y en sus afectos; renunciando a reivindicar su inocen­cia ante Yahveh, acepta en silencio, humildemente, su dolorosa condición con fe absoluta en la santidad y la justicia del Señor (Job 42,2-6).

Según esto, se pueden indicar algunas características de los pobres de Yahveh, esa comunidad forjada en la miseria y en el sufrimiento que fue el origen de la restauración y renovación religiosa de Israel (cfr. también Sal. 22; 35; 55; Eclo. 51,1-12; Lam. 3,1-66):

a) la pobreza real o sus equivalentes (enfermedad, persecución, horfandad, destierro..); en definitiva, pobre es aquel a quien le han fallado las seguridades humanas, que experimenta la indigencia en sus múltiples manifestaciones, que siente además la incapacidad para salir de su situación y se encuentra aplastado bajo el peso del dolor.

b) la actitud de humildad: la experiencia de humillación le ha hecho humilde; el sufrimiento le ha hecho experimentar su impotencia, su incapacidad para salvarse por sí mismo.

c) fe y confianza absolutas en Dios: la conciencia de su propia limitación impulsa al pobre a acudir confiado en busca de auxilio al único que puede dárselo. Y lo hace con una confianza sin límites, poniendo los ojos en el Señor y esperando de Él solo continuamente la salvación. La pobreza es la actitud de desnudez absoluta delante de Dios, de entrega plena y confiada en manos de Yahveh, en la esperanza y en la seguridad de que Él le salvará. Como, además, la máxima experiencia de miseria y de opresión es el pecado, la petición de salvación que hace el pobre de Yahveh va acompañada del reconocimiento de sus culpas y de la petición de perdón y conversión.

d) acogida de los débiles y pequeños: la experiencia personal de humillación hace al pobre de Yahveh sumamente comprensivo y solícito con todos aquellos que sufren pruebas semejantes.

Así entendida y vivida la pobreza es la actitud religiosa perfecta; en las antípodas del pretender «ser como Dios», el pobre pone en manos de Dios su salvación, en la certeza de que no le fallará aunque le conduzca por caminos desconcer­tantes e incomprensibles. Desprendido de sí mismo, la pobreza más radical, el hombre se encuentra con Dios y es su amigo. Por eso no es extraño que en este contexto germinase la expectativa mesiánica más pura: se espera un Mesías humilde (Zac. 9,9), amigo de los pequeños (Is. 11,4), que anunciará a los pobres la buena nueva de la salvación (Is 61,1-3).

Esta corriente empalma con el Nuevo Testamento y penetra en él. Pobres de Yahveh son el anciano Simeón, la profetisa Ana, Juan el Bautista… Sobre todo María, que resume en su corazón la inmensa espera de los anawim y su enorme deseo de acoger a Dios plenamente; ella recoge todos sus anhelos y aspiraciones y los manifiesta en el Magníficat, expresión perfecta del alma de los pobres de Yahveh. Más aún, el perfecto pobre de Yahveh es Jesús mismo, que colmado de sufrimientos se abandona enteramente en las manos de su Padre. Y este espíritu de los anawim, llevado a la perfec­ción, es el que revela todo el Sermón de la montaña, consa­grando de una vez por todas la pobreza como camino necesario para acoger el Reino de Dios: «Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos» (Mt. 5,3).

6.- Textos principales

Proverbios 8,12-36; 19

Job 1-2; 38,1 -40,5

Eclesiastés 1,12 -2,26; 12,1-8

Eclesiástico 3,30-4,10; 24,1-34; 39,1-11; 48,1-11)

Sabiduría 2,21 -3,12; 5,14-16; 9

Salmo 119

Sofonías 2,1.3; 3,11-20

Jeremías 20,7-13

Isaías 52,13 -53,12

Salmo 22

Lamentaciones 3

Mateo 5.3-12

CAPÍTULO 10. La plenitud de los tiempos

Todas las grandes intervenciones de Dios en la antigua alianza estaban orientadas a la intervención definitiva y plena de Dios, hacia «aquel que había de venir» hacia el Mesías que establecería el Reino de Dios en el mundo. Este momento -la plenitud de los tiempos- aconteció cuando «Dios envió a su Hijo nacido de una mujer» (Gál. 4,4-5).

De hecho, el Antiguo Testamento es una preparación y todo en él anuncia a Cristo y confluye en Cristo. Él es el centro del plan de Dios (Ef. 1,3-19; 3,1-12). Con él han llegado los «últimos tiempos» (Heb. 1,2), el «tiempo de la salvación» (2Cor. 6,2). Con su muerte se realiza la victoria de Dios sobre el mal y sobre Satanás (Jn. 12,31; 16,11). En Él Dios realiza la alianza nueva y eterna (Mc. 14,22-23). Con Él se abre el paraíso, tanto tiempo cerrado (Lc. 23,42-43). Por Él se nos da el Espíritu, que transforma el hombre dándole la nueva vida y realizando la nueva creación (Jn. 19,30-34; 20,22; 3,5; 7,37-39). Él es el centro de la historia, “el Principio y el Fin”, “el Alfa y la Omega” (Ap. 22,13). Él es “el mismo ayer, hoy y siempre” (Heb. 13,8), “el que era y es y viene” (Ap. 1,8), continúa presente en su Iglesia y «no se nos ha dado otro nombre en el que podamos ser salvos» (Hech. 4,12).

1.- Contexto histórico

El Hijo de Dios se ha encarnado en una época y circunstancias muy concretas, como los mismos evangelistas se encargan de poner de relieve (cfr. Lc. 2,1-3; 3,1-2).

a) situación política. Desde la entrada de Pompeyo en Jerusalén (63 a.C.) Palestina depende de Roma. Con el reinado de Augusto (30 a.C.) Roma controla todo el área mediterránea y se viven años de paz y esplendor como nunca antes se habían conocido.

En Palestina reina, puesto por Roma, Herodes el Grande (37-4 a.C.); extranjero y escéptico en materia religiosa, es sin embargo muy astuto: par halagar a los judíos inicia las obras de restau­ración del templo (19 a.C.), para tener contento al emperador construye templos romanos y Cesarea marítima. Como gobernante fue un hombre despótico y tiránico. Durante su reinado nace Jesús.

A su muerte Roma reparte el reino entre sus hijos. Arquelao es nombrado etnarca de Judea, Samaria e Idumea; cruel como su padre, es destituido años después, siendo gobernada esta región directamente por Roma por medio de procuradores. Filipo es nombrado tetraca de Transjordania del Norte; funda Cesarea de Filipo y a su muerte le sucede Herodes Agripa I. Herodes Antipas es desig­nado tetrarca de Galilea y Perea; se junta a Herodías, sobrina suya y esposa legítima de su hermanastro Filipo: la denuncia de este hecho costará la cabeza a Juan Bautista (Mc. 6,23); confidente del emperador Tiberio, construye en su honor Tiberíades, pero cuando éste muere es deste­rrado y su territorio entregado a Herodes Agripa I, amigo personal de los nuevos emperadores Calígula y Claudio.

Herodes Agripa I añade el protectorado de Jude, con lo que vuelve a unirse en él el reino de su abuelo Herodes el Grande, hasta su muerte (44 d.C.). Para agradar a los judíos provocará una persecución contra los cristianos (Hech. 12). A su muerte, Roma gobernará directamente por medio de procuradores (44-66 d.C.). Agripa II, hijo de Herodes Agripa I, recibirá más tarde un reino insignificante y con él se encontrará Pablo (Hech. 25-26).

b) situación religiosa: está marcada predominantemen­te por los diferentes grupos religiosos.

+escribas: dedicados al estudio y comentario de la ley, el pueblo los consideraba maestros (rabbí) y acude a ellos en busca de consejo. Se preparaban con largos estudios al lado de algún famoso rabí (cfr. Hach. 22,3); d ahí la extrañeza cuando alguien habla sin haber estudiado (Mt. 13,54), La mayoría se encua­dran entre los fariseos.

+fariseos: provienen de la época macabea; el nombre -que significa «separados»- indica su actitud: se consideraban «los puros» y se apartan de lo que no lleve marca judía, adhirièndose a la ley (particularmente en lo que se refiere al sábado, la pureza ritual y los diezmos); admiten las tradiciones, es decir, las interpretaciones de la Ley transmitidas oralmente desde antiguo. Hombres muy piado­sos, caían sin embargo con frecuencia en el formalismo -el apego a la letra de la ley- y en la autosuficiencia -la salvación por las solas fuerzas como consecuencia del cumpli­miento exacto de la ley-, lo que les llevaba a despreciar a los demás como pecadores (cfr, Lc. 18,9-14; Mt. 23). En lo político son tolerantes con el poder constituido, prefi­riendo vivir tranquilos y no enfrentarse (más aún, eliminando a los que pueden ocasionar problemas con los romanos: Jn. 11,45-53). Después de la crisis del año 70, los fariseos son el único grupo que sobrevive.

+saduceos: de origen sacerdotal, llegan a su máxima influencia con los romanos pues son partidarios suyos, y de entre ellos son escogidos los sumos sacerdotes. Apenas influ­yen en el pueblo. Rechazan la ley oral y no admiten doctrinas como la resurrección o la existencia de los ángeles (Hech. 23,6-9), Demasiado instalados en lo material (cfr. 22, 31-34; Mc. 12,27; Hech. 24,21), son rigoristas en lo determinado por la ley (cfr. Jn. 8,1-11; Mc. 14,53.65). Si aparecen menos atacados por Jesús que los fariseos es por su escasa influencia.

+sacerdotes: se dedican sobre todo al culto en el servicio del templo. La aristocracia sacer­dotal era saducea; sometida al poder civil (el sumo sacerdote era nombrado y depuesto por los romanos) ha llegado a perder incluso el sentido religioso. En la época de Jesús el Sumo sacerdocio lo detenta la familia de Anás. Por el contrario, en el grado menor había buen número de sacerdotes ejemplares, con espíritu religioso, que ejercían con esmero las funciones cultuales y orientaban la oración del pueblo (es el caso de Zacarías y de los mencionados en Hech. 6,7).

+esenios: conocidos por las referencias de escritos antiguos, como Flavio Josefo, Filón y Plinio, se han dado a conocer sobre todo a partir de 1947 con los descubrimientos de Qumrán. De origen sacerdotal, forman una especie de orden religiosa con vida común y compromisos como el del celibato y la renuncia a la propiedad personal. Hondamente religiosos, se consideran miembros de la nueva alianza y cuidan con esmero las purificaciones rituales y el banquete ritual. Doctrinalmente son dualistas.

Habría que añadir además los samaritanos y otros grupos de orientación religioso-política, como los celotas y los herodianos.

Tal es la situación del mundo a la llegada de Cristo. Tanto el mundo judío (los anawin sobre todo) como el mundo pagano (religiones mistéricas, filosofías diversas) se caracterizan por un profundo anhelo de salvación. Se experimenta sobre todo la opresión que es consecuencia del pecado (Rom. 3,9) y que hará que muchos acojan la salvación gratuita concedida por Dios en Jesucristo (Rom. 3,23-25)

Por lo demás, la unificación del mundo bajo el imperio romano va a favorecer la rápida expansión del mensaje cristiano.

2.- Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios

Con estas palabras comienza el evangelista San Marcos su relato, en el que pretende presentarnos la Buena Noticia -eso significa evangelio- acerca de Jesús, que es el Mesías y el Hijo de Dios, o mejor, la Buena Noticia que es Jesús. En efecto, la plenitud de los tiempos está caracterizada por la «venida» o encarnación del Hijo de Dios. El evangelio es el mismo Jesús, su misma persona, no un conjunto de doctrinas y normas morales; estas existen y tienen sentido sólo desde Cristo, porque lo esencial es la adhesión a Él (es significa­tivo que la primera acción de Jesús al empezar su vida pública sea llamar a algunos a seguirle: Mc. 1.16-20; Jn. 1,35ss).

Jesús recapitula en sí mismo toda la historia, no sólo la del pueblo de Israel, sino la de la humanidad entera (este es el sentido de la genealogía de Jesús en San Lucas 3,23-38; la de San Mateo 1,1-16 le presenta como culmen de la historia del pueblo de Dios). Y recapitula en sí mismo la creación entera, el universo entero (Col. 1,15-17), siendo además el Creador de todo (Jn. 1,3.10).

En los evangelios Jesús se muestra profundamente humano; multitud de detalles lo ponen de manifiesto: se alegra, se cansa, llora, se encoleriza, acoge y atiende a las perso­nas… Pero, a la vez, de su persona y comportamiento emana una sensación de misterio: su santidad, la fuerza de su palabra, sus milagros, su serena majestad, su íntima relación con Dios… producen admiración y asombro y a veces temor.

Podemos resumir el misterio de Jesús en tres fases (cfr. Fil. 2,6-11):

a) encarnación. Cristo no ha empezado a existir en un momento concreto; como Verbo ya existía junto al Padre en diálogo eterno de amor (Jn. 1,1). Lo que ha ocurrido en la plenitud de los tiempos es que «se nos ha manifestado» (1Jn. 1,2): el Verbo se ha hecho carne naciendo de María Virgen y ha plantado su tienda entre nosotros (Jn. 1,14; Gál. 4,4). La palabra «carne», que significa la condición débil y caduca del hombre (cfr. Is. 40,6-7), pone de relieve el realismo de la encarnación. Por ella el Creador se une a la criatura y entra en la historia humana. Sin dejar su condición divina, el Hijo de Dios se rebajó tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y actuando como hombre (Fil. 2,7). Verdadero Dios y verdadero hombre, Jesús es el Hijo muy amado del Padre, ungido ple­namente por el Espíritu (Mc. 1, 10-11). Libre de pecado (Heb. 4,15), está unido a nosotros por su humanidad que le hace hermano nuestro (Heb. 2,17) y más aún, por su amor.

b) la pasión. Este amor se manifiesta de manera suprema en la muerte de Jesús por nosotros (Rom. 5,6-8). Una muerte en la que el Hijo muy amado del Padre se entrega consciente, libre y voluntariamente movido por el amor y la obediencia a su Padre y por el amor redentor a los hombres pecado­res. De este modo, gracias a su obediencia hemos sido salvados (Rom. 5,19) y ha quedado restaurada la alianza de Dios con los hombres (Mt. 26,28). En contraste con los inútiles y estériles sacrificios de la antigua alianza, el sacrifico único de Cristo es de una eficacia universal, perfecta y definitiva (Heb. 8-10). Realmente Él es «el Corde­ro de Dios que quita los pecados del mundo» (Jn. 1, 29). En la cruz Jesús destierra definitivamen­te el poderío de Satanás y reina atrayendo hacia sí a todos los hombres (Jn. 12,31-32).

c) resurrección. Si San Juan contempla la cruz como inicio del triunfo de Cristo, San Pablo la ve como el extremo de la humillación (Fil. 2,8). En todo caso culmina con la resurrección, que es la acepta­ción por parte del Padre de la ofrenda total que Jesús hizo de sí mismo en la cruz; en la pasión Jesús se entrega -hasta el extremo- al amor del Padre que le inunda con su gloria en la resurrec­ción precisamente como consecuencia de su obedien­cia. La resurrección no significa sólo vuelta a la vida, sino glorificación, paso «de este mundo al Padre» (Jn. 13,1); la humanidad de Jesús queda inundada por la gloria de la divinidad y es cons­tituido Señor del universo (Fil. 2,9-11). Precisa­mente en su condición de Señor es poseedor del Espíritu Santo y lo derrama sobre los hombres (Hech. 2,33; Jn. 20,22); y como Señor permanece presente en su Iglesia hasta la consumación de los siglos (Mt. 28,20).

3.- Hijos en el Hijo

La llegada de la plenitud de los tiempos reclama de los hombres una reacción adecuada: «Daos cuenta del momento en que vivís» (Rom. 13,11). La venida de Jesucristo no puede dejarnos indiferentes. Ya no es el hombre quien busca a Dios, sino que Dios ha salido al encuentro del hombre. Jesucristo es el único Salvador del mundo (Hech. 4,12) y por eso reclama la fe en sí mismo (Jn. 14,1) cosa que nadie fuera de Él ha osado pedir. Y no caben posturas ambiguas o neutras, pues no acogerle es en realidad rechazarle (Lc. 11,23; Jn. 3,18).

La actitud fundamental ante Jesús es la fe, una fe que es adhesión a Cristo y acogida incondicional de su persona en nuestra vida. Esta fe, al abrir las puertas a Cristo, trae consigo la justificación y la salvación (Gál. 2,16), la vida eterna (Jn. 3,36), renueva al hombre y hace de él una criatura nueva. Más aún, al acoger a Cristo y dejarle vivir en sí mismo, el creyente es convertido en hijo de Dios (Jn. 1,12; Gál. 3,26) pues Cristo reproduce en el cristiano su misma vida filial de relación con el Padre. (Gál. 2,20).

Este hecho -ser hijos de Dios- es la novedad radical que ha aportado Cristo, pues no se trata de algo metafórico, sino real, que hace exclamar a San Juan: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre, para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1Jn. 3,1). Y somos hijos con todas las consecuencias y «derechos»: intimidad familiar con Dios (Rom. 8,15-16; Ef. 2,18), partícipes de su gloria y de su herencia (Rom. 8,17), cuidados amorosamente por su providencia paternal (Mt. 6,32)… Unido a Cristo y hecho partícipe de su Espíritu, el cristiano vive como hijo del Padre instalado en el seno mismo de la Trinidad ya en este mundo; y esto no es prerrogativa exclusiva de algunos privilegiados, ya que todo bautizado ha sido consagrado al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, ha sido sumergido -eso significa la palabra bautizar- en la Trinidad (Mt. 28,19). Así, Cristo no sólo nos da a conocer el misterio de Dios y de su plan de salvación (Jn. 1,18; Ef. 3,1-12), sino que nos introduce en la vida divina haciéndonos partícipes de su ser filial.

El hombre así transformado por la gracia es convertido en «nueva creatura» (2Cor. 5,17; Gál. 6,15), ha recibido por el bautismo una «vida nueva» (Rom. 6,4), ha sido creado como “hombre nuevo» (Ef. 2,15) que vive “según Dios, en justicia y santidad verdaderas”(Ef. 4,24). Todo ello es obra del Espíritu Santo, que derramado en el corazón del creyente (Rom. 5,5) le hace capaz de cumplir la voluntad de Dios (Rom. 8,2-4) y abre ante él el horizonte ilimitado de una vida «según el Espíritu» (Gál. 5,25). Aunque esto no ocurre sin el esfuerzo de hacer morir las tendencias del egoísmo -que permanecen en el bautizado- y de secundar el impulso del Espíritu (Gá. 5,16ss).

Esta fe en Cristo desemboca en esperanza (Rom. 5,1-11): lo que Dios ya ha hecho y nos ha dado es garantía cierta de lo que ha prometido hacer y darnos. Y desemboca en caridad (Gál. 5,6): caridad para con Dios que se manifiesta sobre todo en cumplir los mandamientos, en entregarnos totalmente a su voluntad (Jn. 14,21.23; 1Jn. 2,3-6), y caridad para con los hombres, que consiste en -transformados por Cristo y llenos de su caridad- amar «como Él» (Jn. 15,12), es decir, «hasta el extremo» (Jn. 13,1), hasta dar la vida por los hermanos.

4.- La Iglesia, Cuerpo de Cristo

Cristo ama a cada persona y la une a sí mismo de una manera nueva completamente única y personal. Pero, a la vez, no ha querido salvar a los hombres aisladamente, sino formando comunidad: una comunidad que brotando de Cristo y del Padre se realiza como comunión de hermanos en Cristo (1Jn. 1,3).

Esta realidad de la Iglesia -vislumbrada en la comunidad del pueblo de la antigua alianza- encuentra su mejor expre­sión en la alegoría de la vid y los sarmientos (Jn. 15,1-10) y en la imagen de la Cabeza y el Cuerpo (Ef. 1,22-23; 4,15-16; 1Cor. 12,12-30). Ellos ponen de relieve que la Iglesia no es una simple institución humana, ya que tienen una íntima y profunda unión vital con Cristo -su cabeza y su vid- y que la unión entre sus diversos miembros tampoco es meramente externa, ya que todos poseen en común una misma vida (del mismo modo que una misma savia corre por los diversos sarmientos y la misma sangre por los diversos miembros del cuerpo).

Esta comunión es realizada por el Espíritu Santo, alma de la Iglesia. En Pentecostés la Iglesia fue bautizada (Hech. 1,5) solemnemente recibiendo el Espíritu como ley interior (Rom.8,2) y como impulso para anunciar el evangelio (Hech. 1,8). Él la llena de luz, de vida y de fuerza. Él la conduce a la comprensión y profundización de la revelación de Cristo (Jn. 14,25-26). Él la vivifica y la santifica habitándola como un templo (1Cor. 3,16) e inspirando la oración de los cristianos (Rom. 8,26-27). Él la enriquece con diversidad de dones y de vocaciones (1Cor. 12,4-11.28-30; Rom. 12,6-8; Ef. 4,11-12). Y Él la sostiene en su testimonio de Cristo (Hech. 1,8; Mt. 19,19-20).

Comunión íntima y vital, la Iglesia es también visible y tiene su expresión externa. Cristo eligió a los discípulos (Mc. 1,16-20) y a los apóstoles (Mc. 3,13-19), poniendo a Pedro a la cabeza de todos ellos (Mt. 16,18-19). En ella se entra por el bautismo «en nombre del Señor Jesús» (Hech. 19,5). Y la Iglesia es edificada y acrecentada por la predicación del evangelio (Mc. 16,15; Ef. 3,8-11; 1Cor. 9,16; 2Tim. 4,1-2) y por la celebración de la Eucaristía (Jn. 6,48-58). Absolutamente universal, no ligada a un pueblo determi­nado, sino abarcando todos los pueblos, razas y culturas (Ap. 5,9-10), la Iglesia es sin embargo unja (Gál. 3,28; 1Cor. 12,13; 10,17; Jn. 17,23). Formada por miembros pecadores ella es en sí misma santa y es el sacramento -es decir, el instrumento visible y eficaz- de la salvación para todos los hombres y de la unión de los hombres con Dios y entre sí. Esencialmente jerárquica, todo miembro está llamado, además de recibir, a colaborar activamente en el crecimiento y desarrollo de la Iglesia.

Esta comunidad de consagrados (2Cor. 1,1) tiene un miembro eminente y particularmente santo. María es modelo, tipo y figura de la Iglesia. Todo lo que la Iglesia está llamada a vivir ha alcanzado ya su plenitud en María. A la vez ella es Madre de la Iglesia: habiendo nacido de ella la Cabeza, todo el Cuerpo es también engendrado por ella a la vida divina. Todas las gracias vienen de Dios con la colaboración maternal de María, que intercede sin cesar por la Iglesia (cfr. Hech. 1,14).

5.- … hasta que el Señor vuelva

Estamos ya en la plenitud de los tiempos, pero la historia de la salvación debe llegar aún a su consumación. Desde sus comienzos la Iglesia está orientada hacia la Parusía, hacia la segunda venida de Cristo; los cristianos permanecen en la espera «hasta que el Señor vuelva» (1Cor. 11,26). La Iglesia, que está en el mundo sin ser del mundo (Jn. 17,14-16), se encuentra esencialmente proyectada hacia el futuro en que alcanzará su plenitud.

Jesús mismo habló repetidas veces de su segunda venida (Lc. 18,8; Mac. 13, 24-27). En la misma línea se encuentra la advertencia de los ángeles a los apóstoles inmediatamente después de la ascensión (Hech. 1,11). San Pablo lo recuerda frecuentemente a sus comunidades (1Tes. 4,15-17; 2Tes. 2,1ss; 1Cor. 1,8). Igualmente la carta a los Hebreos (9,22). Y todo el libro del Apocalipsis está transido de la esperanza de la segunda venida de Cristo, que queda resumida en la oración de las primeras comunidades: «¡Ven, Señor Jesús!» (Ap. 22,20; 1Cor. 15,23).

Nada sabemos de la fecha de la Parusía, que Dios ha querido positivamente mantener en secreto (Mc. 13,32). Y casi nada sabemos del cómo se realizará, pues los textos que hablan de este acontecimiento suelen estar escritos en un lenguaje de tipo simbólico y apocalíptico en el que es difícil saber dónde termina la imagen y dónde comienza la realidad. Lo que sí parece concluirse es que la Parusía estará precedida de un especial desencadenamiento de las fuerzas del mal contra Cristo y su Iglesia (Mt. 24,4-13; 2Tes. 2,1-12; Ap. 13; 20,,7-10) y que antes se habrá producido la conver­sión de Israel (Rom. 11,11-15) y el anuncio del evangelio en el mundo entero (Mt. 24,14).

Lo que sí nos enseña con claridad el Nuevo Testamento es el sentido salvífico profundo de estos hechos. La venida gloriosa y definitiva del Señor Jesús al fin de los tiempos afectará a la humanidad y al universo entero. Con ella terminará el mundo actual y surgirá un mundo nuevo (Mc. 13,31; Ap. 21,1), aunque no podemos saber si ello implica una destrucción del mundo actual (como parece sugerir 2Pe. 3,10) o más bien una purificación y transformación del mismo (como parecen indicar las expresiones de San Pablo).

La Parusía es, sobre todo, la hora de la resurrección general a la vida o a la muerte eternas, es decir, a la glorificación o a la condenación (Jn. 5,28-29), lo cual indica que se trata de una venida de Jesús como Juez definitivo y universal (Mt. 25,31-32; 2Cor. 5,10; 2Tim. 4,1.8).

En este momento final todo quedará sometido a Cristo de manera total y definitiva y Él, a su vez, lo someterá a su Padre, quedando perfectamente establecido el Reino de Dios, que «será todo en todos» (1Cor. 15,22-28). El triunfo de Cristo sobre Satanás y el pecado será manifiesto e irresisti­ble (2Tes. 2,8). «El último enemigo aniquilado será la muerte» (1Cor. 15,26), que quedará «absorbida» por el triunfo de la vida (1Cor. 15,54-57). Desaparecerá también todo dolor y sufrimiento (Ap. 21,4). En definitiva, son la segunda venida de Cristo será renovado el hombre entero -incluido su cuerpo: 1Cor. 15,52-53- y todos los hombres que hayan acogido a Cristo por la fe y la caridad (Heb. 11,6; Jn. 3,36; Mt. 25,34-36). La dicha plena y eterna de los creyentes será la intimidad total y definitiva con Aquel en quien creyeron («estaremos siempre con el Señor» 1Tes. 4,17) Y todo culmina­rá en la perfecta glorificación de Dios (Ef. 1,14).

Este acontecimiento de la Parusía -independientemente del momento en que suceda- matiza decisivamente las actitudes de la condición terrena del cristiano, que es esencialmente «peregrino» hacia su morada definitiva (Fil. 3,20; Heb. 11,13-16; 13,14). He aquí algunas de estas actitudes:

+esperanza: deseo vehemente de alcanzar lo prometido, confiando en la palabra del Señor; la venida del Señor y la unión eterna con Él es el objeto esencial de la esperanza cristiana, mientras que los demás logros son sólo parciales y ambiguos (cfr. Mc. 8,36).

+vigilancia: atención amorosa a la venida del Señor para no distraerse y enredarse con las cosas del camino perdiendo de vista lo único que de verdad importa (Mc. 13,33-37); vigilancia que implica conciencia de la propia debilidad y rechazo de todo aquello que pueda hacer peligrar su salvación eterna (1Cor. 9,27).

+provisionalidad: desprendimiento de todas las realidades de este mundo, reconociendo que «el tiempo es corto» y «la escena de este mundo pasa» (1Cor. 7,29-31).

+relativización del sufrimiento, de las dificultades o de la persecución en función de la gloria que espera y que ellas mismas contribuyen a lograr (Rom.8,18).

+alegría que se apoya en la esperanza de alcanzar la plenitud de la salvación y de la felicidad (Rom. 12,12).

+conciencia de que todo en este mundo es deficiente en comparación con «lo perfecto» que sólo vendrá al final (1Cor. 13,9-10).

6.- Textos principales

Juan 1,1-18

Efesios 1,3-19

Filipenses 2,6-11

1Corintios 1,17-29

Romanos 5,1-21

Hechos 2,14-36

1Juan 3,1-2

Romanos 8

Mateo 16,13-20; 28,16-20

Marcos 3,13-19

Juan 15,1-8; 16,5-15; 17; 21,15-17

Hechos 1,4-8; 2,1-47

1Corintios 12,4-30

Efesios 1,19-4,16

Marcos 13,1-37

Mateo 25,31-34

1Corintios 7,29-31; 15

1Tesalonicenses 4,13-5,11

2Tesalonicenses 1-3

Apocalipsis 21-22

CONCLUSIÓN

«El Señor es mi pastor»

Hemos terminado nuestro recorrido por las principales etapas de la Historia de la Salvación, tal como nos las presenta la Sagrada Escritura. Pero la Historia de la Salvación continúa. Había que seguir recorriendo paso a paso la Historia de la Iglesia para descubrir la permanente acción maravillosa de la mano invisible de Dios…

La Historia de la Salvación continúa. También hoy. Dios tiene un plan maravilloso para nuestro tiempo. Y está actuando para llevarlo a cumplimiento. Pero cuenta con nosotros. Pues normalmente no quiere hacer nada sin nosotros. Estamos embarcados -lo queramos o no- en la fascinante aventura de nuestra salvación y de la salvación de los demás, de nuestros hermanos de comienzo del tercer milenio del cristianismo.

Cristo Buen Pastor, resucitado y glorioso, sigue rigiendo eficazmente los destinos de la Iglesia y de la humanidad.

Por eso, ante todo hemos de confiar en su guía poderosa. Como en otras épocas, también hoy la frágil barca de Pedro sufre los embates de las olas, de las dificultades que parecen hundirla (Mc. 5, 37); pero Jesús permanece en esa barca, y una y otra vez nos repite como a los apóstoles: «Animo, soy yo, no temáis» (Mc. 6, 50)

Pero esta confianza no nos exime de nuestra responsabilidad, personal y colectiva. Para que se realicen los planes de Dios en esta etapa de la historia es necesaria ante todo nuestra docilidad al Espíritu. Y es necesaria nuestra entrega incondicional -con todas nuestras energías y capacidades- para secundar la acción de Dios. Sólo así podrá continuar la Historia de la Salvación, es decir, la salvación de Dios en la Historia…