La plenitud de los tiempos
Todas las grandes intervenciones de Dios en la antigua alianza estaban orientadas a la intervención definitiva y plena de Dios, hacia «aquel que había de venir» hacia el Mesías que establecería el Reino de Dios en el mundo. Este momento -la plenitud de los tiempos- aconteció cuando «Dios envió a su Hijo nacido de una mujer» (Gál. 4,4-5).
De hecho, el Antiguo Testamento es una preparación y todo en él anuncia a Cristo y confluye en Cristo. Él es el centro del plan de Dios (Ef. 1,3-19; 3,1-12). Con él han llegado los «últimos tiempos» (Heb. 1,2), el «tiempo de la salvación» (2Cor. 6,2). Con su muerte se realiza la victoria de Dios sobre el mal y sobre Satanás (Jn. 12,31; 16,11). En Él Dios realiza la alianza nueva y eterna (Mc. 14,22-23). Con Él se abre el paraíso, tanto tiempo cerrado (Lc. 23,42-43). Por Él se nos da el Espíritu, que transforma el hombre dándole la nueva vida y realizando la nueva creación (Jn. 19,30-34; 20,22; 3,5; 7,37-39). Él es el centro de la historia, “el Principio y el Fin”, “el Alfa y la Omega” (Ap. 22,13). Él es “el mismo ayer, hoy y siempre” (Heb. 13,8), “el que era y es y viene” (Ap. 1,8), continúa presente en su Iglesia y «no se nos ha dado otro nombre en el que podamos ser salvos» (Hech. 4,12).
1.- Contexto histórico
El Hijo de Dios se ha encarnado en una época y circunstancias muy concretas, como los mismos evangelistas se encargan de poner de relieve (cfr. Lc. 2,1-3; 3,1-2).
a) situación política. Desde la entrada de Pompeyo en Jerusalén (63 a.C.) Palestina depende de Roma. Con el reinado de Augusto (30 a.C.) Roma controla todo el área mediterránea y se viven años de paz y esplendor como nunca antes se habían conocido.
En Palestina reina, puesto por Roma, Herodes el Grande (37-4 a.C.); extranjero y escéptico en materia religiosa, es sin embargo muy astuto: par halagar a los judíos inicia las obras de restauración del templo (19 a.C.), para tener contento al emperador construye templos romanos y Cesarea marítima. Como gobernante fue un hombre despótico y tiránico. Durante su reinado nace Jesús.
A su muerte Roma reparte el reino entre sus hijos. Arquelao es nombrado etnarca de Judea, Samaria e Idumea; cruel como su padre, es destituido años después, siendo gobernada esta región directamente por Roma por medio de procuradores. Filipo es nombrado tetraca de Transjordania del Norte; funda Cesarea de Filipo y a su muerte le sucede Herodes Agripa I. Herodes Antipas es designado tetrarca de Galilea y Perea; se junta a Herodías, sobrina suya y esposa legítima de su hermanastro Filipo: la denuncia de este hecho costará la cabeza a Juan Bautista (Mc. 6,23); confidente del emperador Tiberio, construye en su honor Tiberíades, pero cuando éste muere es desterrado y su territorio entregado a Herodes Agripa I, amigo personal de los nuevos emperadores Calígula y Claudio.
Herodes Agripa I añade el protectorado de Jude, con lo que vuelve a unirse en él el reino de su abuelo Herodes el Grande, hasta su muerte (44 d.C.). Para agradar a los judíos provocará una persecución contra los cristianos (Hech. 12). A su muerte, Roma gobernará directamente por medio de procuradores (44-66 d.C.). Agripa II, hijo de Herodes Agripa I, recibirá más tarde un reino insignificante y con él se encontrará Pablo (Hech. 25-26).
b) situación religiosa: está marcada predominantemente por los diferentes grupos religiosos.
+escribas: dedicados al estudio y comentario de la ley, el pueblo los consideraba maestros (rabbí) y acude a ellos en busca de consejo. Se preparaban con largos estudios al lado de algún famoso rabí (cfr. Hach. 22,3); d ahí la extrañeza cuando alguien habla sin haber estudiado (Mt. 13,54), La mayoría se encuadran entre los fariseos.
+fariseos: provienen de la época macabea; el nombre -que significa «separados»- indica su actitud: se consideraban «los puros» y se apartan de lo que no lleve marca judía, adhirièndose a la ley (particularmente en lo que se refiere al sábado, la pureza ritual y los diezmos); admiten las tradiciones, es decir, las interpretaciones de la Ley transmitidas oralmente desde antiguo. Hombres muy piadosos, caían sin embargo con frecuencia en el formalismo -el apego a la letra de la ley- y en la autosuficiencia -la salvación por las solas fuerzas como consecuencia del cumplimiento exacto de la ley-, lo que les llevaba a despreciar a los demás como pecadores (cfr, Lc. 18,9-14; Mt. 23). En lo político son tolerantes con el poder constituido, prefiriendo vivir tranquilos y no enfrentarse (más aún, eliminando a los que pueden ocasionar problemas con los romanos: Jn. 11,45-53). Después de la crisis del año 70, los fariseos son el único grupo que sobrevive.
+saduceos: de origen sacerdotal, llegan a su máxima influencia con los romanos pues son partidarios suyos, y de entre ellos son escogidos los sumos sacerdotes. Apenas influyen en el pueblo. Rechazan la ley oral y no admiten doctrinas como la resurrección o la existencia de los ángeles (Hech. 23,6-9), Demasiado instalados en lo material (cfr. 22, 31-34; Mc. 12,27; Hech. 24,21), son rigoristas en lo determinado por la ley (cfr. Jn. 8,1-11; Mc. 14,53.65). Si aparecen menos atacados por Jesús que los fariseos es por su escasa influencia.
+sacerdotes: se dedican sobre todo al culto en el servicio del templo. La aristocracia sacerdotal era saducea; sometida al poder civil (el sumo sacerdote era nombrado y depuesto por los romanos) ha llegado a perder incluso el sentido religioso. En la época de Jesús el Sumo sacerdocio lo detenta la familia de Anás. Por el contrario, en el grado menor había buen número de sacerdotes ejemplares, con espíritu religioso, que ejercían con esmero las funciones cultuales y orientaban la oración del pueblo (es el caso de Zacarías y de los mencionados en Hech. 6,7).
+esenios: conocidos por las referencias de escritos antiguos, como Flavio Josefo, Filón y Plinio, se han dado a conocer sobre todo a partir de 1947 con los descubrimientos de Qumrán. De origen sacerdotal, forman una especie de orden religiosa con vida común y compromisos como el del celibato y la renuncia a la propiedad personal. Hondamente religiosos, se consideran miembros de la nueva alianza y cuidan con esmero las purificaciones rituales y el banquete ritual. Doctrinalmente son dualistas.
Habría que añadir además los samaritanos y otros grupos de orientación religioso-política, como los celotas y los herodianos.
Tal es la situación del mundo a la llegada de Cristo. Tanto el mundo judío (los anawin sobre todo) como el mundo pagano (religiones mistéricas, filosofías diversas) se caracterizan por un profundo anhelo de salvación. Se experimenta sobre todo la opresión que es consecuencia del pecado (Rom. 3,9) y que hará que muchos acojan la salvación gratuita concedida por Dios en Jesucristo (Rom. 3,23-25)
Por lo demás, la unificación del mundo bajo el imperio romano va a favorecer la rápida expansión del mensaje cristiano.
2.- Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios
Con estas palabras comienza el evangelista San Marcos su relato, en el que pretende presentarnos la Buena Noticia -eso significa evangelio- acerca de Jesús, que es el Mesías y el Hijo de Dios, o mejor, la Buena Noticia que es Jesús. En efecto, la plenitud de los tiempos está caracterizada por la «venida» o encarnación del Hijo de Dios. El evangelio es el mismo Jesús, su misma persona, no un conjunto de doctrinas y normas morales; estas existen y tienen sentido sólo desde Cristo, porque lo esencial es la adhesión a Él (es significativo que la primera acción de Jesús al empezar su vida pública sea llamar a algunos a seguirle: Mc. 1.16-20; Jn. 1,35ss).
Jesús recapitula en sí mismo toda la historia, no sólo la del pueblo de Israel, sino la de la humanidad entera (este es el sentido de la genealogía de Jesús en San Lucas 3,23-38; la de San Mateo 1,1-16 le presenta como culmen de la historia del pueblo de Dios). Y recapitula en sí mismo la creación entera, el universo entero (Col. 1,15-17), siendo además el Creador de todo (Jn. 1,3.10).
En los evangelios Jesús se muestra profundamente humano; multitud de detalles lo ponen de manifiesto: se alegra, se cansa, llora, se encoleriza, acoge y atiende a las personas… Pero, a la vez, de su persona y comportamiento emana una sensación de misterio: su santidad, la fuerza de su palabra, sus milagros, su serena majestad, su íntima relación con Dios… producen admiración y asombro y a veces temor.
Podemos resumir el misterio de Jesús en tres fases (cfr. Fil. 2,6-11):
a) encarnación. Cristo no ha empezado a existir en un momento concreto; como Verbo ya existía junto al Padre en diálogo eterno de amor (Jn. 1,1). Lo que ha ocurrido en la plenitud de los tiempos es que «se nos ha manifestado» (1Jn. 1,2): el Verbo se ha hecho carne naciendo de María Virgen y ha plantado su tienda entre nosotros (Jn. 1,14; Gál. 4,4). La palabra «carne», que significa la condición débil y caduca del hombre (cfr. Is. 40,6-7), pone de relieve el realismo de la encarnación. Por ella el Creador se une a la criatura y entra en la historia humana. Sin dejar su condición divina, el Hijo de Dios se rebajó tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y actuando como hombre (Fil. 2,7). Verdadero Dios y verdadero hombre, Jesús es el Hijo muy amado del Padre, ungido plenamente por el Espíritu (Mc. 1, 10-11). Libre de pecado (Heb. 4,15), está unido a nosotros por su humanidad que le hace hermano nuestro (Heb. 2,17) y más aún, por su amor.
b) la pasión. Este amor se manifiesta de manera suprema en la muerte de Jesús por nosotros (Rom. 5,6-8). Una muerte en la que el Hijo muy amado del Padre se entrega consciente, libre y voluntariamente movido por el amor y la obediencia a su Padre y por el amor redentor a los hombres pecadores. De este modo, gracias a su obediencia hemos sido salvados (Rom. 5,19) y ha quedado restaurada la alianza de Dios con los hombres (Mt. 26,28). En contraste con los inútiles y estériles sacrificios de la antigua alianza, el sacrifico único de Cristo es de una eficacia universal, perfecta y definitiva (Heb. 8-10). Realmente Él es «el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo» (Jn. 1, 29). En la cruz Jesús destierra definitivamente el poderío de Satanás y reina atrayendo hacia sí a todos los hombres (Jn. 12,31-32).
c) resurrección. Si San Juan contempla la cruz como inicio del triunfo de Cristo, San Pablo la ve como el extremo de la humillación (Fil. 2,8). En todo caso culmina con la resurrección, que es la aceptación por parte del Padre de la ofrenda total que Jesús hizo de sí mismo en la cruz; en la pasión Jesús se entrega -hasta el extremo- al amor del Padre que le inunda con su gloria en la resurrección precisamente como consecuencia de su obediencia. La resurrección no significa sólo vuelta a la vida, sino glorificación, paso «de este mundo al Padre» (Jn. 13,1); la humanidad de Jesús queda inundada por la gloria de la divinidad y es constituido Señor del universo (Fil. 2,9-11). Precisamente en su condición de Señor es poseedor del Espíritu Santo y lo derrama sobre los hombres (Hech. 2,33; Jn. 20,22); y como Señor permanece presente en su Iglesia hasta la consumación de los siglos (Mt. 28,20).
3.- Hijos en el Hijo
La llegada de la plenitud de los tiempos reclama de los hombres una reacción adecuada: «Daos cuenta del momento en que vivís» (Rom. 13,11). La venida de Jesucristo no puede dejarnos indiferentes. Ya no es el hombre quien busca a Dios, sino que Dios ha salido al encuentro del hombre. Jesucristo es el único Salvador del mundo (Hech. 4,12) y por eso reclama la fe en sí mismo (Jn. 14,1) cosa que nadie fuera de Él ha osado pedir. Y no caben posturas ambiguas o neutras, pues no acogerle es en realidad rechazarle (Lc. 11,23; Jn. 3,18).
La actitud fundamental ante Jesús es la fe, una fe que es adhesión a Cristo y acogida incondicional de su persona en nuestra vida. Esta fe, al abrir las puertas a Cristo, trae consigo la justificación y la salvación (Gál. 2,16), la vida eterna (Jn. 3,36), renueva al hombre y hace de él una criatura nueva. Más aún, al acoger a Cristo y dejarle vivir en sí mismo, el creyente es convertido en hijo de Dios (Jn. 1,12; Gál. 3,26) pues Cristo reproduce en el cristiano su misma vida filial de relación con el Padre. (Gál. 2,20).
Este hecho -ser hijos de Dios- es la novedad radical que ha aportado Cristo, pues no se trata de algo metafórico, sino real, que hace exclamar a San Juan: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre, para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1Jn. 3,1). Y somos hijos con todas las consecuencias y «derechos»: intimidad familiar con Dios (Rom. 8,15-16; Ef. 2,18), partícipes de su gloria y de su herencia (Rom. 8,17), cuidados amorosamente por su providencia paternal (Mt. 6,32)… Unido a Cristo y hecho partícipe de su Espíritu, el cristiano vive como hijo del Padre instalado en el seno mismo de la Trinidad ya en este mundo; y esto no es prerrogativa exclusiva de algunos privilegiados, ya que todo bautizado ha sido consagrado al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, ha sido sumergido -eso significa la palabra bautizar- en la Trinidad (Mt. 28,19). Así, Cristo no sólo nos da a conocer el misterio de Dios y de su plan de salvación (Jn. 1,18; Ef. 3,1-12), sino que nos introduce en la vida divina haciéndonos partícipes de su ser filial.
El hombre así transformado por la gracia es convertido en «nueva creatura» (2Cor. 5,17; Gál. 6,15), ha recibido por el bautismo una «vida nueva» (Rom. 6,4), ha sido creado como “hombre nuevo» (Ef. 2,15) que vive “según Dios, en justicia y santidad verdaderas”(Ef. 4,24). Todo ello es obra del Espíritu Santo, que derramado en el corazón del creyente (Rom. 5,5) le hace capaz de cumplir la voluntad de Dios (Rom. 8,2-4) y abre ante él el horizonte ilimitado de una vida «según el Espíritu» (Gál. 5,25). Aunque esto no ocurre sin el esfuerzo de hacer morir las tendencias del egoísmo -que permanecen en el bautizado- y de secundar el impulso del Espíritu (Gá. 5,16ss).
Esta fe en Cristo desemboca en esperanza (Rom. 5,1-11): lo que Dios ya ha hecho y nos ha dado es garantía cierta de lo que ha prometido hacer y darnos. Y desemboca en caridad (Gál. 5,6): caridad para con Dios que se manifiesta sobre todo en cumplir los mandamientos, en entregarnos totalmente a su voluntad (Jn. 14,21.23; 1Jn. 2,3-6), y caridad para con los hombres, que consiste en -transformados por Cristo y llenos de su caridad- amar «como Él» (Jn. 15,12), es decir, «hasta el extremo» (Jn. 13,1), hasta dar la vida por los hermanos.
4.- La Iglesia, Cuerpo de Cristo
Cristo ama a cada persona y la une a sí mismo de una manera nueva completamente única y personal. Pero, a la vez, no ha querido salvar a los hombres aisladamente, sino formando comunidad: una comunidad que brotando de Cristo y del Padre se realiza como comunión de hermanos en Cristo (1Jn. 1,3).
Esta realidad de la Iglesia -vislumbrada en la comunidad del pueblo de la antigua alianza- encuentra su mejor expresión en la alegoría de la vid y los sarmientos (Jn. 15,1-10) y en la imagen de la Cabeza y el Cuerpo (Ef. 1,22-23; 4,15-16; 1Cor. 12,12-30). Ellos ponen de relieve que la Iglesia no es una simple institución humana, ya que tienen una íntima y profunda unión vital con Cristo -su cabeza y su vid- y que la unión entre sus diversos miembros tampoco es meramente externa, ya que todos poseen en común una misma vida (del mismo modo que una misma savia corre por los diversos sarmientos y la misma sangre por los diversos miembros del cuerpo).
Esta comunión es realizada por el Espíritu Santo, alma de la Iglesia. En Pentecostés la Iglesia fue bautizada (Hech. 1,5) solemnemente recibiendo el Espíritu como ley interior (Rom.8,2) y como impulso para anunciar el evangelio (Hech. 1,8). Él la llena de luz, de vida y de fuerza. Él la conduce a la comprensión y profundización de la revelación de Cristo (Jn. 14,25-26). Él la vivifica y la santifica habitándola como un templo (1Cor. 3,16) e inspirando la oración de los cristianos (Rom. 8,26-27). Él la enriquece con diversidad de dones y de vocaciones (1Cor. 12,4-11.28-30; Rom. 12,6-8; Ef. 4,11-12). Y Él la sostiene en su testimonio de Cristo (Hech. 1,8; Mt. 19,19-20).
Comunión íntima y vital, la Iglesia es también visible y tiene su expresión externa. Cristo eligió a los discípulos (Mc. 1,16-20) y a los apóstoles (Mc. 3,13-19), poniendo a Pedro a la cabeza de todos ellos (Mt. 16,18-19). En ella se entra por el bautismo «en nombre del Señor Jesús» (Hech. 19,5). Y la Iglesia es edificada y acrecentada por la predicación del evangelio (Mc. 16,15; Ef. 3,8-11; 1Cor. 9,16; 2Tim. 4,1-2) y por la celebración de la Eucaristía (Jn. 6,48-58). Absolutamente universal, no ligada a un pueblo determinado, sino abarcando todos los pueblos, razas y culturas (Ap. 5,9-10), la Iglesia es sin embargo unja (Gál. 3,28; 1Cor. 12,13; 10,17; Jn. 17,23). Formada por miembros pecadores ella es en sí misma santa y es el sacramento -es decir, el instrumento visible y eficaz- de la salvación para todos los hombres y de la unión de los hombres con Dios y entre sí. Esencialmente jerárquica, todo miembro está llamado, además de recibir, a colaborar activamente en el crecimiento y desarrollo de la Iglesia.
Esta comunidad de consagrados (2Cor. 1,1) tiene un miembro eminente y particularmente santo. María es modelo, tipo y figura de la Iglesia. Todo lo que la Iglesia está llamada a vivir ha alcanzado ya su plenitud en María. A la vez ella es Madre de la Iglesia: habiendo nacido de ella la Cabeza, todo el Cuerpo es también engendrado por ella a la vida divina. Todas las gracias vienen de Dios con la colaboración maternal de María, que intercede sin cesar por la Iglesia (cfr. Hech. 1,14).
5.- … hasta que el Señor vuelva
Estamos ya en la plenitud de los tiempos, pero la historia de la salvación debe llegar aún a su consumación. Desde sus comienzos la Iglesia está orientada hacia la Parusía, hacia la segunda venida de Cristo; los cristianos permanecen en la espera «hasta que el Señor vuelva» (1Cor. 11,26). La Iglesia, que está en el mundo sin ser del mundo (Jn. 17,14-16), se encuentra esencialmente proyectada hacia el futuro en que alcanzará su plenitud.
Jesús mismo habló repetidas veces de su segunda venida (Lc. 18,8; Mac. 13, 24-27). En la misma línea se encuentra la advertencia de los ángeles a los apóstoles inmediatamente después de la ascensión (Hech. 1,11). San Pablo lo recuerda frecuentemente a sus comunidades (1Tes. 4,15-17; 2Tes. 2,1ss; 1Cor. 1,8). Igualmente la carta a los Hebreos (9,22). Y todo el libro del Apocalipsis está transido de la esperanza de la segunda venida de Cristo, que queda resumida en la oración de las primeras comunidades: «¡Ven, Señor Jesús!» (Ap. 22,20; 1Cor. 15,23).
Nada sabemos de la fecha de la Parusía, que Dios ha querido positivamente mantener en secreto (Mc. 13,32). Y casi nada sabemos del cómo se realizará, pues los textos que hablan de este acontecimiento suelen estar escritos en un lenguaje de tipo simbólico y apocalíptico en el que es difícil saber dónde termina la imagen y dónde comienza la realidad. Lo que sí parece concluirse es que la Parusía estará precedida de un especial desencadenamiento de las fuerzas del mal contra Cristo y su Iglesia (Mt. 24,4-13; 2Tes. 2,1-12; Ap. 13; 20,,7-10) y que antes se habrá producido la conversión de Israel (Rom. 11,11-15) y el anuncio del evangelio en el mundo entero (Mt. 24,14).
Lo que sí nos enseña con claridad el Nuevo Testamento es el sentido salvífico profundo de estos hechos. La venida gloriosa y definitiva del Señor Jesús al fin de los tiempos afectará a la humanidad y al universo entero. Con ella terminará el mundo actual y surgirá un mundo nuevo (Mc. 13,31; Ap. 21,1), aunque no podemos saber si ello implica una destrucción del mundo actual (como parece sugerir 2Pe. 3,10) o más bien una purificación y transformación del mismo (como parecen indicar las expresiones de San Pablo).
La Parusía es, sobre todo, la hora de la resurrección general a la vida o a la muerte eternas, es decir, a la glorificación o a la condenación (Jn. 5,28-29), lo cual indica que se trata de una venida de Jesús como Juez definitivo y universal (Mt. 25,31-32; 2Cor. 5,10; 2Tim. 4,1.8).
En este momento final todo quedará sometido a Cristo de manera total y definitiva y Él, a su vez, lo someterá a su Padre, quedando perfectamente establecido el Reino de Dios, que «será todo en todos» (1Cor. 15,22-28). El triunfo de Cristo sobre Satanás y el pecado será manifiesto e irresistible (2Tes. 2,8). «El último enemigo aniquilado será la muerte» (1Cor. 15,26), que quedará «absorbida» por el triunfo de la vida (1Cor. 15,54-57). Desaparecerá también todo dolor y sufrimiento (Ap. 21,4). En definitiva, son la segunda venida de Cristo será renovado el hombre entero -incluido su cuerpo: 1Cor. 15,52-53- y todos los hombres que hayan acogido a Cristo por la fe y la caridad (Heb. 11,6; Jn. 3,36; Mt. 25,34-36). La dicha plena y eterna de los creyentes será la intimidad total y definitiva con Aquel en quien creyeron («estaremos siempre con el Señor» 1Tes. 4,17) Y todo culminará en la perfecta glorificación de Dios (Ef. 1,14).
Este acontecimiento de la Parusía -independientemente del momento en que suceda- matiza decisivamente las actitudes de la condición terrena del cristiano, que es esencialmente «peregrino» hacia su morada definitiva (Fil. 3,20; Heb. 11,13-16; 13,14). He aquí algunas de estas actitudes:
+esperanza: deseo vehemente de alcanzar lo prometido, confiando en la palabra del Señor; la venida del Señor y la unión eterna con Él es el objeto esencial de la esperanza cristiana, mientras que los demás logros son sólo parciales y ambiguos (cfr. Mc. 8,36).
+vigilancia: atención amorosa a la venida del Señor para no distraerse y enredarse con las cosas del camino perdiendo de vista lo único que de verdad importa (Mc. 13,33-37); vigilancia que implica conciencia de la propia debilidad y rechazo de todo aquello que pueda hacer peligrar su salvación eterna (1Cor. 9,27).
+provisionalidad: desprendimiento de todas las realidades de este mundo, reconociendo que «el tiempo es corto» y «la escena de este mundo pasa» (1Cor. 7,29-31).
+relativización del sufrimiento, de las dificultades o de la persecución en función de la gloria que espera y que ellas mismas contribuyen a lograr (Rom.8,18).
+alegría que se apoya en la esperanza de alcanzar la plenitud de la salvación y de la felicidad (Rom. 12,12).
+conciencia de que todo en este mundo es deficiente en comparación con «lo perfecto» que sólo vendrá al final (1Cor. 13,9-10).
6.- Textos principales
Juan 1,1-18; Efesios 1,3-19; Filipenses 2,6-11; 1Corintios 1,17-29; Romanos 5,1-21; Hechos 2,14-36; 1Juan 3,1-2; Romanos 8; Mateo 16,13-20; 28,16-20; Marcos 3,13-19; Juan 15,1-8; 16,5-15; 17; 21,15-17; Hechos 1,4-8; 2,1-47; 1Corintios 12,4-30; Efesios 1,19-4,16; Marcos 13,1-37; Mateo 25,31-34; 1Corintios 7,29-31; 15; 1Tesalonicenses 4,13-5,11; 2Tesalonicenses 1-3; Apocalipsis 21-22