1.- Los hechos
El año 597 Nabucodonosor conquistó Jerusalén y deportó al rey Joaquín y a los magnates de la población (2Re. 24,15-16). Unos años después, el nuevo rey Sedecías, tío de Joaquín, faltando a su palabra conspiró contra el soberano caldeo; si la primera deportación había intentado impedir una sublevación, cuando esta sucede Nabucodonosor actúa más drásticamente: se ve obligado a emprender una nueva ofensiva, asediando y tomando la ciudad Santa en el año 587; la victoria fue seguida de una nueva deportación(2Re. 25, 11-12). Y todavía hay una tercera deportación, en el año 582, probablemente como represalia por la muerte de Godolías, el gobernador puesto por Nabucodonosor sobre Judá.
Quizá el número de deportados no pasase de 20.000. Pero teniendo en cuenta la escasa población de Judá y que además fueron exiliados los más influyentes, las cabezas del pueblo en el aspecto político, social, religioso y económico, la Biblia puede afirmar con razón que todo Judá «fue llevado cautivo lejos de su tierra» (2 Re. 25,21).
Lo más grave de estos hechos y lo más duro para el pueblo de Israel es que humanamente hablando significan el fin de Israel, su destrucción como pueblo: lo más escogido de Israel vive en el exilio, en tierras extrañas, lejos del país que Dios había donado a los hijos de Abraham; el templo, morada de la presencia divina y centro del culto de Israel, está en ruinas; el rey, descendiente de David y representante de Yahveh, ha sido destronado, hecho cautivo y castigado cruelmente (2Re. 25,6-7); la capital del reino, la ciudad santa de Jerusalén, ha sido arrasada. La nación, como tal, ha dejado de existir.
Más aún: todo ello supone una grave prueba para la fe de Israel. Parece que Dios se ha olvidado de su pueblo (Sal. 77,8-11), que se ha olvidado de la Palabra dada, de las promesas hechas a David y a sus descendientes. Parece que está airado contra su pueblo (Sal. 79,5; 80,5). Parece que Yahveh es más débil que Marduk, el dios de los caldeos, los cuales se burlan cruelmente de los israelitas (Sal. 42,11; 80,7). Parece que los atributos más propios de Dios -la misericordia y la fidelidad- quedan contradichos. Y cunde el desaliento: «Andan diciendo -toda la casa de Israel-: se han secado nuestros huesos, se ha desvanecido nuestra esperanza, todo ha acabado para nosotros» (Ez. 37,11).
2.- Su significado religioso
Sin embargo, esta gran crisis va a ser la ocasión de una profunda renovación en el pueblo de Israel. Al desaparecer sus seguridades humanas y quedar derribado su orgullo nacional, los israelitas se vuelven a Yahveh. A través de lo doloroso de esta prueba Israel va a ser purificado y va a surgir un pueblo nuevo, con una fe más viva y más dócil a su Dios.
Providencialmente, Dios mismo suscita unos guías que orienten al pueblo en estas circunstancias tan difíciles. Entre ellos destacan los profetas, que ayudan una vez más a leer e interpretar los acontecimientos desde la fe:
+ Jeremías. Aunque no fue deportado a Babilonia, él fue el primer guía religioso de los exiliados: les escribe desde Jerusalén después de la primera deportación invitándoles a escuchar la palabra de Yahveh sin hacerse ilusiones acerca de una liberación inminente (Jer 29). Los grandes temas de su predicación (conversión, esperanza, nueva alianza, religión interior) serán meditados por los exiliados (los mismos que antes le habían rechazado).
+ Ezequiel. Sacerdote -como Jeremías- fue conducido a Babilonia en el 598 con el primer grupo de exiliados. Comienza anunciando la ruina de Jerusalén como castigo a las faltas de Israel (Ez. 4-12), pero tras la desolación de la ciudad en el 587 se convierte en el profeta de la esperanza. Durante más de 20 años reanimó la fe y la esperanza de sus compatriotas, infundiéndoles la certeza de que Yahveh salvaría a su pueblo para santificar su nombre y manifestar su gloria (Ez. 36,22-25). Particularmente impresionante es la visión de los huesos secos, en que profetiza una auténtica resurrección de Israel (Ez. 37,1-14). Como Jeremías, anuncia una alianza nueva en la que Dios mismo purificará y renovará los corazones (Ez. 36,25-28).
+ Segundo Isaías. Este lejano discípulo de Isaías anuncia el consuelo a Israel (Is. 40,1-2). Ante las victorias de Ciro sobre los pueblos de oriente, el segundo Isaías le presenta como el instrumento del que Dios se servirá para realizar su designio (Is. 41,1-4; 45,1-6.12-13) y liberar a su pueblo como en un nuevo éxodo (Is. 40,3; 43,16-19). Este profeta -tan cercano al Nuevo Testamento- presenta también unas perspectivas universalistas: a la comunidad de exiliados encerrados en sí mismos les habla de un Dios que ofrece la salvación a todos los hombres (Is. 45, 20-22). Finalmente anuncia a un misterioso «Siervo de Yahveh» (Is. 42,1-7; 49,1-6; 50,4-9; 52,13-53,12), un justo que sufre y expía los pecados de los demás, sucediendo tras su muerte una glorificación y una grandiosa fecundidad espiritual.
Además de la ayuda de los profetas está también la de los sacerdotes. Y además al marchar al destierro los exiliados llevan consigo la ley divina, las antiguas tradiciones de la historia del pueblo escogido, las profecías y los primeros salmos recopilados; es la palabra de Yahveh que les va a acompañar en su aflicción y ellos ahora están en mejor disposición de espíritu para escucharla.
He aquí, pues, lo que el pueblo de Dios aprende de los acontecimientos del exilio:
a) En primer lugar, es la ocasión para un profundo examen de conciencia. En él Israel reconoce ante todo que ha pecado, que ha fallado a su Señor, que ha sido infiel a la alianza. A pesar de la lección que suponía la destrucción del reino del norte el año 721, a pesar de los múltiples avisos de los profetas, a pesar del intento de reforma efectuado por Josías en el 622, la nación judía en su conjunto fue infiel a Yahveh y traicionó la alianza que debía guardar: «desde el día que salieron vuestros padres de Egipto hasta el día de hoy… esta es la nación que no ha escuchado la voz de Yahveh su Dios» (Jer. 7,25-28). El pueblo de Dios ha acumulado pecado tras pecado: injusticias, lujo y desenfreno, idolatría, sacrificio de niños, abandono de su Dios, desobediencias continuas a su ley … Y ahora entienden que el exilio es la consecuencia inevitable de sus pecados, que las innumerables infidelidades a la alianza estaban exigiendo una purificación (Jer. 3,25); ahora comprenden que se han enredado en sus propias acciones (cfr. Sal. 9,17) y que su propia maldad ha recaído sobre sus cabezas (Sal. 9,17). Este examen de conciencia -que aparece reflejado, por ejemplo, en el libro de las Lamentaciones y en la última redacción de los libros de los Reyes- no hace más que constatar lo que ya había oído el pueblo en el momento de sellar la alianza: que si eran fieles les iría bien, pero que si eran infieles les iría mal. En estas circunstancias el examen de conciencia les conduce al arrepentimiento de los pecados que les han acarreado el desastre y a una renovada confianza en Yahveh.
b) A pesar del castigo merecido, Dios no abandona a su pueblo. En una impresionante visión Ezequiel contempla cómo la gloria de Yahveh abandona el templo y va a instalarse en el lugar donde moran los desterrados (comparar Ez. 10,18ss con 11,16). En cierto modo Yahveh se ha desterrado con los desterrados. Y esta nueva presencia -sin templo visible- de Yahveh en medio de su pueblo es la garantía y fundamento de su esperanza para el futuro.
c) Por eso el exilio se convierte en un tiempo precioso de purificación. El pueblo de Israel es llevado de nuevo al desierto -según la terminología de los profetas: Os. 2,16-, al lugar donde se carece de todo y el hombre es purificado. La gran tragedia es que el pueblo de Dios había acabado apropiándose de los dones de Dios de tal manera que, en vez de que estos los recibiera con gratitud y le llevaran a Dios, en realidad le habían apartado de su Señor (cfr. la advertencia de Dt. 8,11-14). Israel se ha quedado en los medios y se ha olvidado del Dios al que esos medios debían conducir; ha puesto su seguridad en el hecho de tener el templo (cfr. Jer. 7,4) en vez de confiar en el Dios que habita en el templo pero es infinitamente más grande que el templo (cfr. Is. 66,1). En consecuencia Dios le retira esos dones -la tierra, el templo… todo- para que vuelvan al autor de ellos. Así el exilio es un tiempo de purificación que conduce al pueblo a una religión más auténtica, a una piedad más sincera, a una fe más viva, a una conversión más interior. En definitiva, el exilio formaba parte del plan de Dios, que de los males sabe sacar bienes inmensamente mayores.
d) El exilio da un más profundo conocimiento del corazón del hombre y del corazón de Dios. Por un lado, el fracaso de la primera alianza -con las repetidas y continuas infidelidades- pone de relieve la dureza del corazón humano y su obstinación en el mal; es la experiencia de un pueblo en que todos son «sabios para lo malo e ignorantes para el bien» (Jer. 4,22) lo que conduce al clamor humilde: «Conviértenos a tí oh Yahveh, y nos convertiremos» (Lam. 5,21): sólo Dios puede cambiar el corazón del hombre. Por otro lado, en medio del fracaso y la impotencia del pueblo Dios va a manifestar más esplendorosamente aquello de lo que es capaz realizando un nuevo éxodo con prodigios que eclipsarán los del primer éxodo (Is. 43,16-21), creando algo enteramente nuevo (Is. 65,17), realizando una auténtica resurrección de su pueblo (Ez.37,1-14), estableciendo una nueva alianza que consistirá en el perdón de los pecados, en el verdadero conocimiento de Dios y en el don de un corazón nuevo y de un espíritu nuevo -el Espíritu mismo de Dios- que transformará al hombre por dentro y le dará la fuerza para adherirse a la voluntad de Dios (Jer.31,31-34; Ez.36,25-28).
e) Esta experiencia les hace entender también el valor positivo del sufrimiento. Dios se manifiesta como misericordioso, pues «no quiere la muerte del malvado, sino que se convierta de su conducta y viva» (Ez. 18,23.32; 33,11); pero esta misericordia, para ser eficaz, necesita usar la amarga medicina del sufrimiento: como la plata y el oro necesitan pasar por fuego para desechar la escoria, Israel necesita pasar por el crisol del sufrimiento para ser purificado y renovado (Ez. 22,17-22); Is. 48,10); así Israel aprenderá que «Yahveh reprende a aquel que ama, como un padre al hijo querido» (Prov. 3,12). Más aún, los cánticos del Siervo ya mencionados apuntan a un sufrimiento redentor: el Israel purificado va a convertirse, precisamente en virtud de su sufrimiento, en instrumento de salvación para muchedumbres; así el pueblo de la antigua alianza atisba la eficacia y fecundidad del dolor, que alcanzará su pleno cumplimiento en el sacrificio de Cristo.
f) Finalmente, al contacto con otros pueblos Israel descubre la misión universal de su vocación; frente al particularismo y nacionalismo en que se había encerrado, ahora va comprendiendo que si han sido objeto de una predilección especial de Dios, que les ha manifestado su voluntad y sus planes, es para que estos dones los transmitan y comuniquen a otros pueblos (Is. 45,18-23; 42,10-12); así serán convertidos en «luz de las gentes» (Is. 42,6).
De este modo Dios ha preparado cuidadosamente un «resto de Israel» que cuando regrese a Palestina será portador de una fe más profunda y de una religión más espiritual. De este modo la revelación de Dios da un paso decisivo hacia la plenitud que acontecerá en la persona de Cristo. El exilio, que parecía una desgracia irreparable, se ha convertido en una gracia incalculable.
3.- La experiencia del exilio y nosotros
Es evidente que también para nosotros cristianos los acontecimientos del destierro y su interpretación en la Biblia son fuente de enseñanza.
En primer lugar, para conocer más la misericordia de Dios, que sabe sacar bienes incluso de los males: «sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman» (Rom. 8,28); en todas las cosas: San Agustín apostillará la expresión de San Pablo indicando que «incluso el pecado» -lo decía por experiencia- es algo de lo que Dios se sirve en su misericordia para sacar bienes; de hecho, esto es lo que atestigua la experiencia del exilio, que Dios saca bienes incluso de aquellos males en que el hombre se introduce por culpa suya y como consecuencia de sus pecados. «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom. 5,20).
Para nosotros, cristianos, a la luz de la cruz de Cristo se hace más patente el valor salvífico del sufrimiento. Si ya el salmista podía afirmar: «me estuvo bien el sufrir, así aprendí tus justos mandamientos» (Sal. 119,71.67) mucho más podemos decirlo nosotros al conocer mejor el corazón paternal de Dios que corrige a los hijos que ama (Heb. 12,5-11). Más aún, podemos decir con San Pablo: «me alegro de sufrir por vosotros; así completo lo que en mi carne falta a la pasión de Cristo en favor de su Cuerpo que es la Iglesia» (Col. 1,24).
También, para nosotros -como Iglesia y como individuos- se repite la tentación del pueblo de Israel de buscar seguridades en lo humano (estado, leyes, instituciones, privilegios, dinero, sabiduría, prestigio, medios, etc.) en vez de confiar y apoyarnos exclusivamente en Dios. Cuando se cae en esa tentación Dios no tiene más remedio -porque quiere nuestro verdadero bien- que retirarnos esas seguridades falsas y esos apoyos inconsistentes; es entonces cuando vienen las crisis -a nivel personal o comunitario-; toda crisis indica que había una falsa seguridad y que ésta ha caído, y por eso toda crisis es una ocasión de gracia, una oportunidad de cimentar realmente nuestra vida en Dios y sólo en Él. Para apoyarse verdaderamente en Dios es necesario experimentar que todo lo demás se hunde, que es inconsistente y no da fundamento sólido a la vida del hombre.
4.- Textos principales
Jeremías 4; 7; 10; 21; 24; 25; 29; Lamentaciones 1-5; Ezequiel 6; 8; 12-13; 18; 20; 24; 34; 36; 37; Isaías 40-45; 2Reyes 24-25; Salmos 42-43; 44; 74; 77; 80; 85; 89; 137
Julio Alonso Ampuero es el autor de esta Historia de la Salvación. Texto disponible por concesión de Gratis Date.