Cuenta un feligrés del pueblo de Allá. “Cuando el nuevo párroco, el Padre Heriberto inició su labor en la Parroquia de Allá, encontraba solamente indiferencia y rechazo. El primero domingo predicó en un templo completamente vacío. El segundo domingo sucedió lo mismo. Y cuando entre semana visitaba a los feligreses, nadie quería escuchar. Le dijeron: “La Iglesia está muerta, tan muerta que no hay posibilidad de revivirla”.
El jueves de la segunda semana apareció un aviso en el periódico del pueblo vecino: “Cumplimos con el penoso deber de informarles con en el consentimiento de la comunidad parroquial, que ha fallecido la Iglesia de San Francisco de Allá. La Misa de Honras se celebrará el domingo a las 11:00 a.m. Cordialmente invitamos a los feligreses de Allá a que asistan a este último acto en su templo parroquial. Padre Heriberto, Párroco”
A las 10:30 a.m. los asientos de la Iglesia parroquial estaban ya ocupándose y hasta las 11:00 el templo otrora abandonado estaba repleto. El centro de atención de la comunidad reunida en el templo fue al ataúd colocado delante el altar.
Puntualmente a las 11.00 el párroco salió de la sacristía y luego de haber orado unos momentos en silencio ante el altar se acercó al púlpito para dirigirse a la comunidad reunida: “Ustedes me han hecho comprender que están verdaderamente convencidos que nuestra Iglesia está muerta. Tampoco tienen esperanza alguna de revivirla. Quisiera pedirles un último favor. Tengan la bondad de pasar uno por uno delante del ataúd y contemplen un momento al difunto, ofreciéndole sus últimos respetos. Luego salgan de la Iglesia por el portón lateral. Al final concluiré yo solo el servicio fúnebre. En el caso de que algunos de entre ustedes cambien de idea y piensen que sería posible revivir a la Iglesia, les suplico de entrar nuevamente por la puerta principal. En lugar del servicio fúnebre celebraré una misa en acción de gracias”. Sin una palabra más el párroco se acercó al ataúd y reverentemente levantó la tapa.
Yo fui uno de los últimos de la larga fila y así tenía tiempo para pensar: “¿Qué es la Iglesia, de qué se compone? ¿A quién encontraría en el ataúd, acaso la imagen del Salvador? Pero esto no podía ser porque la Iglesia fue fundada sobre la muerte del Señor y su resurrección. ¿La Iglesia vive? ¿Puede morir?”. Parece que mis vecinos cobijaban pensamientos similares al acercarse al ataúd. Vi que algunos temblaban. De repente nos asustó el chirrido del portón principal que se abría para dar paso a una multitud innumerable que entraba. Y ahora me tocaba mirar a la Iglesia en el ataúd. Casi sin querer cerré los ojos cuando me incliné sobre el difunto. Cuando abrí los ojos vi en el ataúd no a la Iglesia difunta sino un miembro difunto de la Iglesia. Me vi a mí mismo. Habían colocado en el ataúd un gran espejo”.
Les invito a mirarse en el espejo, hermanos!