Es un ejercicio interesante transportarse hacia el futuro con el pensamiento, y desde allí mirar en retrospectiva cómo podrá evaluarse este presente nuestro que, por inmediato, fácilmente nubla la mirada y aturde en su complejidad. En el año 2052, ¿habrá quien hable con interés vivo del calendario maya? Los millones y millones de abortos humanos, ¿no llegarán a pesar nunca, como vergüenza colectiva, en la conciencia de la humanidad, al modo como hoy todos reconocemos que fue una vergüenza la esclavitud?
En esa misma línea, me he preguntado muchas veces cómo será recordado el pontificado de Benedicto XVI. Cada quien tendrá sus conclusiones, pero pienso que un elemento que podría definir para la posteridad a este Papa es que se ha empeñado de corazón en poner la Verdad de moda.
Conspiran en contra de la verdad, y de la búsqueda misma de la verdad, varios factores. Al que diga tener algo de verdad se le tacha de fanático, intolerante y anticientífico. Para evitar tal desprecio social, ya prácticamente instituido en todas partes, todos hemos aprendiendo un lenguaje manierista y dubitativo, que se multiplica a la última potencia cuando se trata de referirse al mundo interior o las opciones de otras personas. Suicidas, homosexuales, promiscuos o corruptos, gente que en otro tiempo hubiera recibido un sólido mensaje de resistencia, si no de oposición, hoy reciben un tono forzadamente neutro, escondido en expresiones como: “Mientras no se metan conmigo… que cada cual haga su vida como le parezca.”
En ese contexto social es ciertamente imposible conjugar una interacción social de amplio espectro con una visión clara sobre el bien y el mal. O se renuncia a lo segundo–que es el caso más frecuente–o uno corre riesgo permanente de ostracismo o de mentalidad de gueto.
Pero en esto hay que tener capacidad de autocrítica. El hecho de que la verdad sea tan impopular actualmente no es algo que haya sucedido porque sí. Precisamente, si decimos amar la verdad, dejemos que nos cuestione hasta el fondo. ¿Es o no cierto que hasta hace unas décadas había prohibición expresa de dar sepultura a los suicidas en los cementerios que usaban los demás parroquianos? ¿Es o no cierto que métodos salvajes de “castración química” se usaron de modo abusivo e impuesto sobre homosexuales como Alan Turing, ya previamente sometidos a toda clase de desprecios públicos? ¿Es o no cierto que una sociedad mojigata condenó muchas veces la prostitución de día para celebrarla de noche? No quiero yo desdecirme. No quiero negar la importancia de buscar lo cierto, lo verdadero o lo correcto, pero hay que tener cuidado, y una dosis saludable de desconfianza de uno mismo al hablar de estas cosas, porque es fácil engañarse, y decir uno que está buscando sabiduría cuando en realidad sólo quiere encontrar el garrote apropiado para modelar la sociedad a imagen del propio querer y pensar.
Y de ahí la importancia de otra tendencia o “moda” que Benedicto quiere dejar bien sembrada en nuestros corazones: la humildad. El que cree que, porque tiene la verdad, tiene también el derecho de imponerla sobre los demás, es con demasiada frecuencia víctima de soberbia. Vienen al caso las palabras del apóstol Santiago:
¿Quién es sabio y entendido entre vosotros? Que muestre por su buena conducta sus obras en mansedumbre de sabiduría. Pero si tenéis celos amargos y ambición personal en vuestro corazón, no seáis arrogantes y así mintáis contra la verdad. Esta sabiduría no es la que viene de lo alto, sino que es terrenal, natural, diabólica. Porque donde hay celos y ambición personal, allí hay confusión y toda cosa mala. Pero la sabiduría de lo alto es primeramente pura, después pacífica, amable, condescendiente, llena de misericordia y de buenos frutos, sin vacilación, sin hipocresía. Y la semilla cuyo fruto es la justicia se siembra en paz por aquellos que hacen la paz. (Santiago 3,13-18)
Al aceptar el supremo oficio como “Pastor de los Pastores,” Benedicto se describió como “Humilde labrador de la viña del señor.” Su ministerio y su magisterio han estado marcados por humillaciones muy duras–verdadero calvario que sin duda habrá hecho crecer en su alma, aún más, la virtud de la humildad. Despreciado por jefes de gobierno, como sucedió en alguna visita a España con el Presidente José Luis Rodríguez Zapatero; obligado a disculparse decenas de veces por pecados que no son suyos sino de sacerdotes a los que, por el contrario, él ha tratado de instruir en sana doctrina y recta conducta; amenazado con la cárcel, con ocasión de su visita al Reino Unido, y aún con la muerte, como sucedió en los meses que siguieron a su famoso discurso de Ratisbona; traicionado por su propio mayordomo, y expuesto al ridículo a ojos de todos, así como a la presión extorsiva de los medios de comunicación; descalificado desde su elección y luego nuevamente reprobado por prestigiosos teólogos, según el juzgar de este mundo, y también por facultades de teología y por grupos de sacerdotes… la lista de ocasiones en que este hombre ha tenido que bajar la cabeza y hundirse con humildad en el misterio de los designios de Dios no es corta.
Así que nadie debe separar a Benedicto el maestro de Benedicto el testigo. Por supuesto que saludamos con alegría su deseo de renovar la búsqueda de la verdad, pero nuestro saludo debe ir unido al propósito de acompañarle, como se acompaña al mismo Cristo, en su Pasión y su Pascua.