Los grandes ídolos de nuestro tiempo son el dinero, la salud, el placer, la comodidad: Lo que sirve al hombre. Y si pensamos en Dios, siempre hacemos de Él un medio al servicio del hombre. Le pedimos cuentas, juzgamos sus actos, nos quejamos cuando no satisface nuestros caprichos. Dios en sí mismo parece no interesarnos. La contemplación está olvidada, la adoración y la alabanza es poco comprendida. Al hombre de mundo sólo le corresponde trabajar y gozar.
El criterio de eficacia, rendimiento y utilidad fundan nuestra manera de actuar. No se comprende el acto gratuito, desinteresado, del que nada hay que esperar económicamente. Mucho menos se entiende el valor del sacrificio. La explicación es simple: En este siglo industrial todo se pesa, todo se cuenta, todo se mide. La adhesión de la inteligencia se obtiene a fuerza de utilidad y de propaganda. ¿Cómo no extender este criterio al dominio de las almas? Los medios sobrenaturales como la Penitencia y la Eucaristía, son reemplazados por recetas naturales: higiene, dignidad, testimonio indiscutible de un debilitamiento del sentido de Dios.
Muchos continúan pronunciando el nombre de Dios. No pueden olvidar sus enseñanzas que desde pequeños les enseñaron sus padres, pero se han acostumbrado al sonido de la palabra Dios como algo cotidiano y se contentan con ella sola, tras la cual no hay ningún concepto que pueda comparase en lo grande y terrible, en lo tremendo y arrobador de la realidad que es Dios.
No niegan a Dios; lo invocan, pero nunca han penetrado su grandeza y la bienaventuranza que puede hallarse en Él. Dios es para ellos algo inofensivo con lo que no hay que atormentarse mucho. La existencia misma de Dios nunca se ha interpuesto en su camino, gigantesca o inaccesible como una montaña. Dios queda en el horizonte como un volcán que está bastante lejos para no temerle, pero aún bastante cerca para darse cuenta de su existencia. A menudo Dios no es más que un cómodo refugio mental. Todo lo que es incomprensible en el mundo o en la propia vida se le achaca a Dios: ¡Dios lo ha dicho! ¡Dios lo ha querido!
A veces Dios es un cómodo vecino a quien se puede pedir ayuda en un apuro o en una necesidad. Cuando no se puede salir del paso, se reza, esto es, se pide al bondadoso Vecino que lo saque del peligro, pero se volverá a olvidar de Él cuando todo salga bien. Éstos no han llegado hasta la presencia abrumadora de la proximidad de Dios.
Al hombre siempre le falta un tiempo para pensar en Él. Tiene tantos otros cuidados: comer, beber, trabajar y divertirse. Todo esto tiene que despacharse antes de que él pueda pensar con reposo en Dios. Y el reposo no viene. Nunca viene.
Hasta los cristianos a fuerza de respirar esta atmósfera estamos impregnados de materialismo práctico. Confesamos a Dios con los labios, pero nuestra vida de cada día está lejos de Él. Nos absorben mil ocupaciones. Nuestra vida de cada día es pagana. En ella no hay oración, ni estudio del dogma, ni tiempo para practicar la caridad o para defender la justicia. La vida de muchos de nosotros, ¿no es, acaso, un absoluto vacío?
Todo lo que es propio del cristiano, conciencia, fe religiosa, espíritu de sacrificio, apostolado, es ignorado y aún denigrado. Nos parece superfluo. Los más llevan una vida puramente material de la cual la muerte es el término final. ¡Cuántos bautizados lloran delante de la tumba como los que no tienen esperanza!
La inmensa amargura del alma contemporánea, su soledad, las neurosis y hasta la locura, tan frecuentes en nuestro siglo, ¿no son fruto de un mundo que ha perdido a Dios? Ya bien lo decía San Agustín: “Nos creaste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”.
Felizmente el alma humana no puede vivir sin Dios. Espontáneamente lo busca, como el girasol busca el sol. En el hambre y sed de justicia que devora muchos espíritus, en el deseo de grandeza, en el espíritu de fraternidad universal, está latente el deseo de Dios. En medio de un mundo en delincuencia hay grupos de almas escogidas que buscan a Dios con toda su alma y cuya voluntad es el supremo anhelo de sus vidas. Y cuando lo han hallado, el espíritu comprende que lo único grande que existe es Él. Las decisiones realmente importantes y definitivas son las que yacen en Él.
El que halla a Dios se siente buscado por Dios, como perseguido por Él, y en Él descansa. Ve ante sí un destino junto al cual las cordilleras son como granos de arena. Esta búsqueda de Dios sólo es posible en esta vida, y esta vida sólo toma sentido en esa misma búsqueda. Un día cesará la búsqueda y será el definitivo encuentro. Llegará un día en que veremos que Dios fue la canción que meció nuestras vidas. ¡Señor, haznos dignos de escuchar esa llamada y de seguirla fielmente!