Así pudiera creerse al contemplar la descomposición de un cadáver. ¿Qué queda de él? «La rosa ha vivido el tiempo de las rosas, apenas una mañana».
Si la muerte es tan lógica para el hombre como la caída de los pétalos de una rosa, ¿de dónde ese horror instintivo que nos inspira, y cómo explicar ese extraño deseo de inmortalidad, que es para nosotros como una segunda naturaleza?
Existen las realidades invisibles
El hombre no se reduce a lo que de él vemos. Sabemos que posee una potencia de la que carecen los animales: una inteligencia bien real y original, capaz no sólo de construir, sino de reflexionar e inventar. Esta inteligencia creadora escapa al mundo de los sentidos, no tiene olor ni gusto ni color. Es capaz de ideas, como la justicia, el bien y el honor, que están más allá del mundo material.
Sería precipitado que, por no ver el espíritu en acción tras la muerte, afirmáramos que ha dejado de existir.
Si durante un concierto de piano, a causa de un accidente, el instrumento quedara destruido, el concierto quedaría interrumpido, pero no podríamos deducir de eso la aniquilación del pianista.
El espíritu no se descompone
La desaparición del cuerpo es consecuencia de su descomposición. La sangre se derrama, la piel se deshace. Pero la inteligencia es simple, consciente e intangible. No es fácil entender cómo pueda descomponerse y desaparecer.
Además, nuestro espíritu domina el tiempo: la tabla de multiplicar es tan verdad hoy como hace veinte siglos y como lo será el año que viene. Si estamos habitados por una realidad que transciende y domina el tiempo ¿cómo podremos ser completamente dominados y aniquilados por él el día de nuestra muerte? Esto es lo que ya presentían los primeros hombres cuando enterraban a sus muertos con ritos funerarios.
Un hecho único en la historia: ¡Cristo ha resucitado!
El cristiano tiene la certeza de la supervivencia como consecuencia de un hecho histórico sin precedentes: la resurrección de Cristo. Ya no se pone en duda la existencia y la muerte de Cristo. Contra lo que esperaban sus discípulos, Jesús se les apareció después de su muerte en varias ocasiones y en circunstancias muy diferentes.
Se aparece a las mujeres que acudieron a su tumba en el amanecer de la Pascua. Los apóstoles calificaron de desatinos sus testimonios, pero también ellos vendrán a ser testigos de sus apariciones entre los discípulos, en el cenáculo. Allí Jesús, para probarles que no se trata de un fantasma, les pide algo de comer. Tomás, ausente, se muestra incrédulo; pero finalmente habrá de rendirse a la evidencia.
Pablo de Tarso va a combatir la impostura de la resurrección, tratando de recuperar a los judíos recientemente convertidos. Pero en el camino de Damasco se verá sacudido por una revelación extraordinaria. Se convierte, y anuncia la resurrección de Cristo, de la que va a hacer el centro de su predicación. «Si los muertos no resucitan, ni Cristo resucitó… comamos y bebamos, que mañana moriremos» (1Co 15,16.32).
Los apóstoles y Pablo aceptaron ser decapitados no solo por afirmar una doctrina, sino por mantener la verdad de un hecho: que Cristo vive. «Yo creo en el testimonio de los que, por afirmarlo, se dejan cortar la cabeza» (Pascal).
• «Las almas de los justos están en manos de Dios….¿Muerte, donde está tu victoria?» (Sab 3,1; 1Co 15,55).
Yves Moreau es el autor de Razones para Creer. Texto disponible por concesión de Gratis Date.