He tomado unos días de silencio, reflexión y oración antes de escribir estas breves palabras sobre la noticia que enlutó y avergüenza a Colombia estos días, añadiendo dolor sobre dolor, porque además estamos padeciendo el peor invierno de nuestra historia.
Me refiero al caso del sacerdote Gustavo García, capellán de la Universidad Minuto de Dios, asesinado por robarle un celular. Eso vale una vida humana en ciertas circunstancias: lo que vale un aparato que, revendido en el mercado negro, no alcanza mucho más de cien dólares.
El gobierno colombiano responde con medidas que AHORA hacen que un celular robado no quede sirviendo para nada, y por lo tanto sea inútil robarlo. Una medida adicional penaliza la venta de celulares fuera de los centros autorizados. Es decir que costó la muerte de un sacerdote que se descubriera que sí se podían tomar medidas que redundan en favor de la seguridad de millones de personas. Causa indignación.
Debe recordarse que el Padre García no es el único que ha muerto a manos de los violentos este año. Dos sacerdotes del sur de Bogotá corrieron suerte semejante en hechos confusos que parecen tener relación con el valor con que por lo menos uno de ellos venía denunciando las estrategias de algunos criminales. Estos ministros de Dios eran Rafael Reátiga y Richard A. Piffano.
Aun otro sacerdote, Herminio Calero, natural de Buenaventura murió de manera extraña en una requisa de la Policía Nacional. Las versiones son extrañas y contradictorias, y al final se ha dicho que una bala perdida en medio de un forcejeo acabó con la vida del joven sacerdote.
Estos tristes acontecimientos nos invitan a todos a suplicar ante el Señor que se apiade de su pueblo; que nos regale muchas y santas vocaciones, y que con sus Santos Angeles custodie a quienes somos llamados a servirle con todo nuestro ser.