“Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él” (Jn 3, 16-17). “Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros sino por los del mundo entero… Y este es el testimonio: Que Dios nos ha dado vida eterna y esta vida está en el Hijo; quien tiene al Hijo tiene la Vida” (1 Jn 2, 2; 5, 11-12).
El Padre Bueno da su Hijo al mundo en oblación para salvarlo del pecado y del demonio, realizando un sacrificio de amor inédito, logrando la libertad total del mundo cumpliendo con toda justicia; es decir, Dios liberó a las criaturas del imperio del mal por amor y por medio del amor, sin trasgredir el orden por Él establecido: Dios tomando sobre sí el pecado, el castigo y al autor del pecado renovó y reordenó lo que había caído en la corrupción, el caos y la confusión, recibió todo dolor transfigurando el sufrimiento y la muerte en vías hacia el cielo, y haciéndose uno con el pecado lo aniquiló con su indecible anonadación: “Seré tu muerte, oh muerte” (DEV 31). El Hijo de Dios es entregado como víctima de propiciación por nuestros pecados: “por Cristo, Dios nos ha reconciliado consigo” (2 Co 5, 18).