Dicen que la vida es un viaje, y yo lo confirmo. Me parece que cuando viajamos se eleva a su última potencia el carácter de fugacidad que es propio de nuestra relación con las cosas.
Rodamos sobre ellas y ellas sobre nosotros: sólo nos tocan en un punto, en un instante de nuestra persona, de modo que por blandas, suaves y redondas que sean, su contacto con nosotros tiene siempre algo de punzada, de pinchazo doloroso.
Al tiempo que decimos: “ya vienen, ya vienen” a este paisaje, a esta amistad, a este acontecimiento que estamos viviendo tenemos que ir preparando los labios, (¿y el corazón?) para decir: “Ya se van, ya se van”.
Es una pena esta manera de huir que tiene las cosas. Pero el hecho de ser efímeras no quiere decir que sean despreciables, no; al contrario, precisamente porque son maravillosas las cosas, su huída apresurada deja en el corazón cicatrices.
Me atrevo a decir que en los viajes alcanzo su extremo la fugacidad de nuestro contacto con los objetos, y paralelamente crece y nos acongoja la pena que sentimos de que así sea.
Quisiéramos de algún modo fijar algunas cosas que pasan a escape, como si tuvieran una cita allá lejos, con alguien que no somos nosotros.
Debido a esto, llevamos un cuadernito y un lápiz; apuntamos unas breves palabras, y cuando un día, andando el tiempo, los leemos, el paisaje, la palabra, la fisonomía que desapareció adquiere cierta supervivencia, una como espectral vida que conserva de real vagos ecos, remotos latidos, y quizá resurge de nuevo en el alma la esperanza del retorno.
Sin embargo, muy pronto constatamos que también las palabras se marchitan y mueren, por bellas y elocuentes que sean.
Debe se por esto que nos gusta viajar: presentimos, creemos vislumbrar que en algún lugar hallaremos aquello que nuestro corazón busca con ansia, un suelo firme donde reposar, un paisaje “nuestro” que nadie nos pueda robar.
Pero si abrimos un poco más los ojos, descubrimos con conciencia estremecida, la finitud de nuestra propia vida.
Y es que siempre vivimos, penamos y morimos en una condición de deseo, de anhelo de otro, de juntarnos con lo que sospechamos que es nuestra feicidad: el Amor. Pobres de nosotros, no nos damos cuenta que ese encuentro, ese final feliz ya se nos ha mostrado, que es posible el seguimiento en el exilio.
¿Por qué no vemos la realidad del mundo interior y exterior como un verdadero destierro, en el que sólo el recuerdo amoroso de Dios, la memoria fiel de su salvación y la paciencia activa en la lucha y el sufrimiento nos son vida, energía y esperanza..?
Y seguimos andando caminos, buscando, tratando de retener la belleza en la pupila y en la memoria inutilmente.
Y seguimos buscando y viajando y constatando que nada es para nosotros suelo patrio, sólo el Señor abarca el horizonte, cobija y es hogar.
Un escrito de Ayxa García.
Muy bonito.
Me gusto mucho la siguiente parte:
“¿Por qué no vemos la realidad del mundo interior y exterior como un verdadero destierro, en el que sólo el recuerdo amoroso de Dios, la memoria fiel de su salvación y la paciencia activa en la lucha y el sufrimiento nos son vida, energía y esperanza..?”
Y es que teniendo esta vision en nuestras vidas creo que podemos minimizar los dolores frente al sufrimiento entregandonos con mas vehemencia a nuestra fe…pero es que el premio es grande..y es una gracia inmensa otorgada por el sacrificio de nuestro Senior jesus, por lo cual “Como no animarnos a cambiar nuestra vision de las cosas y el valor que tenemos de las mismas?”.Como no animarnos a amar? Como no dar mas de lo establecido?..Cuando en si son los unicos requisitos que nos piden para poder dejar por fin este destierro.
Hay mucha sabiduria en el texto vertido.
Gracias Aixa por compartirlo.