12. Inspirado por el Espíritu Santo el justo anciano Simeón dijo a María Santísima: “Y una espada atravesará tu alma para que se descubran los pensamientos de muchos corazones” (Lc 2, 35). Con esto le estaba ratificando su incorporación a la Pasión de su Hijo Jesús. Ella sabía lo que estaba profetizado para el Mesías de Israel; por esto, cuando dijo sí a Dios en la Anunciación, estaba diciendo sí también a la Cruz. Jesús, María y la Iglesia son signos de contradicción, porque en ellos es inherente la Cruz: ésta servirá para caída y/o elevación de muchos, servirá para poner a la luz los pensamientos de los corazones de muchos. Por poseer a Jesús, María y la Cruz, la santa Iglesia será ferozmente atacada por el enemigo de Dios y por sus secuaces; y por la Cruz saldrá victoriosa.
María Santísima es esencial en la obra redentora del Hijo de Dios y por ello cuando se recibe la Cruz se recibe con Ella. Este don de Dios Trino, el don mariano, el cual tiene como finalidad principal propiciar el nacimiento, crecimiento y formación de Jesús en el alma del fiel, también propicia que la Cruz sea más suave y soportable. Como Madre de Jesús, María Santísima le enseñó sobre la Cruz como voluntad del Padre y le condujo a buscarla y amarla. Es por esto que los hijos de la Iglesia que son también hijos de María Santísima, reciben en los Sacramentos a la Madre de Dios quien les educa en la Ciencia de la Cruz y les hace amarla, tal y como la aman Ella y su Hijo. No se puede hablar de la Cruz sin María y la Iglesia.
Jesús y María nos hacen capaces de la Cruz, a grado tal que es muchísimo más llevadera la Cruz de Jesús que la cruz del sufrimiento de la vida que todo hombre tiene que afrontar. No hay vida humana sin sufrimiento, pero éste adquiere sentido, valor y mérito si se transforma en la Cruz con Jesús. Por ello los santos van con “temor y temblor” pero gozosos a la tribulación o al martirio, sea como sea, y algunos lo hacen alegres y cantando. Con Jesús y María la cruz de cada quien y de cada día se transforma en Cruz de Jesús; con Ellos la Cruz se hace accesible, amable y gozosa, sin Ellos se hace imposible.
Dios Espíritu Santo nos da una conciencia capaz de comprender que el sufrimiento humano es inútil si no se convierte en Cruz de Jesús, es decir, si no se acepta como voluntad de Dios y no se une al sufrimiento del Redentor. El Espíritu Santo nos da un corazón capaz de desear y amar la Cruz, y de hacer amable la cruz del prójimo. ¿Cómo se logra esto? Pidiéndoselo al Padre Bueno, pidiéndole un cambio de corazón y de espíritu, y Él nos dará todo en plenitud a través de los Sacramentos de la santa Iglesia, sobretodo en la Sagrada Eucaristía. Pidamos al Padre Bueno nos dé a Jesús con su Cruz y nos dé la Cruz con Jesús.
13. Al pie de la Cruz, María Santísima pronunció otro sí a Dios, pues estaba aceptando ser Madre de los hijos del Hijo de Dios. En el altar y tálamo de la Cruz María se estaba convirtiendo en “Esposa del Cordero” (cf. CEC 1138); y Jesús en el trono de la Cruz dijo a san Juan: “Ahí tienes a tu Madre”. San Juan la recibió y la tomó consigo; se estaba consolidando la santa Iglesia como Familia de Dios, pues el Padre había puesto en custodia a sus amores, Jesús y María, bajo el cuidado del varón justo san José, y ahora, en la hora de la crucifixión, el Hijo de Dios estaba dando su Madre a san Juan en custodia, diciéndole a Ella: “Ahí tienes a tu hijo”. San Juan en este gran Misterio o acto divino, representa a san José y a toda la Iglesia de Cristo. De aquí que Jesús, María y san Juan en este momento significativo sean figura de la Familia de Dios y fundamento del Nuevo Pueblo de Dios, el Nuevo Israel, que es la santa Iglesia. María y la Iglesia son unidad en el Misterio de Cristo. Después, en Pentecostés, la Familia de Dios como fundamento quedaría conformada por el Espíritu (que viene en el nombre del Padre y del Hijo), María Santísima y los santos Apóstoles (cf. LG 59).
Jesús dijo sí a la voluntad redentora del Padre, María dijo sí, y los Apóstoles en nombre de toda la Iglesia dijeron sí también. Por ello, la Iglesia que posee en herencia este misterio divino, administra y suministra el tesoro heredado por medio de los Sacramentos, para que todo aquel que los reciba adquiera la capacidad de decir sí a la voluntad de Dios resumida en la Cruz.
Al pie de la Cruz nace la santa Iglesia como “Linaje de la Mujer” (el cual aplastará la cabeza de la serpiente del mal), o sea, como hijos de María, así como Jesús y san Juan. Por esto también se reconoce a María Santísima como “Madre de la Iglesia”. Al Pie de la Cruz estaba naciendo la Iglesia como sacramento al brotar del costado herido del Redentor agua y sangre, lo cual prefigura el Bautismo y la Eucaristía. Por ello, por los Sacramentos, la santa Iglesia también es Madre de los hijos de Dios. María y la Iglesia son Madre de Cristo y de los nacidos en el Espíritu:
“Porque son hijos de la Virgen, ‘a cuya generación y educación ella colabora con materno amor’, e hijos de la Iglesia… porque ambas concurren a engendrar el Cuerpo místico de Cristo: ‘una y otra son Madre de Cristo; pero ninguna de ellas engendra todo el cuerpo sin la otra’… De este modo el amor a la Iglesia se traducirá en amor a María, y viceversa; porque la una no puede subsistir sin la otra” (MC 28).
En los Sacramentos está implícito todo el Misterio de Cristo, en el primero, “en el Bautismo, la Iglesia prolonga la Maternidad de María” (cf. MC 19) y el bautizado se hace hijo de Dios en el Hijo, y también le otorga el don de la Cruz, por medio del cual el fiel contiene en permanencia y conformación a Dios Trino y a su Amada María. El sacramento culmen es la Eucaristía, el cual actualiza todo el Misterio Pascual, por instancia necesaria del sacramento del Orden Sacerdotal. Los sacramentos de la Penitencia, Confirmación y Matrimonio, conservan y consolidan la gracia otorgada por Dios. El sacramento de la Unción de los Enfermos, que se convierte para el que está al final de su vida en Extremaunción (o Última Unción), se considera el “viático” o sustento que permite al alma arribar al puerto de la salvación; mas también confirma al alma fiel en la Muerte de Cristo, para no solamente ser salvo sino también para alcanzar la unión plena con Cristo en la Resurrección.