17. (…) Hemos de recordar a aquellos otros pueblos, a quienes en época más cerca las vicisitudes de las cosas y de las personas separaron de la Iglesia romana. Olvidando las distintas circunstancias de los siglos pasados, se sobrepongan a toda consideración humana; y con un espíritu ansioso de verdad y de salud, se dispongan a considerar la Iglesia, tal como fue establecida por Cristo. Y si quisieran parangonar con ella sus iglesias particulares, y examinar en qué parte se encuentra la religión, muy pronto habrán de conceder que, olvidando la creencia primitiva, a través de sucesivas variaciones se fueron llegando a erróneas novedades en muchos puntos y de gran importancia; y no querrán negar que de aquel patrimonio de verdad que los innovadores llevaron consigo en su separación, quede ya ni siquiera fórmula alguna de fe entre ellos, que sea indudable y tenga autoridad. Más aún, las cosas han llegado a tal punto que muchos no temen ya destruir el fundamento mismo, sobre el que se apoya toda religión y la esperanza toda del género humano, es decir, la dignidad de Jesucristo mismo. Igualmente, los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, que antes reconocían como divinamente inspirados, los despojan ya de dicha autoridad; cosa que necesariamente había de suceder, luego de haber concedido a cada uno la facultad de interpretarlos a su gusto.
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