1. La emigración se ha convertido en un fenómeno global en el mundo actual e implica a todas las naciones, ya sean países de salida, de tránsito o de llegada. Afecta a millones de seres humanos, y plantea desafíos que la Iglesia peregrina, al servicio de toda la familia humana, no puede dejar de asumir y afrontar con el espíritu evangélico de caridad universal. La Jornada mundial de los emigrantes y refugiados de este año debería ser una renovada ocasión de especial oración por las necesidades de todos los que, por cualquier razón, se encuentran lejos de su hogar y de su familia; debería ser una jornada de seria reflexión sobre los deberes de los católicos para estos hermanos y hermanas.
Entre las personas particularmente afectadas, se encuentran los más vulnerables de los extranjeros: los emigrantes indocumentados, los refugiados, los que buscan asilo, los desplazados a causa de continuos conflictos violentos en muchas partes del mundo, y las víctimas – en su mayoría mujeres y niños – del terrible crimen del tráfico humano. Aún en el pasado reciente hemos sido testigos de trágicos episodios de desplazamientos forzados de personas por motivos étnicos y ambiciones nacionalistas, que han sumado indecibles sufrimientos a la vida de grupos elegidos como blancos. A la raíz de estas situaciones hay intenciones y acciones pecaminosas, que son contrarias al Evangelio y constituyen una llamada a los cristianos en todos los lugares a vencer el mal con el bien.
2. La participación en la comunidad católica no se determina por la nacionalidad o por el origen social o étnico, sino fundamentalmente por la fe en Jesucristo y por el bautismo en nombre de la Santísima Trinidad. El carácter “cosmopolita” del Pueblo de Dios es visible hoy prácticamente en toda Iglesia particular, porque la emigración ha transformado incluso comunidades pequeñas y antes aisladas en realidades pluralistas e interculturales. Lugares donde hasta hace poco raramente se veía un extranjero son ahora hogar de personas de diferentes partes del mundo. Por ejemplo, durante la eucaristía dominical, cada vez con mayor frecuencia, se proclama la Buena Nueva en lenguas antes jamás oídas. De tal forma se da mayor expresión a la exhortación del antiguo salmo: “Alabad al Señor todas las naciones, aclamadlo todos los pueblos” (Sal. 116,1). Por tanto, estas comunidades tienen nuevas oportunidades de vivir la experiencia de la catolicidad, una nota de la Iglesia que expresa su apertura esencial a todo lo que es obra del Espíritu en cada pueblo.
La Iglesia considera que restringir la participación en una comunidad local sobre la base de características étnicas u otras, similares, sería un empobrecimiento para todos los implicados, y contradiría el derecho básico del bautizado de participar en el culto y en la vida de la comunidad. Además, si los recién llegados no se sienten acogidos cuando se acercan a una comunidad parroquial particular porque no hablan la lengua local o no siguen las costumbres locales, fácilmente se convertirán en la “oveja pérdida”. El abandono de estos “pequeños” por razones de discriminación, aunque sea latente, debería ser causa de grave preocupación para los pastores y también para los fieles.
[Juan Pablo II, Jornada Mundial del emigrante del año 2003